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¡Nel tajo!, de Anne F. Garréta

¡Nel tajo!, de Anne F. Garréta

¡Nel Tajo! (Ediciones de Aquí editorial), de Anne F. Garréta, es una maquinaria de demolición del patriarcado y de la familia nuclear, del género, de la heteronormatividad, de la raza, y también de la escuela como dispositivo represor, de la vida rural, que, lejos de ser idílica, es aquí escenario de una brutalidad xenófoba y clasista.

Zenda adelanta un fragmento del libro.

***

1. Abreviar los sufrimientos

El tajo, la masa, el hormigón, no es un curro pa nenazas.

Por eso igual el padre nuestro, cuando tuvimos edad, mi hermanita y yo, decidió entrenarnos en el mortero, en la losa, en el encofrado.

Miemanita, podemos decir casi qu’el hormigón, por esa educación precoz qu’hemos tenío, s’ha criao nel desde chiquita. Cuasi.

Pa que quede claro, el hormigón éste, tocaría explicar una infinidad de cosas. Tocaría ordenarlo bien todo. Y empezar.

Tocaría.

¿Pero por dónde empiezo? ¿Por el final? ¿El principio? ¿El medio?

¿Y dónde está, el medio?

En la mierda, medio no hay. Loque hay es mierda. Es una mierda, el medio… Nel hormigón, es igual.

Así que, mejor empiezo por el principio.

Toca entonces decir, que nuestra primera masa de hormigón, de miemanita y mía, l’hicimos en tiempos muy remotos, tiempos aún primitivos. A mano, la hicimos. Digamos quea punta pala, la hicimos. Eso, antes de que nuestra madre nos regalara, a miemanita, al padre nuestro yamí, una hormigonera. Era por el cumpleaños de él, pero igual aprovechamos.

Una hormigonera con motor eléctrico de 2 CV, roja.

Nos cambió la vida. Tós modelnos. Con el padre nuestro, pasamos a los proyectos a lo grande, a las cantidades industriales. Hormigón, yanos tocó hacerlo cada finde, nel pueblo, y hasta parte de las vacaciones de verano. Cuando subíamos al centro a comprar, el padre nuestro decía, al salir de la carnicería, por ejemplo:

—¿Pillamos, un saco d’hormigón aí al lao?

Miemanita nunca decía que no. Nuestra madre nimú. (A mí, nadie me llamó a capítulo).

Tengo que explicaros también, pa que no malinterpretéis el silencio de nuestra madre, qu’el hormigón, la cal, el cemento, el mortero, bastardo o no, con o sin hormigonera, mancha que da gusto. Nuestra madre, nos quería limpias, hasta el finde. Era una manía della. Entonces tocaban coladas sin parar, y de las pesadas. Tantas coladas y tan graves que no había lavadora qu’aguantase.

Aquello l’analizaba el padre nuestro muy bien. El punto flaco desas máquinas, son las gomas. No están hechas pa tragar tanto cemento y tanta grava. Hormigoneras, no son. Pero bueno. Nel fondo, hormigonera o lavadora, funcionan igual. Pero todos esos conglomerados qu’ingería, l’hacían como una alimentación demasiado sustanciosa que degenera en colesterol en las tuberías o en cálculos en la uretra. La cosa traga, turbina y luego flocula, coagula. El vaciado ya no s’hace, la tripa se obstruye. ¡Y hala! Toma infarto, ictus y cólico frenético.

Por la noche en nuestra habitación, al acostarnos, miemanita, que s’había pasado toda una carga toqueteando la lavadora y auscultándole los ruidos de retortijones, confirmaba el diagnóstico. Es como cuando te duele la panza. Gorgotea, hipa o aún peor, y todo son luego esfuerzos enormes pa vaciarse las tripas por un extremo o por otro.

Yo, me preguntaba si sufriría la lavadora y si no era cruel hacerla turbinar aún más.

Lokera seguro es que, recia o enferma, ya no tiraba pa mantenernos limpias.

La ropa sucia s’acumulaba. Nuestra madre se desvivía por mantenernos limpias. Ella y abuela nos cepillaban de cabo a rabo mañana medio día y noche. Pero el porla, se las arreglaba siempre pa hacer una argamasa con el sudor, la lluvia, las incontinencias de la manguera de riego. Menudas fachas nos gastábamos. Llovíamos desconchados en la sopa. El cepillo de ropa qu’era de cerdas naturales de jabalí fabricación francesa ya no daba pa tanto.

Nuestra abuela se pasó al cepillo de raíces.

Y es que, le volvíamos tipo enlucido rústico tras una sesión de hormigonera, y seguro quese deslomaba de lo lindo pa desenlucirnos con sus pobres medios primitivos.

Hasta el punto que, un mediodía nel que caíamos en grumos sobre el gruyer rallado, nuestra madre echó el cepillo nel plato de pasta del padre nuestro y se echó a llorar nel suyo.

Habría tocado explicarle al padre nuestro el significado de todo aquello. El cómo del cepillo de ropa, y del de raíces; el porqué de su presencia nel plato de pasta, el suyo únicamente, el suyo en concreto. Yono podía, seme hacía un nudo en la garganta sólo de ver a nuestra madre salando su pasta a lágrima viva.

Era la consternación.

Nesos casos, es miemanita la que desbloquea las situaciones. Miemanita, es mujer d’acción. Digamos que la cosa es más fuerte aún. La consternación, se la suda. Los consternados, unos pingos y unos palomos. Le tocan los ovarios. Hijoputea mazo.

De tanto hijoputeo, el consternado, reanímase, motívase.

Al padre nuestro, hasta lo galvaniza.

Dijo qu’era tan chupao como un triple puente en la boca. La abro, la desmonto. Le cepillo el filtro enérgicamente, le deshollino los conductos un buen rato. Le cambio la bomba… tengo una vieja de recambio que está como nueva. Le cojo un trozo de tubo al riego del jardín… es largo y da de sí. Empalmo, aprieto los aros. La visto otra vez y queda niquelada.

Como la pasta estaba fría tras tanta consternación y puteo, y demasiado salada ya antes de que nuestra madre hubiese llorado encima, atacamos la operación sin rodeos.

Ayudábamos al padre nuestro.

Le parecía importante enseñarnos, demostrarnos las cosas. Siempre le gustó pontificar. Sermonear perogrulladas también, a veces, y descaradamente. Ordenar, loque más.

Es un jefe y un pontífice.

Jefe, pontífice, a él le vale, pero peda gogo, jamás. Menuda palabra, fea donde las haya, atufa a tazas.

¿Tazas de qué? le preguntamos. ¿Tazas de té? ¿Tazas de café? ¿Y qué tiene que ver con la instrucción? ¿Cuántas tiés que beber pa poder profesar y sermonear?

Ni idea, yél ni mú.

Nadie se meta donde no le amen.

Los puentes con punción, en tó caso, daban pie a pontificar. El día de mañana, en caso de necesidá, siempre nos podrían servir, esas lecciones de moral y de pontificación. A los reparadores, ni mentarlos, no saben más que deciros que la lavadora, ea, pues está jodía y tiés que comprar otra. ¡Vamos hombre! Se creen que los clientes son nenazas. Muchas veces, de hecho, dan nel clavo.

Oficiábamos a su servicio. Le alcanzábamos las herramientas según las necesidades de la operación. Le aguantábamos la vela pa que viese mejor los órganos desfallecidos sobre los que s’inclinaba. Apartábamos trozos de entrañas que nos iba pasando durante la disección. Almacenábamos en los bolsillos tornillitos, juntas chicas, pernos mini, esas cositas que nun plis se pierden y luego stamos vendíos.

Aprendíamos vocabulario, todas las palabras técnicas del arte: ¡llave del 12, puerca, clavija, junta, rupia, collar, cruciforme, joder y a tomar pol culo!

Al terminar y una vez todo desincrustrado, enquillotrado, enquiciado, arreglado, porculado, atornillado y apretado, decía, Ahora, vamos a probarla, a esta zorra.

Y le metía padentro, nel tambor, tó cuanto pingajo encementado teníamos.

A menudo, abía fugas. El padre nuestro les decía fugas residuales, a veces fugas adventicias. Como tendían a ir en aumento, y que rápidamente, según los cálculos de miemanita, el volumen del desagüe residual s’acercaba al del desagüe legítimo, el lavadero se tornaba ciénaga.

Tó hay que decirlo: era antes de que nos decidiéramos a echar una placa de hormigón digna de un búnker boche. Pues antes, en los tiempos primitivos, antes de estas moderneces así de radicales, el suelo del lavadero qu’había sido, en tiempos toavía más primitivos, y hasta en tiempos de los orígenes, el lavadero qu’había sido pues un gallinero, su suelo, pues, antes de la placa teutónica y la modernidad, era de tierra batida.

D’ahí la ciénaga.

D’ahí el estancamiento y la humedad adventicia qu’oxidaba los flancos de la zorra, sobre todo allí donde el padre nuestro le arreaba martillazos pa volver a vestirla tras sus operaciones a tripas abiertas.

D’ahí las caídas nel fango de la ropa, pa lavar o recién restregada. Qu’alas tripas les caía com’un tiro.

D’ahí los suspiros de nuestra pobre mamita a quien el padre nuestro prohibía hacer la colada sin sus botas. Botas de caucho verdegrís, que l’habíamos regalado especialmente por su santo y por el lavadero.

No era tanto el fango loque temía para ella, el padre nuestro. El detergente, el cemento, y la Lejía al ras por encima, bien que mata las bacterias. Así es que, no era tanto el lodo jabonoso y cáustico loqu’había que temer, sino la falta de aislamiento eléctrico.

La falta de aislamiento eléctrico, se las traía. Además, pensemos quenaquellos tiempos primitivos, la instalación eléctrica, era también primitiva. Pruebas convincentes, haberhabíalas. Es más, seguíamos teniendo casi a diario intimidaciones.

Por ejemplo, antiguamente teníamos una bonita cocina de leña, con patas contorneadas de hierro fundido. Casi estilo Luís XV. Hacía de todo: la comida, el agua caliente, la calefacción. Pero, todo eléctrico, ese era el lema moderno. Entonces la tiramos, la cocina de leña, y el padre nuestro instaló en su lugar una cocina eléctrica. Cuando se enciende el horno, se va la corriente, peta el fusible. Muy fácil, explicó el padre nuestro a abuela, si enciendes el horno, desenchufas la nevera y no petará más.

Los fusibles, esos cartuchitos, a menudo, al final de las vacaciones, yano quedan, de tanto cruzársenos los cables. Y hay que hervir el agua pal café conel soplete de soldar.

Pero lo peor, es la iluminación.

El padre nuestro no es de malgastar. Las refecciones, las hace con cable usado que recicla. El largo de los cordones s’acorta. Las lámparas, en casa, tepillas una descarga cada vez que t’arriesgas a encenderlas. A las lámparas, ya ni tocarlas. Somos como ratas en un experimento de laboratorio. Preferimos permanecer a oscuras y esperar que otro se sacrifique y se resigne a electroputarse por el bien común.

Estos asuntos eléctricos me alejan un poco (pero ni tanto; todo está liao; es una verdadera maraña de la que tengo que desprenderme) de nuestrasunto primitivo, la historia del hormigón.

Así que, resumiendo: la hormigonera sufría, la lavadora sufría, nuestra madre sufría.

Miemanita se lo hizo notar, con mucho tacto y mucha sangre fría, al padre nuestro. Y en cuanto se consternó bien, lo puteó de arriba abajo. Así que sólo le quedaba tomárse el asunto a pecho e, ipso facto, por los cuernos.

Era hora de abreviar los sufrimientos.

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Autora: Anne F. Garréta. Traductores: Sara Martín Menduíña y Hermes Salceda. Título: ¡Nel tajo! Editorial: Ediciones De Aquí. Venta: Todos tus librosAmazon.

BIO

Anne F. Garréta (1962) estudió en la École normale supérieure (rue d’Ulm) y actualmente enseña literatura en la Universidad Rennes 2 Haute Bretagne, trabajo que alterna con periodos de docencia en los Estados Unidos. En 1986, con 23 años, sorprendió a la crítica francesa con la publicación de Sphinx, su primera novela, traducida al español por Clara Janés (Esfinge, Tusquet, 1988). Ha publicado además las novelas Ciels liquides (1990), La Décomposition (1990), Pas un jour (2002; Ni un día, EDA Libros, 2016) y Éros mélancolique (2009, coescrita con J. Roubaud). ¡Nel tajo! es su última obra publicada (Dans L’abeton, Grasset, 2017). Desde el año 2000 es miembro del grupo literario OULIPO (Taller de Literatura Potencial). Anne F. Garréta cuenta, tanto en Francia como en América y España, con fervientes lectores localizados entre el público queer y homosexual. Desde su práctica de un feminismo crítico denuncia tanto las caricaturas de feminidad o masculinidad totalizadoras como las religiones queer/gay&lesbian y los dogmas de los women studies o de los gender studies, nuevamente peligrosos cuando pierden su virulencia crítica.

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