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Niños con Ángel

Niños con Ángel

No había visto nunca la fotografía. Era una de las que ilustraban el extenso artículo que Sergio C. Fanjul dedicó a Ángel González en El País el día en que se conmemoraba su centenario. Se ve en ella al poeta charlando distendidamente, o al menos eso aparenta, con dos niños que lo observan con una actitud a medio camino entre el interés y la extrañeza, como si tuviesen delante a un personaje cuyas intenciones no terminan de descifrar. La estampa llamó mi atención por varias razones, la primera de las cuales tiene que ver con su factura: es, creo que no cabe duda, una fotografía hermosa. Estaba también lo inusual: no es común que se retrate a los hombres ilustres en compañía de niños —se suelen elegir para ellos compañías más rimbombantes y entornos con cierta enjundia— ni en una composición tan casual, como si en vez de uno de los mejores escritores del siglo XX se tratara de un abuelo que acaba de recoger a sus nietos a la salida del colegio y se ha detenido a charlar con ellos durante un rato, quizá para preguntarles cómo han ido las clases o a qué han jugado en el recreo. La tercera tuvo que ver con el marco de la escena: pensé en un primer momento que podía tratarse del campus de Albuquerque, donde González trabajó como profesor durante unos cuantos años. Me indujo a ello lo grandilocuente de las arquitecturas que se observan o se atisban y una pintada —The Smoking Fundation— que sólo al aproximar la imagen se me reveló escrita en un inglés algo macarrónico. Afinando un poco más vi que los otros grafitis empleaban la lengua española, así que inequívocamente había tenido que tomarse en esta orilla del Atlántico. Descarté la Plaza de España de Oviedo, porque no hay en sus alrededores edificios tan monumentales como los que se intuyen en el fondo de la foto, y pensé al instante en los Nuevos Ministerios de Madrid, de los que al fin y al cabo era vecino el retratado.

"En la imagen Ángel González parece cómodo, y hasta diría que francamente divertido, como si en los niños que atienden a sus palabras reconociera a contertulios mucho más gratos que los académicos"

Como no acababa de estar seguro, trasladé mi duda al propio Sergio, que indagó en los archivos del periódico y me confirmó en un primer momento que la fotografía la había sacado Santos Cirilo en 1997 para ilustrar un reportaje sobre la entrada de Ángel González en la Real Academia. Tardó algo más, muy poco, en averiguar que se tomó en el Monumento a la Constitución, una escultura concebida por el arquitecto Miguel Ruiz-Larrea que se instaló en los últimos días de 1982 en un extremo del Jardín de la Transición Española, que está frente al Museo de Ciencias Naturales o, por ser más precisos, en el punto donde confluye la calle Vitruvio con el Paseo de la Castellana. No habría caído en ello por mí mismo porque la pieza, junto a la que habré pasado tres o cuatro veces en este último año —está, efectivamente, enfrente de los Nuevos Ministerios—, pasa inadvertida para los transeúntes desavisados, debido en parte a esa querencia inveterada de las autoridades madrileñas por rodear de tráfico las obras de arte público, y he de confesar que en ninguna de esas ocasiones llegué a reparar en ella. Se trata de dos cubos, uno interior y otro exterior, unidos por unas inclinaciones escalonadas que invitan a los paseantes a introducirse en la obra. Es ahí, en el interior, donde tiene lugar la conversación entre el poeta y los dos niños que quedó inmortalizada por el objetivo de Cirilo.

"La conversación terminó cuando uno de los organizadores del acto nos localizó y apareció para llevárselo: no sé qué patrocinador tenía interés en conocerlo y era necesario darle gusto"

En la imagen Ángel González parece cómodo, y hasta diría que francamente divertido, como si en los niños que atienden a sus palabras reconociera a contertulios mucho más gratos que los académicos junto a los que comenzaría a sentarse unos días más tarde. La composición acentúa o da a entender esa camaradería: el poeta no ocupa el centro de la foto, como sería preceptivo, sino que él y los zagales se atrincheran en una de sus mitades mientras la otra la ocupa por completo esa pared de cemento recubierta con pintadas, como si voluntariamente hubiera eludido el protagonismo que le correspondía para centrarse en lo que le importaba realmente. No se puede descartar que fuera así. Coincidí con Ángel González en varias ocasiones, pero la que más recuerdo es una —ahora que lo escribo caigo en la cuenta de que fue hace justo veinte años— en la que lo fui a saludar en una fiesta que se celebró tras una ceremonia muy encopetada en la que le habían dado un premio. Era uno de esos ágapes a los que la gente va para que la vean, vestida con sus galas mejores, y en los que se relega la sustancia en beneficio de la apariencia. Me reconoció porque ese mismo verano habíamos pasado juntos unas cuantas horas, sonrió como quien da con una tabla de madera en medio del naufragio y me preguntó si me apetecía apartarme a fumar con él en una esquina. Alejados prudencialmente de chaqués y permanentes, de formalismos y protocolos, me confesó que lo cansaba tanto engolamiento y durante quince o veinte minutos charlamos sobre asuntos tan puramente cotidianos y banales como pueden ser el mero discurrir de los días o los propósitos para el futuro inmediato. La conversación terminó cuando uno de los organizadores del acto nos localizó y apareció para llevárselo: no sé qué patrocinador tenía interés en conocerlo y era necesario darle gusto. Me miró con cara de hastío, me pidió disculpas y se dejó llevar. De ahí que crea que verdaderamente Ángel estaba disfrutando con los niños de la foto. Serán ahora dos adultos y es posible que no recuerden la breve conversación que mantuvieron con aquel hombre del que quizá ni siquiera llegaron a saber que se dedicaba a escribir versos, y tampoco imaginarán que seguramente él tuvo sus palabras infantiles en más estima de la que ellos mismos hubieran podido sospechar.

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Luis Miguel
Luis Miguel
2 meses hace

Magnífica fotografía que por sí sola nos transmite un poderoso mensaje. A la izquierda un cuadrado casi perfecto enmarca a los protagonistas y los separa de la cruda realidad que las pintadas dibujan. Los niños situados en la sombra, en el punto nodal de la espiral áurea, y el poeta en la luz… En el intercambio de miradas, parte esencial de la composición, el poeta es un gigante a pesar del dos contra uno: la altura, la pose, la edad, la actitud, la espalda apoyada en el muro y la diagonal del edificio del fondo que sin llegar a molestar refuerza su mirada. Frente a él los niños atienden, uno de ellos con el mentón apoyado, transmite una actitud reflexiva que refuerza el mensaje. Un simple recorte al formato cuadrado cambiaría la narrativa y el tiempo (qué bueno ese reloj blanco), ya no sería una amenaza.