Octubre, mes cobrizo, es estación de paso. Aunque sus crepúsculos queden suspendidos en rayos oblicuos que alcanzan y no hieren, o lo hagan con dulzura, y al caminar crujan las hojas secas con staccato de címbalo, en algún lugar, como cantara Baudelaire, están alzando ya el cadalso con martilleo incansable y monótono. Octubre es el mes de la memoria. De las despedidas y los agradecimientos. De las orfandades y los exilios. De las brasas lejanas, las humaredas y los sacrificios. El verso elegíaco es el verso de octubre.
José Belmonte se demora en entregarnos el motivo de la anécdota que desarrolla en cada uno de los textos. Crecen como el rumor del mar en el interior de una caracola, trazando en la espiral del verso largo, blanco, el dibujo de rostros, situaciones, momentos que configuran desde el ayer nuestro presente.
Tal vez los años ya no tengan octubre es un libro de reconocimientos. No únicamente por los personajes históricos mencionados en muchos de los poemas y a quienes el poeta acompaña lenta, cinematográficamente, sino por intertextualidad que le permite —profesor de literatura en la Universidad de Murcia— crear el clima propicio para mostrar el rostro, las intenciones y el balance de sus vidas que los mismos efectúan fuera de foco.
Hay algo en él del tono clásico que impregnan las aproximaciones biográficas de un Plutarco, un Suetonio o un Diógenes Laercio. Con amplitud, sin complacencia. Con empatía, como quien alza, con pudor, la sábana sobre el rostro del cadáver.
En “El cielo anuncia lluvia”, de la mano del fantasma suburbial de Gil de Biedma, Belmonte cartografía su ciudad desde lo alto, con tono dolorido, verso serpenteante y enumeración precisa: ¿En qué momento sucumbió esta ciudad, como un antiguo / imperio que se desmorona, carente de historia, / que no posee puerto, ni una poderosa y sólida muralla / que la defienda de sus enemigos […].
Tal vez los años ya no tengan octubre es un libro urbano. Pero del mismo modo que bajo los adoquines podemos hallar un osario o el mar, para el poeta el presente es mónada preñada de instantes que la potencian u obstaculizan. Así, la fantasía, esa facultad primordial para Coleridge y Shelley, le permite transportarse a ese París viscoso y afilado para esbozar el retrato al natural de María Antonieta, tomar con infinito cuidado su diminuto corazón y saldar cuentas: María Antonieta mantuvo la buena educación y el tipo / hasta el último instante, así que no le importó / perder la cabeza -¿para que servía, si no, ese trasto pesado e inútil? […], o a un atardecer tardomedieval de ese mismo París donde el desgraciado e inmortal poeta François Villon rememora trémulo, cruzando un puente sobre el Sena, episodios de su infancia: Por eso procura no volver ni poner los ojos / en el lugar donde sabe que estuvo su casa, / -y en ella su madre, de manos finas y suaves-, / para que nadie le vea derramar / ni una sola lágrima.
Hay lugar también, en medio del sereno cauce de la elegía, para el estrambote, el sarcasmo y epigrama admonitorio a lo Marcial, como en “El viejo idiota”: Aguardadme, pues, no abuséis de mi reconocida / e infinita paciencia, / ya sabéis de mis muchos achaques, de mi salud maltrecha. / Procurad que me ahorre el insulto / de llamaros majaderos.
Pero también, poeta generoso con sus fuentes, para el reconocimiento de voces actuales que le interrogan y acompañan, como la de José Daniel Espejo y su Los lagos de Norteamérica, al que rinde homenaje en versos transidos de ubi sunt, nostalgia contenida y belleza: Dónde estarán las lilas blancas de aquel jardín / nocturno de las que hablabas en tus tibios versos, / dónde esos días perfectos, tutelados por la mirada / cómplice de un dios, / dónde esas mañanas a las que llamabas únicas porque oías / crecer la hierba, dónde.
Y no podía faltar un último paseo moroso por aquel Madrid castizo, popular y hormigueante que auscultó, comprendió y retrató Benito Pérez Galdós en sus novelas: No es aún muy tarde y los crepúsculos / siempre le inspiran. Por el camino, en su deambular errante, / detiene su mirada en las casas, en los patios / y corralas de ambiente humilde y chismoso, / en donde se percibe un profundo olor a agua jabonosa, / a fritanga, a verduras puestas a cocer.
Tal vez los años ya no tengan octubre es un libro hermoso, honesto y actual, si entendemos por actualidad no la rabiosa que nos muerde de un modo tan a menudo interesado, sino la pervivencia de esa música y esa luz que suelen invadir el corazón de la buena gente, en el buen sentido de la palabra, ante la llegada inminente del invierno.
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Autor: José Belmonte. Título: Tal vez los años ya no tengan octubre. Editorial: Universidad de Murcia. Venta: Todos tus libros.


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