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Ni servidumbres ni autorías

Un poema envuelto en música

No caí en la cuenta cuando la directora del Conservatorio de Mieres me preguntó si estaba dispuesto a cantar a la guitarra «Palabras para Julia» en una actividad que estaban programando con Maxi Rodríguez dentro del ciclo que han organizado este curso, que yo mismo inauguré el pasado mes de octubre, y que consiste en que un autor se siente en una especie de diván decimonónico y, en el transcurso de una conversación pública, vaya desgranando algunas de las canciones de su vida. Fue al cabo de varias semanas, cuando trataba de memorizar un par de estrofas que se me resistían, cuando me acordé de aquella mañana de marzo de 1999 en la que tuve noticia de la muerte de José Agustín Goytisolo. Estaba haciendo cola ante las taquillas del teatro Jovellanos porque quería sacar entradas para un concierto, y el hombre que tenía justo delante tenía entre las manos un periódico abierto cuyos titulares informaban de aquel extraño fallecimiento que unos juzgaron accidental y otros voluntario. Recuerdo que hacía frío y andaba el cielo encapotado, y que tras adquirir las localidades me fui a un quiosco para comprar un diario y enterarme bien de lo ocurrido. No había leído demasiado a Goytisolo por entonces, pero cuatro años antes había disfrutado mucho dos de sus poemas, que llegaron a mis oídos filtrados por la voz ronca de Paco Ibáñez. Fue en un concierto que dio en Mieres, en el antiguo auditorio que se abría justo a espaldas de la Escuela de Capataces —donde aún se ubicaban por aquel entonces las instalaciones del Conservatorio, del que yo aún era alumno—, en un atardecer próximo a la primavera. Cantó algunas canciones que yo había escuchado en discos que tenían por casa mis padres —el de su famoso recital en el Olympia parisino, otro que recogía una actuación junto a Rafael Alberti—, pero también algunas que no conocía. Una de estas últimas fue «Palabras para Julia», compuesta a partir de los versos que Goytisolo escribió para su hija y que vieron la luz en un libro que llevó ese mismo título y se publicó en 1979, aunque su escritura date de 1965. Es difícil que el poema no conmueva y es imposible que no lo haga la canción, sobre todo si uno llega a sus estrofas en plena adolescencia y se deja mecer al arrullo de las sílabas transportadas por el viento. Dicen que esa apelación pesimista al optimismo —la contradicción no sólo es admisible, sino también pertinente— es uno de los textos que más suicidios ha evitado, acaso porque viene a recordarnos que no todo estará perdido mientras mantengamos una lealtad mínima a quienes somos y acertemos a desdeñar aquello que otros pretenden que seamos, y quizá sea uno de los poemas españoles contemporáneos que más veces se han cantado en un estudio de grabación, casi siempre siguiendo la línea melódica que les impuso Ibáñez. No es fácil convertir un poema en canción y no son muchos los casos en los que la transfiguración resulta tan exitosa como para instalarse en el imaginario de varias generaciones, adaptando ritmos y estilos diferentes y acoplándose a timbres diversos y hasta contrapuestos; tampoco abundan los ejemplos en los que se diluye la autoría de texto y música y las palabras navegan libres, ajenas a los nombres propios de quienes las entrelazaron y las encaramaron después a un pentagrama. No sé si muchos de los que hoy escuchan «Palabras para Julia» saben que su letra parte de un poema de Goytisolo, ni que fue Paco Ibáñez quien le dio la forma que se ha terminado popularizando. El primero ya no puede pronunciarse al respecto y al segundo no creo que le importe demasiado. Por contradictorio que parezca, el mayor éxito de un creador radica en que su obra comience a volar libre, despojada por completo de servidumbres y autorías. Viene a ser aquello que decía Cunqueiro: «¿La inmortalidad? No. Mi inmortalidad, mi felicidad, la cifro en que un día del año 2500 sobre la tierra haya un hombre que lea un anónimo titulado Merlín. Y no asomaré el hocico entre las nubes para protestar que no se diga mi nombre… O que dentro de quinientos años una niña, en una tarde de primavera, cante una canción mía.»

Un rescate necesario

"Son las dos únicas novelas que dio a imprenta José Avello y su muerte prematura impidió que hubiese una tercera, aunque es probable que ésta no hubiera llegado a existir nunca"

Se dice que escribir basta o debe bastar, pero en el fondo todos sabemos que no es así, aunque nos duela. Hay factores externos que condicionan la recepción o la repercusión de una obra y que, en consecuencia, determinan qué autores gozan de visibilidad y cuáles se ven abocados a penar en un limbo del que sólo muy de cuando en cuando emergerá su nombre. El más recurrente es la suerte, a menudo encarnada en voluntades o azares ajenos que llevan a que de repente se hable de un determinado libro, o cobren fuerza ciertos nombres, o algún suplemento cultural tenga la lucidez necesaria para sobreponerse a las reglas de la mercadotecnia. Luego está la propia capacidad de cada autor para convertirse en vocero de sí mismo, al modo de esos comerciantes que van anunciando su mercancía por los mercados de abastos en las mañanas de domingo. José Avello tuvo una suerte relativa —su primera novela se coló entre los finalistas del Nadal y la segunda lo hizo entre los del Alfaguara, y las dos epataron de tal manera a los miembros del jurado que las editoriales responsables de ambos premios terminaron publicándolas, aun sin haberse hecho con el triunfo— y no debió de ser muy amigo del autobombo —al contrario, se lo imagina uno ocupado en preparar e impartir sus clases en la Complutense y en escribir todo lo que pudiese en sus ratos libres, puliendo una y otra vez como a cincel esas páginas que tanto tardaban en llegar a otros ojos—, y ambas circunstancias han hecho que sus obras resulten desconocidas para lo que se da en llamar el gran público y sólo se aprecien por los no demasiados lectores que hemos tenido la suerte de tropezarnos con ellas. Hace unas semanas Alianza recuperó en su colección de bolsillo La subversión de Beti García y en abril hará lo propio con Jugadores de billar, y aunque no es el primer rescate que tiene como objeto a ambas novelas —la editorial Trea las puso de nuevo en circulación hace unos años—, esta segunda vuelta a las librerías se antoja fundamental y necesaria porque, dada la impronta del sello y la serie que las abrigan, supone conferirles la condición de clásicos contemporáneos y, quizá, convertir esa categoría en una coartada desde la que impulsarlas hacia un reconocimiento que merece generalizarse. No ha habido en España muchos escritores como José Avello ni han abundado estas novelas que en principio parten de asuntos anecdóticos y muy locales, pero que terminan trazando amplios retratos del mundo, ni abundan las prosas que parten de los registros coloquiales para elevarse hacia cotas que convierten cada párrafo en una invitación al prodigio. Son las dos únicas novelas que dio a imprenta José Avello y su muerte prematura impidió que hubiese una tercera, aunque es probable que ésta no hubiera llegado a existir nunca. He contado varias veces la respuesta que me dio cuando, la noche en que nos conocimos, le pregunté por qué no había seguido escribiendo tras Jugadores de billar, de cuya publicación estaban a punto de cumplirse tres lustros por entonces: «Si en una partida has conseguido hacer cien carambolas, ¿para qué seguir jugando?»

Convertirse en lo que combates

"Un nuevo país al otro lado de la ventana disecciona el desarraigo que padecen quienes dejan su país desencantados y se convierten en ciudadanos de otro al que nunca acaban de pertenecer del todo"

No había leído nada de Theodor Kallifatides, escritor griego afincado en Suecia al que en estos últimos años está redescubriendo Galaxia Gutenberg, y tuve la suerte de empezar por Un nuevo país al otro lado de la ventana, un estupendo librito autobiográfico que disecciona el desarraigo persistente que padecen quienes dejan su país desencantados y se convierten en ciudadanos de otro al que nunca acaban de pertenecer del todo y donde les sorprende una añoranza rara y distante por aquello que dejaron atrás. «La emigración era el punto de partida, no la meta», dice cuando se refiere a sus primeras incursiones en el idioma que debía hacer suyo, porque el texto es también una reflexión sobre la escritura cuando ésta se desarrolla en una lengua distinta a aquélla que hablamos desde nuestro nacimiento. Más adelante hay una reflexión que se ciñe plenamente al asunto del libro, pero que no deja de ser extrapolable a otros muchos ámbitos, especialmente en estos tiempos que vivimos, tan dados a la visceralidad y la iracundia, en la que tanto nos esmeramos en excavar trincheras en vez de tender puentes: «Lo que no tuve en cuenta fue que la cruzada para dejar de ser extranjero me hizo más extranjero todavía. Ése es el peligro que se corre en todas las cruzadas. Te conviertes en lo que combates.»

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