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Mohamed Said: “Hacer de malo me divierte muchísimo”

Mohamed Said: “Hacer de malo me divierte muchísimo”

Rodar con Alejandro Amenábar, reconoce Mohamed Said, es una mezcla curiosa entre calma y tensión. Lo define como un director relajado, pero muy intenso cuando llegan las secuencias clave. En su caso, esa intensidad se concentró especialmente en las escenas en las que Muley, su personaje en El cautivo, debe empezar a cambiar su manera de ver a Miguel de Cervantes. Ahí, admite, el director fue más exigente y minimalista: sabía exactamente qué quería y se lo pedía con precisión milimétrica.

Cuenta, por ejemplo, que Amenábar podía darle indicaciones tan concretas como “sonríe”, y una vez sonriendo le decía que no enseñara los dientes, que cerrara un poco la boca, luego “un poco menos” hasta encontrar justo el gesto que buscaba. Para Mohamed, la sensación era la de ser “el destornillador” de una maquinaria muy precisa: él ejecutaba el ajuste fino de una fotografía que el director ya tenía en la cabeza.

Le impresiona también que Amenábar impone sin necesidad de levantar la voz: en el set casi no se le oye gritar. Acostumbrado a otros directores más ruidosos, ese silencio le ponía nervioso al principio, pero terminó por describir la experiencia como “maravillosa”.

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—Empezamos por algo casi obligatorio: ¿habías leído el Quijote antes de meterte en esta película sobre Cervantes?

—No, la verdad es que no. El Quijote lo tengo más como una asignatura pendiente que como un libro leído. A raíz de la película un amigo me lo regaló, lo tengo en casa y sé que lo tengo que empezar, pero ahora mismo tengo dos niños pequeños, uno recién nacido, y mi vida es un poco caos bonito (ríe). Entre familia, curro y todo lo demás aún no he encontrado el momento de meterme de lleno en él.

—Pero a Cervantes sí lo conocías de antes, claro.

"Yo soy de Tetuán, en Marruecos, y allí hay un colegio que se llama “Cervantes”. De niño ese nombre ya me sonaba, era como una figura que estaba por ahí flotando"

—Sí, a Cervantes lo tengo en la cabeza desde el colegio. Yo soy de Tetuán, en Marruecos, y allí hay un colegio que se llama “Cervantes”. De niño ese nombre ya me sonaba, era como una figura que estaba por ahí flotando. Y luego, como a todo el mundo, en el instituto me mandaron el Quijote mil veces. Lo empecé varias, pero en esa época los estudios no eran lo mío, iba dejándolo, lo aparcaba… y al final nunca lo terminé.

Cuando te llega esta película, siendo tú marroquí, ¿qué piensas al principio?

—Lo primero que pensé fue: “¿Yo qué pinto en una película sobre Cervantes?”. Me chocó mucho. Me preguntaba qué papel me iban a ofrecer, dónde encajaba yo en ese universo. Ya cuando leí el guion entendí que Muley era un carcelero, un tipo que encaja en el episodio real de los cinco años que Cervantes estuvo cautivo en Argel. Ahí todo empezó a tener sentido: no era “forzarme” en una historia española, sino meterme en una parte concreta y muy dura de la vida de Cervantes.

—¿Cómo empezaste a documentarte para construir a ese Muley del siglo XVI?

—Me puse a investigar cómo se vivía en esa época y qué tipo de figura podía ser un argelino del siglo XVI. Importante eso: argelino, no marroquí. Quería entender el contexto, la mentalidad, la dureza del lugar. Y luego trabajé con un coach especializado en habla argelina de aquel tiempo. Parece una tontería, pero la forma de hablar te coloca en un sitio mental muy concreto. El proceso fue bastante fluido, pero con mucho trabajo detrás: documentos, charlas, ensayos… No se ve en pantalla, pero está.

—Hablemos de la construcción del personaje. ¿Por dónde empezaste con Muley?

"Para mí la forma de andar es clave, te dice dónde está en el mundo y cuál es su energía"

—Siempre empiezo por el cuerpo, por cómo camina el personaje. Para mí la forma de andar es clave, te dice dónde está en el mundo y cuál es su energía. A todos los personajes los trabajo como si fueran protagonistas, aunque estén poco rato en pantalla. Eso significa darles peso, respetarlos. En el caso de Muley me obligué a caminar de una forma totalmente distinta a la mía. Él es el brazo ejecutor del bajá, un tío que, cuando entra en la fortaleza, se agranda. Su cuerpo manda antes que sus palabras.

—¿En qué se nota físicamente esa diferencia de Muley según con quién está?

—Se nota mucho cuando está frente al Bajá y cuando está entre los cautivos. Con el Bajá, el cuerpo está muy alerta pero contenido, siempre un paso por debajo, siempre pendiente. Con los prisioneros, en cambio, se crece, ocupa más espacio, se lleva el patio por delante. Yo intenté que eso se viera: que sin decir nada, solo viéndolo entrar en plano, entendieras la jerarquía del lugar.

—Te toca un personaje muy presente, pero con poco texto. ¿Eso cómo se lleva?

—Al principio fatal (ríe). Como muchos actores, lo primero que hice fue mirar el guion: a ver cuántas veces aparezco, cuántas frases tengo… Y en El cautivo salgo un montón, pero hablo muy poco. Me frustró. Llegaba a casa y le decía a mi mujer: “Estoy siempre de fondo, siempre ahí plantado”. Luego decidí darle la vuelta y convertirlo en un reto. Pensé: “Cada vez que Muley esté en plano, aunque no diga ni una palabra, tengo que contar algo”. Con la mirada, con las manos, con la postura, con cómo respiro. Ahí entiendes una cosa importante: el actor no solo trabaja cuando tiene frase, también cuando está al fondo del plano y parece que “no hace nada”.

—¿Hay algo que te marque el momento en que “te conviertes” en Muley en el rodaje?

"Cuando me visten, cuando cojo la daga, ahí es cuando de verdad empiezo a ser Muley"

—Sí, el vestuario. Cuando me visten, cuando cojo la daga, ahí es cuando de verdad empiezo a ser Muley. Pienso cosas muy concretas: cómo coloco la daga, cuántas veces habrá matado con esa arma, cómo dejo caer la mano junto a la ropa, dónde apoya el peso… Son detalles que en casa no te imaginas, pero en el set te cambian la cabeza. Es como un interruptor.

—¿Cómo definirías a Muley como personaje?

—Es muy ambiguo. Por un lado, es un perro fiel a su jefe: un tipo sanguinario, que no se plantea el bien o el mal, que hace lo que manda el bajá y ya está. No se sienta a pensar “pobrecito, le voy a hacer daño”, no funciona así. Pero a través de su relación con Cervantes empiezan a abrirse grietas. Muley siente algo distinto por ese cautivo en concreto, aunque no sepa explicarlo. Poco a poco empieza a respetarlo, a ver algo diferente en él.

—¿Hay alguna escena que para ti resuma ese cambio interior?

—Sí, hay una que me parece clave: cuando Muley le perdona la vida a un personaje después de que este haga algo bastante grotesco. Ahí Amenábar quería que, solo en el gesto de girarme y dar la orden, se notara que a Muley ya no le gusta la violencia gratuita como antes. No es que se vuelva bueno de repente, pero aparece algo dentro, un sentimiento que no estaba al principio. Y eso no puede ser solo “porque lo pone el guion”: tiene que nacer de verdad desde el personaje.

—Dices que Muley es uno de tus personajes más complejos. ¿Por qué?

—Porque tiene muchas capas y muy pocas palabras. Es muchísimo subtexto. Hablas poco, pero cada cosa que dices pesa un mundo y llega en un momento clave de la historia. Para mí, aunque diga tres cosas, las dice cuando las tiene que decir y eso lo hace muy difícil. Es más fácil esconderte detrás de un montón de texto que sostener un plano en silencio, mirándole a alguien y que el público entienda lo que te está pasando por dentro.

Vámonos al principio: ¿cómo fue el proceso de casting para El cautivo?

—Largo, intenso y lleno de anécdotas (ríe). Hice tres pruebas. Las dos primeras fueron con las directoras de casting, Eva y Yolanda. Yo siempre digo que son dos tiburones del sector: muy exigentes, pero muy buenas en lo que hacen. Si su nombre aparece en un proyecto, sabes que los personajes van a estar bien elegidos.

—¿Te acuerdas de la primera prueba?

"Hice la prueba, salí con buena sensación y eso me valió un callback"

—Sí, perfectamente. Era la escena de la negociación con los frailes por el rescate de los cautivos. Me mandaron la separata unos minutos antes de entrar. Yo tengo la costumbre de llegar con tiempo, tomarme un café cerca del sitio, y leerme el texto ahí. Sabía que en veinte minutos no me lo iba a aprender, pero entendí que lo importante era captar el contexto, el tono, la intención del personaje. Hice la prueba, salí con buena sensación y eso me valió un callback.

—¿Y la segunda prueba? La famosa escena de la risa…

—Esa fue de las más divertidas de mi vida. Teníamos que reírnos mi compañero, el que hace de Ali, y yo, mientras alguien nos contaba una historia. La idea era ir subiendo la risa poco a poco, sin cortarnos. Empezamos con una sonrisilla y acabamos con una carcajada de tripa, de esas que ya no puedes más, mirando de reojo a ver si cortaban. Y nada, seguían, seguían… Cuando por fin dijeron “corte”, yo estaba sin aire (ríe). Me lo pasé genial en ese casting.

—La tercera ya fue con Amenábar delante. ¿Cómo lo viviste?

"Salí de ahí pensando: O me he cargado el casting o le ha gustado mucho"

—Con nervios, claro. Ya sabías que aquello iba en serio. Ensayamos varias escenas, algunas que luego ni siquiera salieron en la película: cosas en el mercado, búsquedas, diálogos que se quedaron fuera del montaje final. Hubo un momento en el que pensé: “Vale, esta es la mía, tengo que hacer algo distinto”. Era una escena en la que Muley debía amenazar a Cervantes, pero sin llegar a hacerle daño. Yo estaba frente a Amenábar, nos sentamos muy cerca y, en un momento dado, me acerqué, le agarré del brazo y le susurré algo tipo: “Yo a ti no te voy a hacer nada”. Noté cómo respiraba, cómo ese gesto le sorprendió. Salí de ahí pensando: “O me he cargado el casting o le ha gustado mucho” (ríe).

—Pues le gustó mucho (risas). ¿Te dijo luego algo sobre el personaje?

—Sí. Me explicó que para él Muley era muy importante, que no quería un guardia lineal. Me dijo algo así como: “Un guardia normal sé que me lo vas a hacer bien, pero yo necesito ver todo lo contrario, ver el arco del cambio, ver la pena en alguien que físicamente impone”. Ahí entendí que él no estaba buscando solo a un tío duro, sino a alguien capaz de pasar de la brutalidad al respeto, sin perder credibilidad. Y creo que eso fue lo que le hizo decidirse por mí.

—Has compartido reparto con actores muy veteranos. ¿Cómo ha sido trabajar con ellos?

—Ha sido una escuela gigante. De Miguel Rellán, por ejemplo, siempre digo que ha sido como un padre en el set. Descubrimos que los dos teníamos vínculo con Tetuán y eso nos unió mucho. Es de esos actores que quitan hierro a todo, que te dicen “disfruta, no pasa nada, vamos a jugar”. Esa actitud te relaja muchísimo cuando estás nervioso.

—¿Y con Luis Callejo?

—Luis es de esos que, en tres frases, te sueltan dos lecciones de interpretación sin querer. A lo mejor estás charlando y te comenta algo muy sencillo sobre una escena y a ti te cambia la forma de plantearla. Siento que he aprendido muchísimo de los dos, y cuando me comparo con ellos, me veo todavía como un niño que está empezando.

—¿Guardas alguna frase que te marcara especialmente?

"Muy bien hecho, Mohamed, muy bien. Y yo sentí que lo decía de corazón, no por compromiso. Eso, para mí, ya compensa muchos años de curro, de dudas, de castings"

—Sí. Recuerdo una escena en la que mi personaje registra al de Miguel Rellán, antes de que se vaya al mercado. Después de rodarla, él se acerca y me dice, con esa voz suya tan característica: “Muy bien hecho, Mohamed, muy bien”. Y yo sentí que lo decía de corazón, no por compromiso. Eso, para mí, ya compensa muchos años de curro, de dudas, de castings.

—Antes de ser actor eras peleador. ¿Qué relación tienes con ese pasado?

—Muy fuerte. Yo vengo del mundo de las artes marciales mixtas y del jiu-jitsu brasileño. Daba clases, competía, estaba siempre entre tatamis y gimnasios. La disciplina, la constancia, el respeto, todo eso viene de ahí. La interpretación llegó después, y en gran parte por culpa de mi hermana.

—¿Qué hizo tu hermana exactamente?

—Ella estaba enganchadísima a la serie El príncipe. Un día me dijo: “Tú tienes que estar ahí, tú eres de esa serie”. Yo siempre he amado el cine, pero veía la profesión como algo de otra clase social, algo de “hijos de gente con dinero”. Mi hermana insistió en que me apuntara a una agencia. Fui, me preguntaron si era actor y yo les dije que no, pero que podía hacer lo que hacían los demás. Se rieron, claro, pero al final me dieron una oportunidad.

—Y tu primer casting fue precisamente para El príncipe. ¿Cómo lo recuerdas?

"Ahí me di cuenta de que no tenía ni idea de actuar, que solo pensaba que sabía"

—Muy bien y muy mal a la vez (ríe). Era con Rosa Estévez, que es una directora de casting a la que le tengo mucho cariño. Tenía que hacer de camarero: una barra, unas tazas de café vacías, una jarrita que simulaba la leche… Me explicaron la situación y empezamos. Yo estaba de los nervios. En un momento dado, al servir el café, en lugar de colocar bien la taza en el centro del platillo, la puse en el borde y se me cayó. Y en vez de seguir como si fuera parte de la escena, me giré y le dije “perdona, perdona” a ella, a Rosa, no al personaje. Ella paró y me dijo: “¿Por qué has parado?”. Ahí me di cuenta de que no tenía ni idea de actuar, que solo pensaba que sabía. Pero esa reacción natural le hizo gracia. Tiempo después me ofrecieron un pequeño papel de terrorista en la segunda temporada. Y así empezó todo.

—Poco después estabas compartiendo caravana con Coronado, Álex González, Rubén Cortada…

—Eso fue surrealista. De estar en el parque con los colegas pasé a estar en una caravana con José Coronado, Álex González y Rubén Cortada, pasando texto como si nada. Recuerdo muy bien cómo Coronado me ayudaba a entrar en escena. Yo tenía que hacer de terrorista agresivo, bajando unas escaleras con una chica agarrada y un cuchillo. Antes de la acción él me metía caña, me decía barbaridades para que me encendiera, y luego, cuando cortaban, me animaba muchísimo. De todos guardo un recuerdo muy bueno, pero de Coronado especialmente por cómo cuidó al “nuevo”.

—A día de hoy, ¿te cuesta decir “soy actor”?

—Un poco, sí. Me gustaría poder decir “soy actor” y que eso implique que vivo solo de esto. Creo que ya puedo considerarme actor, porque llevo años trabajando, formándome, currándomelo. Pero también siento que tengo muchísimo recorrido por delante, que me quedan un montón de personajes por los que sufrir, frustrarme y aprender.

—¿Qué tipo de personaje te gustaría que llegara ahora?

"Me gustaría hacer un drama muy jodido, de esos que te exigen irte a la profundidad, a la miseria del personaje"

—Uno que me destroce un poco por dentro, en el mejor sentido (ríe). Un drama muy jodido, de esos que te exigen irte a la profundidad, a la miseria del personaje. No me gusta comparar, porque cada personaje es único, pero Muley está muy arriba en cuanto a complejidad. Me gustaría que viniera algo igual de desafiante o más.

—¿Cuáles son tus grandes referentes como actor?

—A nivel internacional, Daniel Day-Lewis y Al Pacino. De Pacino, su Tony Montana en Scarface me parece una locura de personaje. Es una peli que se ha puesto muy de moda, pero más allá de eso, lo que hace él ahí es brutal. En España hay muchos actores a un nivel increíble. Si tengo que nombrar a uno, te digo Patrick Criado. Me gusta mucho lo que hace, cómo construye, cómo da verdad a sus personajes. No es el típico “gran nombre” que se cita siempre, pero a mí me fascina verlo trabajar.

—¿Y de directores con los que sueñas trabajar?

—Rodrigo Sorogoyen, sin duda. Me encanta su cine. Siento que todos sus personajes están llenos de vida, no son estereotipos, son personas. Y eso para un actor es un regalo. También te diría Álex de la Iglesia, que tiene un universo muy potente, muy propio. Pero Sorogoyen para mí es muy especial.

—¿Alguna actriz con la que tengas un vínculo especial o con la que te gustaría repetir?

—Blanca Portillo, sin dudarlo. Coincidí con ella en Promesas de arena y fue increíble. Es humilde, cariñosa, cercana, te trata de tú a tú. En un mundillo donde a veces hay gente que te mira por encima del hombro, encontrar a alguien así es oro. Y luego Najwa Nimri. Trabajé con ella en una precuela de Vis a vis, donde yo era el culpable de que su personaje perdiera a su hijo recién nacido. Ella es una fiera. Siento que a cada personaje le da algo suyo, muy auténtico. Es de esas actrices que coge lo que le des y lo convierte en dinamita.

—Has hablado varias veces de lo que supone ser actor de origen marroquí en España. ¿Cómo lo ves tú desde dentro?

"Lo que me frustra es que, cuando por fin hay un personaje de origen marroquí importante, muchas veces se lo dan a un actor español al que le enseñan cuatro frases en árabe mal dichas"

—Es difícil, la verdad. Los personajes que se nos ofrecen suelen ser los negativos de la historia: narcotraficantes, camellos, tipos violentos… y casi siempre con poca importancia real en la trama. Yo no reniego de eso, al contrario, hacer de malo me divierte muchísimo y me encantaría hacer un narcotraficante complejo, loco, agresivo, pero con peso, con arco. Lo que me frustra es que, cuando por fin hay un personaje de origen marroquí importante, muchas veces se lo dan a un actor español al que le enseñan cuatro frases en árabe mal dichas. Y mientras tanto, aquí hay actores marroquíes o españoles de origen marroquí muy buenos, preparados, viviendo en este país desde hace años.

—Tú llevas mucho tiempo en España.

—Sí, llevo 27 años aquí. Estoy nacionalizado y muchas veces digo que soy más español que marroquí. Ya no somos “marroquíes que viven en España”, somos españoles de origen marroquí. Y eso debería verse más en la ficción. Gente de mi edad llamada Youssef es policía nacional, maestro, bombero… y casi nunca ves esos perfiles en las series o las pelis. Ahí hay un hueco enorme.

—Con tu aspecto tan mediterráneo, ¿te planteas mercados como el turco o el italiano, por ejemplo?

—Me lo han dicho muchas veces. Con esta cara podría pasar por turco, siciliano, sevillano… (ríe). Y sí, el mercado turco, el italiano, incluso otros, son opciones reales. El gran freno es el inglés. Es la bronca constante con mi representante. Yo lo intento, pero entre tres hijos, uno recién nacido, las facturas, la búsqueda de curro… Mi cabeza está en mil cosas, y el inglés siempre se queda en la lista de “pendientes importantes”. Pero sé que es una puerta que tengo que abrir a patadas en algún momento.

—Desde fuera, después de una película como El cautivo, parece que se te debería haber llenado la agenda. ¿Ha sido así?

—Ojalá pudiera decir que sí. Pero no, no han empezado a llover ofertas. La realidad es que la profesión es muy dura. He escuchado a compañeros que han ganado un Goya y luego han pasado ocho meses sin trabajar, repartiendo currículums por bares y restaurantes. Alguno me contaba que entraba en un sitio, le reconocían, y le daba tanta vergüenza pedir trabajo de camarero que pedía un vaso de agua y se iba. Eso te define bastante cómo está el patio.

—¿Y tú cómo estás gestionando esta etapa?

"Mi prioridad es ser actor, trabajar de esto. Luego ya veremos cómo se organiza lo demás"

—Buscando curro fuera de la interpretación para poder vivir. Ahora mismo me he sacado el título de vigilante de seguridad, por ejemplo. Y tengo clarísimo que, si me llaman para un solo día de rodaje, dejo cualquier otro trabajo, por pequeño que sea el papel. Me da igual el dinero. Mi prioridad es ser actor, trabajar de esto. Luego ya veremos cómo se organiza lo demás.

—¿Cómo definirías tu gran objetivo ahora mismo?

—No me gusta llamarlo sueño, me gusta llamarlo meta. Mi meta es poder trabajar en España de forma constante, ser un actor reconocido que encadena protagonistas, antagonistas, buenos secundarios… formar parte de ese 1 % de actores que de verdad trabaja. Porque hay un 99 % que trabaja muy poco, y yo quiero estar en ese 1 %. No pretendo cambiar el sistema, solo quiero encontrar mi sitio dentro de él.

—Eres una persona creyente. ¿La fe te ayuda a llevar la incertidumbre?

—Mucho. Soy musulmán y siempre digo que yo hago mi presente y mi futuro lo decide Dios. Lo que esté para mí, nadie me lo puede quitar. Eso me da paz, pero no significa que no me frustre. Hay días en los que estás recibiendo un montón de halagos por tu trabajo, la gente te felicita, te dice cosas preciosas sobre tu personaje… y tú estás pensando: “El mes que viene no sé cómo voy a pagar la hipoteca”. Los halagos no dan de comer. Ahí es donde la fe y la familia se vuelven fundamentales. 

—Para terminar, ¿a quién sientes que le debes más en este camino?

—A mi familia, sin dudarlo. A mi mujer, a mis padres, a mi hermana. Ellos son el pilar de todo esto. Me aguantan en los momentos de bajón, cuando me frustro, cuando quiero tirar la toalla, cuando tengo días buenos y días malísimos. Me animan, me sostienen y, sobre todo, creen en mí incluso cuando yo no creo tanto. Sin ellos, yo no podría dedicarme a la interpretación ni pelear por mi sitio en esta profesión.

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