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No hay cabreo que cien años dure

No hay cabreo que cien años dure

No hay cabreo que cien años dure —luego se verá a quién pertenece la estoica frase de marras y en qué contexto se pronuncia— ni novela de Alicia Giménez Bartlett —las de la serie Petra Delicado y Garzón, y también las que conforman el resto de su brillante producción— que no esté en posesión de una contrastada calidad ni que esté escrita primorosamente.

Se entiende así que, tras más de una docena de títulos dedicados a esta singular pareja, desde hace ya la friolera de casi treinta años —Ritos de muerte apareció en 1996—, la escritora almanseña, lejos de adocenarse y vivir del cuento, repitiendo siempre el mismo esquema con el que tanto éxito ha obtenido, parece como si en cada una de sus entregas pusiera el listón cada vez más alto, ofreciendo al lector un producto que nos sabe a nuevo, un caso cocido a fuego lento, que ha ido, gradualmente, adquiriendo complejidad como un reto, como una apuesta personal al considerarse capaz de sacar adelante tramas nada facilonas, intrincadas, con las que hay que sudar la gota gorda para desenredar.

"Quizá se eche de menos uno de los componentes más destacados de toda la serie: las abundantes reflexiones, las críticas, las opiniones sobre temas diversos"

De hecho, en La mujer fugitiva, a lo largo de estas más de cuatrocientas páginas, la propia narradora, Petra Delicado, expresa, en numerosas ocasiones, su convicción de que sus pesquisas, esta vez, no caminan en línea recta, sino que van dibujando pronunciados meandros “en un río del que ni siquiera estábamos seguros de que iba a dar a la mar”. Así se refleja cuando aún estamos en los primeros compases del relato. Y páginas más adelante, pasada, con creces, la mitad del libro, ante el giro que van tomando los acontecimientos y el lío enorme que se está formando, Petra se toma un respiro para dejar constancia de que no recuerda ningún otro caso “en el que el pálpito de estar cerca de una resolución estuviera tan alejado de una comprensión lógica”. Un caso, por lo tanto, endemoniado, maldito, intenso y obsesivo, por lo que al lector le toca remar por su cuenta durante un buen tramo en este mar proceloso, y estar un poco más atento que en otras ocasiones. Pero el esfuerzo vale la pena.

Podríamos preguntarnos, pues, qué se gana y qué se pierde —el debe y el haber que suele emplear en sus flamantes críticas el maestro Santos Sanz Villanueva— con esta nueva entrega que nos ofrece Alicia Giménez Bartlett. Quizá se eche de menos uno de los componentes más destacados de toda la serie: las abundantes reflexiones, las críticas, las opiniones sobre temas diversos que siempre fluyen junto a la acción propiamente dicha para llegar a la resolución del caso. Ha sido, esta vez, menos prolija y, como no era caso cualquiera, puesto que requería el mono de trabajo, ha pasado por alto esta circunstancia. Pero no del todo. Porque, en cuanto ve la ocasión propicia, sin forzar en absoluto la máquina ni utilizar el pegado postizo, la autora vuelve a esos asuntos de siempre, como el sueldo ridículo de los policías, por lo que no dejan de ser unos pringaos que terminan quemándose las pestañas “currelando como bestias”; o ese tradicional, y parece que inevitable, enfrentamiento entre los diversos cuerpos de seguridad del Estado: esta vez, entre la Policía Nacional, a la que pertenecen Petra y Garzón, y la Benemérita, representada por el díscolo teniente Montilla, que va a lo suyo. Reflexiones, asimismo, de hondo calado, aunque breves e impactantes, sobre el tan traído y llevado —no es la primera vez que nuestra autora aborda tal cuestión en sus novelas— de la rehabilitación de los presos, mostrando su interés por la nueva vida que le espera cuando vuelva a enfrentarse a esa sociedad que no siempre los recibe con los brazos abiertos. Y de no menor mérito es que aquí se hable de la impagable labor de los pacientes camareros españoles, que son, en opinión de la inspectora Delicado, “una auténtica institución”, por lo que habría que condecorarlos, hacerles un monumento y declararlos, finalmente, de interés nacional.

"Y es que, en el fondo, lo que sucede es que tanto Petra como su compinche Garzón también van cumpliendo años. Años y leguas, que diría Gabriel Miró. Y la edad no perdona"

Es un caso de picar piedra, enrevesado, hasta el punto de producir asco en la persona de Garzón, siempre tan comprensivo y obediente, estoico como un discípulo de Séneca —“un budista con una pátina castiza”—, que se termina considerando a sí mismo como un auténtico paleto. Y, por su parte, la vida privada de Petra Delicado toma cuerpo hasta apropiarse de una parte importante del desarrollo de la acción, algo que no había sucedido, con tanta intensidad y tal cúmulo de detalles, hasta hoy mismo. Porque el lío que se monta en el operativo para resolver el dilema policial que se le presenta tiene sus consecuencias en la intimidad de Petra. Su tercer marido, Marcos, expresa aquí sus deseos bucólicos de marcharse a vivir al campo, algo que choca frontalmente con las ideas de Petra. De modo que lo que empieza por ser una perturbación pasajera va tomando cuerpo poco a poco hasta convertirse en una brecha insalvable que tendrá sus consecuencias en la admirable y bien atada conclusión de la novela.

Y es que, en el fondo, lo que sucede es que tanto Petra como su compinche Garzón también van cumpliendo años. Años y leguas, que diría Gabriel Miró. Y la edad no perdona. Aunque Garzón, pese a ser mayor, lo lleva con más dignidad, con sus habituales bromas, “ajeno a las debilidades que nos aquejaban al resto de los humanos”. En tanto que Petra, mucho más metida en honduras filosóficas, descubre que sólo a cierta edad se llega a comprender que la verdad y la realidad no son siempre lo mismo.

"Román se constituye en el centro del relato, pero no lo monopoliza. No es un usurpador de la memoria, sino un médium. A su conjuro afloran otros testigos y otros interesados en la dolorosa historia de Los Yesares"

La acción transcurre poco después de la pandemia, y la gente, lejos de haber aprendido la lección que la vida nos ha dictado, anda cabreada, de mal humor, con lo que se aboga por tener un poco de paciencia, “relativizar, templar gaitas, aguantar”. Porque, después de todo, y así, justo con estas palabras, concluye la elucubración de Petra: no hay cabreo que cien años dure.

La mujer fugitiva es una nueva pieza sobre la que se puede colgar el cartel de magistral, donde se aprecia al vuelo la mano firme y sabia de Giménez Bartlett, con una espléndida labor de montaje, con diálogos chispeantes, de gran precisión, repletos de soltura y enorme gracia, entre la jefa y su acólito, que a mí me recuerdan a esas otras concluyentes pláticas entre los dos policías (Robert Duvall y Sean Penn) de Colors, en la película de Dennis Hopper.

Un libro, además, en donde el lenguaje, depurado, sobrio y austero, no admite florituras ni más recursos de los precisos para el buen funcionamiento del texto. La autora manchega, que sabe como nadie crear expectativas para mantener atento al lector, que no parpadea ni un solo instante, atrapado en esa tela de araña que es la trama, lo ha puesto esta vez difícil, incluso, para sí misma; y, sin embargo, ha logrado salir indemne, con la cabeza bien alta, a pesar de tanta exigencia. Merecen —ella, Petra y Garzón—, a todas luces, unas cervezas bien frías en La Jarra de Oro. Invita la casa.

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Autora: Alicia Giménez Bartlett. Título: La mujer fugitiva. Editorial: Destino. Venta: Todostuslibros.

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