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¿Tiene porvenir el futuro?

El futuro, otrora henchido de esperanzas y ahora transido de desesperación, ha dejado de ser un singular colectivo, y conviene plantear una pluralidad de alternativas, de futuribles, lo cual ha propulsado una doble corriente: por un lado, su historización y, por otro, una creciente autorreflexividad de la investigación futurológica. Este libro se erige en anfitrión de un elenco internacional de estudiosos de un tema candente en esta época tan atribulada: ¿cómo hablar ahora del futuro?

Zenda reproduce un fragmento de ¿Tiene porvenir el futuro?, un libro editado por Faustino Oncina Coves.

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El futuro ha muerto. ¡Viva el futuro!

Los cantos de sirena sobre el futuro se han convertido en un canto del cisne. No era menester que se desatara este virus transfronterizo para que con un cierto retintín nietzscheano escucháramos como una salmodia que el futuro ha muerto (Cruz, 1998; Innerarity, 2009) o, al menos, con la jerga sanitaria en boga, que ha entrado en cuarentena. Pero ni los discursos fúnebres son nuevos —recordemos la lacerante declaración de Günther Anders, a rebufo del impacto de las bombas atómicas y de la amenaza nuclear: «La ausencia de futuro ha comenzado ya» (Anders, 2003: 219)—, ni los augurios de su inminente resurrección han periclitado (Santos, 2021). François Hartog diagnosticaba en su ya clásico Regímenes de historicidad una suerte de crisis de identidad de los órdenes temporales pasado, presente y futuro. Desde el cambio de milenio está de moda esa narrativa con múltiples formatos: motivos catastróficos, escenarios desastrosos, sociedad del riesgo mundial, factores de incertidumbre… (Krämer, 2019).

Una brújula que nos guiará a todos los colaboradores de esta publicación será la de Reinhart Koselleck, quien hizo un recorrido por las diversas representaciones del futuro (utopía, profecía, pronóstico…) y excavó en sus estratos antropológicos, históricos y teóricos. A él le dedicaremos un excurso. Lucian Hölscher, siguiendo su estela, ha profundizado en todas esas dimensiones e incontestablemente es hoy en día el mejor zahorí de los tiempos históricos. Por eso es un lujo contar con una aportación original suya, elaborada casi a la vez que su hasta ahora último libro, con el sugerente título de Jardines temporales (Hölscher, 2020).

Un concepto siamés de nuestro protagonista es, como hemos indicado, el de utopía. Solo se conoce en puridad lo real si se divisa también lo posible, esto es, lo futurible. Aunque Koselleck hace gala de una aversión irrefragable contra los reformadores iluminados del mundo por sus tentaciones totalitarias, ello no implica que haya preterido la cuestión de la generación de un saber del futuro. Este tiempo es algo incierto y por tanto se trata de saber sobre lo que no se sabe. Por eso quizá prefirió hablar del «arte de la prognosis» y no de una futurología, una disciplina que proliferó a partir de la década de 1960, frecuentada desde varios enfoques. Tanto Koselleck como Hölscher remarcan las diferencias en los planos ontológico (su realidad), epistemológico (su grado de certeza) y ético (su factibilidad) entre el estatuto del pasado y del futuro. Carecemos de poder sobre los hechos pretéritos (obviamente no sobre su exégesis), pero lo tenemos, siquiera en parte, sobre los venideros. Para el humano como sujeto agente, el porvenir es el reino de la libertad; como cognoscente es el de la inseguridad. Frente a su desventaja epistémica se destaca la ventaja de su maleabilidad o disponibilidad, aun limitada. Mientras que el agente esboza un plan entre un abanico de posibilidades de intervención, el observador formula una predicción o previsión (según la doble acepción, lingüística y sensible, discursiva y visual, de sus variantes latinas) de eventos, en los que no tiene influencia y, por consiguiente, constituye una gama de meras ofertas especulativas. A menudo se produce una situación híbrida y los espectadores son a la vez actores y sus pronósticos, performativos, pues ocasionalmente inciden en la marcha de los acontecimientos (Hölscher, 1990: 14-15). Luego el saber del futuro busca fiabilidad para lo incógnito y con tal fin diseña estrategias para neutralizar e incluso domeñar su incertidumbre indómita e inextinguible. Sobre ese terreno pantanoso y aporético se mueve el porvenir ignoto y su resbaladizo conocimiento. La necesidad de escrutarlo es una pulsión por columbrar lo que va a ocurrir a corto, medio y largo plazo. Subvenir a esa necesidad ha sido un fenómeno recurrente, desde los oráculos griegos, la astrología y sus horóscopos, las prácticas romanas de magia adivinatoria (quiromancia, cartomancia, observación del vuelo de las aves, sacrificios de animales e interpretación de sus entrañas…) o el acceso a los libros sibilinos hasta las estadísticas, la teoría de los juegos, la cibernética y la ciencia ficción (Ogiermann, 2019).

Ya Agustín de Hipona reparó en la precariedad existencial del futuro, es decir, en su contingencia. Del hecho de que podría acontecer de modo distinto al supuesto previamente cabe colegir consecuencias epistemológicas y ontológicas, puesto que su conocimiento no aspiraría al grado de certeza propio de los otros tiempos históricos y su dominio sería el de lo posible. Hölscher destaca el potencial heurístico de las formas temporales de segundo orden, por ejemplo, la del futuro pasado o la del pasado futuro. En el primer caso se trata de chequear las representaciones del futuro esbozadas en el pasado, lo que permite ampliar y enriquecer la variedad de los cursos históricos, al contemplar asimismo las opciones no materializadas. Aquí también podría encuadrarse el recuento que hace Javier Fernández Sebastián en su capítulo de los variopintos futuros imaginados por los españoles del siglo pasado, en el que privilegia la cultura literaria y visual. En el segundo se anticipa el resultado de procesos actualmente en marcha, cuyo desenlace real solo podrá identificarse una vez clarificadas las consecuencias derivadas de tal situación y por tanto se pondera la influencia en el presente (en acciones y decisiones) de las retrospectivas fingidas en el futuro (sus probables consecuencias). Ambas figuras temporales recalcan su valor cognoscitivo: por un lado, en virtud de la contingencia de la historia y de que todo podría haber transcurrido de otra manera, no hemos de excluir que expectativas pasadas, en nuevos escenarios, logren ser reactivadas; por otro, los historiadores pueden esclarecer el modo de proceder de los actores contemporáneos de un momento determinado a partir de la prolepsis que hicieron de sí mismos.

Pero volvamos a una de sus constelaciones eminentes. Hoy ha cundido la resignación por la falta de margen de maniobra para poder virar el rumbo del modelo capitalista y tendemos a darnos por satisfechos con conservar a duras penas un Estado de bienestar menguante (Rosa, 2016; Cruz, 2017; Beckert, 2018). Frente a este fatalismo de nuevo cuño las utopías han encallado, se hallan por detrás —como retrotopías (Bauman, 2017)— y ya no nos aguardan por delante. Un destino paralelo ha seguido nuestro tiempo histórico, deslucido como retro o paleofuturismo. La sobredosis de futuro que desde el siglo XVIII fue imparable hasta su consunción en las décadas de 1970 y 1980 ha sembrado dudas acerca de su porvenir. Solo cabría futuro pasado, o mejor en plural. Su archivo es una tarea primordial para diluir la apariencia de un curso inexorable de las cosas y para enseñarnos que han quedado en el camino un florilegio de vías aún por explorar. Semejante historiografía virtual ensancha la historia fáctica con una panoplia de posibilidades todavía no consumadas y enriquece la imagen del pasado con un abanico de perspectivas que incorpora también a su porvenir (Hölscher, 2017: 14-15; Bares y Oncina, 2020).

En Koselleck (y no digamos en los ritterianos), el utopismo entraña la abolición de la inconmensurabilidad entre deseo y realización, intención y realidad, y su tesis doctoral, Crítica y crisis. Sobre la patogénesis del mundo burgués (1959), fraguó un nexo férreo entre terror y filosofía de la historia. La garantía de un porvenir mejor engrasa el activismo con miras a adelantarlo. Si bien uno de los delfines de Joachim Ritter, Hermann Lübbe, habló de una época, la modernidad clásica, definida por la expansión del futuro y la contracción del presente, un apóstata de la historia conceptual, Hans Ulrich Gumbrecht, señala que el hoy, la modernidad tardía, se caracteriza por el encogimiento del futuro y la dilatación del presente (1978: 93-151). En nuestros días ya no afirmamos categóricamente que hemos dejado atrás el pasado, que el presente es un simple estar de paso y que el futuro alberga proteicas promesas. El presente (incluso se ha acuñado el eslogan del presentismo) es un depredador voraz e insaciable (Hartog, 2007: 40) y el futuro un territorio minado y amenazado por peligros visibles e invisibles que en cualquier momento pueden recidivar en clave de catástrofe (Horn, 2014). En suma, el futuro solo parece tener porvenir, si se consigue en el presente minimizar los dislates del pasado. De ser una opción elegible, el respeto a la naturaleza, saqueada en pos de una autodeterminación soberbia y obtusa, se ha convertido en un trascendental de la libertad (Assheuer, 2019). El empuje de movimientos como Fridays for Future, a pesar de estar expuestos a su instrumentalización y al autismo, constituye un síntoma ilusionante. ¿Se reconcilian acaso en la era en que vivimos figuras antiguas de la redención religiosa (apocalípticas, escatológicas, mesiánicas) y de los relatos mitológicos con nuevas, como la búsqueda de seguridad a través de la prevención? Walter Benjamin convirtió en mellizas la noción de progreso y la de catástrofe, que, desgajada de sus orígenes en la poética aristotélica, ha ingresado en la nomenclatura oficial de la filosofía de la historia. Pero de la pesadilla de los cataclismos venideros todavía podemos despertar.

La implosión actual del futuro (que arrastra consigo la de la utopía), tras una larga sobreexplotación, debe contrarrestarse con la galvanización de la fantasía política. Frente a su necrológica, que parece haber rubricado la pandemia, merece despuntar el lema «El futuro comienza ahora» (Santos, 2021). Mas este cronotopo no puede ser el simple sucedáneo del anterior ni orillar su frenético y errático currículum. El enigma de los próximos escenarios contiene una certeza, la de la gravedad del cambio climático, ante la que no podemos cerrar los ojos. La libertad que niega sus presupuestos naturales no es más libre. El trumpismo y sus alias, obsesionados con la libertad de arramblar con todo lo disponible, destruyen incluso el requisito de su realización. El cuidado del medio ambiente ha cesado de ser una estrategia susceptible de elección, un mero futurible. Dar un vuelco a la situación suena a utopía, pero dejarla como está, a distopía. La ciencia ficción, como sostiene el capítulo de Ana García Varas, además de funcionar a veces como una vía lúdica de evasión o como un mecanismo de sublimación, se suele hacer eco de las tensiones y contradicciones de las sociedades en que se gestan y, por tanto, ofrece un inestimable diagnóstico. Este género ha ejercido una función pedagógica, aunque no necesariamente imbuida de un ímpetu crítico, movilizador y transformador, y sus creaciones y mundos paralelos han ayudado a desentrañar las convulsiones del presente, a la vez que se nutrían de ellas (Jameson, 2009).

La pérdida del brillo del futuro comenzó en los años ochenta del siglo XX. Todavía en los sesenta del mismo siglo había un ingente bazar, pero apenas un par de décadas después, según la impresión actual, se desvaneció. El futuro no sale indemne del vaivén histórico. A las causas de entonces del agotamiento de ese precioso recurso y de la caída estrepitosa de su valor (la polución, la crisis climática, la superpoblación, el progresivo envejecimiento, la violencia…) hay que añadir ahora una pandemia que anuncia urbi et orbi nuestra vulnerabilidad. El porvenir ha dejado de ser El Dorado de nuestros anhelos y ha mutado en objeto de inquietud y temor. ¿Acaso se ha dado la puntilla al orden temporal de la modernidad, que trazaba un avance irreversible de lo antiguo a lo nuevo, de lo conocido a lo ignoto, de lo sido al devenir? Frente a un presente cada vez más obeso, el futuro, anoréxico, ha sido desfuturizado (Luhmann, 1976: 130-152). La política, como vademécum del futuro, se ha quedado en blanco y su añorado rol protagonista lo ha asumido un opaco oligopolio de compañías electrónicas (Google, Amazon, Facebook…), con sus tramas algorítmicas, que nos exigen una desnudez y transparencia rayanas en el exhibicionismo, pero al que a menudo nos avenimos de buen grado.

Koselleck abonó una meditación sobre los tiempos históricos que ha sido cultivada, con desigual temple, por dos autores caros a él: Gumbrecht y Hölscher, aunque sus ramificaciones no se agotan en ellos. El primero ha espigado cronotopos obsoletos y emergentes, y apostado resueltamente por la supremacía posmoderna de un presente lento y ancho. El segundo realzó tres etapas de apogeo del futuro desde su eclosión: la de su alumbramiento (1770-1830), la de su resurgimiento (1830-1890) y la de su culminación (1890-1950). En la década de 1960 reverdece el interés, pero luego, tras sufrir un vahído y andar de capa caída, vaticinó un nuevo boom futurista alrededor de 2010 —los ciclos de auge se han sucedido cada sesenta años—, que, según confiesa honestamente el propio Hölscher, no se ha producido. No es la única rectificación de las tesis de su celebrado libro de 1999 El descubrimiento del futuro, traducido al español en 2014, revisado y reeditado en alemán en 2016. Entre otras enmiendas cabe mencionar también que las expectativas optimistas depositadas en el porvenir han sido desplazadas por la conjuración de los peligros que nos acechan (se ha inventado el neologismo «colapsología»). Asimismo el futuro, otrora henchido de esperanzas y ahora transido de desesperación, ha dejado de ser un singular colectivo y conviene hablar de una pluralidad de futuros, lo cual ha propulsado una doble corriente, a la que ya nos hemos referido: por un lado, su historización y, por otro, una creciente autorreflexividad de la investigación futurológica (Hölscher, 2016: 324-326). El Centro Leibniz de Investigación Literaria y Cultural de Berlín, representado en nuestro volumen por Falko Schmieder, fue una institución puntera en su atención a estos temas, pues en 2010 desbrozó un área de trabajo sobre «seguridad y futuro» al trasluz de las ciencias de la cultura, examinando no solo las diversas técnicas prospectivas, sino también los medios de prevención y precaución de riesgos. Estamos ante un campo interdisciplinar por excelencia, con apremiantes y fecundas sinergias metodológicas y científicas.

Desde la década de 1970 la ecología política constituye un paradigma de autopercepción crítica de la sociedad actual. Un hito fue el informe del Club de Roma sobre Los límites del crecimiento. En ese contexto de una civilización altamente tecnológica, Hans Jonas fraguó el marbete de «ética del futuro», que luego ha desarrollado, con un sesgo más progresista frente al antiutopismo visceral de Jonas —como acredita su capítulo en este libro—, Johannes Rohbeck, con su énfasis en nuestra responsabilidad colectiva con las próximas generaciones (Rohbeck, 2013). El discurso del crecimiento expansivo le cedió el relevo al del equilibrio mundial. Una década después ganará pujanza en el debate internacional el concepto fetiche de «sostenibilidad». Schmieder, en su contribución, no rehúye las puyas contra tal paradigma, especialmente la de la «deformación futurológica» con un cierto tufo clasista y neocolonial. Una senda diferente la ha transitado, y continúa porfiando en ella a través de la iniciativa Futurodos. Fundación Capacidad de Futuro (Futurzwei. Stiftung Zukunftsfähigkeit), Harald Welzer, que, con un trasfondo politizado y político, vindicador del hálito utópico, se afana por fomentar estilos de vida y de economía que se conjuguen con la sostenibilidad y la justicia intergeneracional (Sommer y Welzer, 2014; Radkau, 2017).

La divisa «Historia magistra vitae» languideció cuando las Luces impusieron la convicción de que el mañana sería siempre distinto del ayer y del hoy, y hasta mejor. El recurso «futuro», sobreexplotado durante dos siglos como venero de nuestras ilusiones, se ha ido ajando como heraldo visionario y emancipador. Apenas sabe proyectarse hacia delante como una causa colectiva y movilizadora, se ha retirado a sus cuarteles de invierno y sentimos nostalgia de la euforia que suscitó (Boym, 2015). ¿Cómo hablar ahora del futuro? Durante largos períodos el retorno, la repetición, la rutina… marcaron el ritmo monótono de nuestras existencias. Con la modernidad la vida de cada cual dejó de amoldarse a este compás cíclico y su sentido comenzó a dirimirse en la conquista ipso facto de nuestros anhelos. El yugo de la prisa ha trastornado severamente nuestros más caros emblemas: autonomía, identidad, solidaridad… A fin de recuperar el sentimiento de la duración y del sosiego, marchito por el aura de lo fugaz, algunos han reivindicado la vita contemplativa como su hábitat idóneo. Pero tal vez debamos plantearnos en qué medida el patrón velociferino de nuestra contemporaneidad, más allá de recesos forzosos y funcionales como el pandémico, era y es el único que podía adoptar la vita activa. Goethe retrató nuestra circunstancia con tino: «No tengo más remedio que considerar que la mayor desgracia de nuestra época, de este tiempo que no permite que nada madure, es que devoramos cada instante al cabo de un instante, que arruinamos la jornada antes de que acabe, y que así vivimos siempre al día, sin crear nada».

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Autor: Varios. Título: ¿Tiene porvenir el futuro? Edición: Faustino Oncina Coves. Editorial: Plaza y Valdés. Venta: Todostuslibros 

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Ricarrob
Ricarrob
1 año hace

Interesante ensayo que habrá que leer para ver todas estas interpretaciones o posibles futuros y la filosofía de su presunta determinación o indeterminación.

Con lo que no estoy de acuerdo es con que se carezca de poder sobre los hechos pasados. No son solo exégesis. Se está cambiando la historia o se omite lo que no interesa. La exégesis viene implícita y fácil después de la labor deconstructora (vease las historias deconstruidas de las comunidades autónomas).

Por otro lado, hay un sector social que nos quiere dar ya hecho el futuro, sin discusión. Gentes como Yuval Noah Harari o Chema Alonso nos han construido un futuro transhumanista en el que las máquinas lo dominan todo y han sustituido al hombre. Quizás sea todo lo contrario y lo que hagamos sea volver a las cavernas… si sobrevivimos.

Curiosa época en la que los hechos del pasado se cambian o suprimen y el futuro no tiene alternativas, está ya prefijado: determinismo posmoderno.