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Un niño llora todas las noches

Un niño llora todas las noches

Uno de los grandes expertos en teoría de la literatura, el desaparecido profesor Baquero Goyanes, aseguraba, en uno de sus más conocidos ensayos, que la eficacia de un cuento no sólo radica en su trama, sino, sobre todo, en la gracia y el buen toque que sea capaz de darle el narrador.

Guadalupe Nettel (Ciudad de México, 1973), que tiene en su haber un buen repertorio de títulos, entre los que cabe citar Después del invierno, Premio Herralde en 2014, cumple con creces esas condiciones. Y por si ello fuera poco, añade a sus relatos una enorme fuerza y una gran eficacia estética. Son ocho cuentos con los que alcanza un alto nivel, sin que sobre ni falte nada en ellos, ni sin tener la necesidad de hacer la típica trampa de colocar estratégicamente sus mejores aportaciones al principio y al final del volumen. Una de las claves de su éxito es el lenguaje empleado —ágil, sencillo, detallista, sugerente, de una eficaz soltura—, al margen, claro, de la trama en sí, que siempre es un buen aval para salir airoso en empresas tan delicadas.

"Sé cómo quiero que empiece la historia, cómo quiero que termine y algún evento crucial que debe aparecer en medio. Después, conforme redacto, voy uniendo esos puntos clave y se van generando otros que incluso a mí me sorprenden"

Son cuentos que cuentan. A la vieja usanza. Pero con todos los adelantos y los resortes modernos del género. Guadalupe Nettel sacrifica, en parte, un lenguaje más exuberante y colorista para centrarse en lo eficaz para convertir lo complejo en sencillo. El cuento en sí no es, por lo tanto, lo más importante, sino ese lugar hasta el que nos conduce con mano diestra.

Son, en total, ocho cuentos como ocho soles en los que se aprecia la extremada sensibilidad de su autora y su excepcional capacidad de observación que se traduce en frases magistrales, en preguntas sin respuesta que se dejan en el aire para que el lector pueda resolver.

"Lo verdaderamente conmovedor e inquietante es reconocer que hay quienes tienen a su lado a su madre y, sin embargo, poseen la misma mirada de todos los huérfanos"

En el primero de estos cuentos, “La impronta”, la narradora encuentra por casualidad a su tío moribundo en un hospital. Estamos ante ese instante, tan humano, que nos sucede casi a diario en el que, cuando buscamos algo, hallamos otra cosa muy diferente, pero de más hondo calado. Y lo que encuentra es al pariente proscrito de la familia, algo que, en una persona joven e inexperta, se convierte en una admiración incondicional, instantánea, añadiendo el misterio necesario. Nos recuerda, de alguna manera, a esa relación amor/odio que hallamos en Nada, la novela de Carmen Laforet, donde Andrea se fascina por el pasado y la actitud de su tío Román, un bohemio tóxico y poco recomendable. Sin embargo, en este cuento que abre el volumen de la escritora mejicana, lo más destacado es ese final abierto en el que al lector le toca adivinar de qué huye el personaje y cuál fue la razón por la que fue apartado del clan en su día. Se insinúa más que se aclara, y en esa circunstancia reside el valor de este relato un tanto misterioso y cruel.

Volvemos al dolor en el siguiente cuento, “La cofradía de los huérfanos”. Ese dolor que hermana a los niños que lloran todas las noches. Y esa angustia de quienes no conocen su pasado ni tienen ningún recurso a su alcance para poder averiguarlo, con lo que no queda otra alternativa que inventarse una historia sobre su propio origen. Sin embargo, lo verdaderamente conmovedor e inquietante es reconocer que hay quienes tienen a su lado a su madre y, sin embargo, poseen la misma mirada de todos los huérfanos.

"La autora se encamina por otros derroteros en un ejercicio de autorreflexión que nos conduce hasta el conocimiento más profundo del ser humano"

En “Jugar con fuego”, como sucederá en algún otro cuento de este conjunto, aparecen, por fin e inevitablemente, las huellas del pasado confinamiento. Un encierro que termina por volver locos a todos, como si se tratara de un mal que avanza y se apodera de nuestras vidas. La parte más misteriosa de este relato lo acerca al realismo mágico de autores como Cortázar.

En “La puerta rosada”, Nettel nos pone a prueba con un inicio demoledor: “En mis sesenta y tres años de vida, jamás me había pasado por la cabeza contratar los servicios de una prostituta”. Sin embargo, en las páginas que siguen a esta introducción, la autora se encamina por otros derroteros en un ejercicio de autorreflexión que nos conduce hasta el conocimiento más profundo del ser humano, hasta llegar a la inquietante conclusión, como apunta uno de los personajes, de que “nada que haya cambiado alguna vez puede volver a ser exactamente como era”.

En los dos siguientes cuentos, “El bosque bajo la tierra” y “La vida en otro lugar”, encontramos que una aparente minucia, un determinado objeto —una araucaria en el primer caso, o un piso de la ciudad de Barcelona en el otro— adquieren una especial trascendencia, como si se fueran apoderando, poco a poco, de la voluntad de unos determinados personajes. El simbolismo de la araucaria en “El bosque bajo la tierra” es evidente. Un árbol centenario que expresa el dolor de la vejez que lo corroe por dentro; una atalaya desde la que, como sucede con la torre de la catedral de Vetusta en La Regenta, se aprecia, con eficaz perspectiva, el ir y venir de los vecinos y de los propios familiares, con lo que “visto desde allí, todo lo que me agobiaba parecía más pequeño y pasajero, incluso insignificante”. El piso barcelonés en “La vida en otro lugar” es quien lleva la voz cantante en esas páginas. Lo cual no deja de ser una simple excusa para poner sobre el tapete una nueva reflexión sobre el significado de los llamados “descartes” en nuestra vida, porque, en el fondo, “un apartamento era en cierta medida similar a un hijo en quien se mezclan los genes de dos familias”.

"Se aprecia la vena más social y comprometida de Guadalupe Nettel, con la presencia de esos exiliados a los que se les mantiene apartados en el lugar de acogida, a la espera de su imposible regreso"

“Los divagantes” y “El sopor” ponen fin a este volumen de relatos. En este último vuelve a aparecer el virus, la vida de los confinados, y lo que supone para un nuevo tiempo en el que surge la distopía: los noticieros dejan de hablar del cambio climático como tema político, y lo convierten en una leyenda urbana, “una superstición de gente desinformada”. Y aparecen ciertos valientes, gente de la resistencia que se niega a acatar las medidas restrictivas de los gobiernos.

En “Los divagantes” se aclara el secreto del título de la obra: son los albatros perdidos, aquellos que aparecen en lugares inusitados por culpa del viento. Otro inicio magistral —“La infancia no acaba de una vez, como nosotros queríamos cuando éramos niños”— y una nueva advertencia sobre la niñez, esa sala de espera, transitoria entre el nacimiento y la vida que deseamos tener. En esta ocasión se aprecia la vena más social y comprometida de Guadalupe Nettel, con la presencia de esos exiliados a los que se les mantiene apartados en el lugar de acogida, a la espera de su imposible regreso. La pregunta con la que se cierra el relato no puede ser más turbadora: “¿Después de veinte años de echar raíces en otro país, puede uno volver a integrarse como si nada a la colonia de origen?”.

Decía mi viejo maestro el profesor Baquero Goyanes —y citaba como ejemplos, dentro de la literatura universal, a Clarín, Chejov y Borges— que un buen cuento, un relato en condiciones, ha de leerse “forzosamente” de un tirón. Los ocho que componen este soberbio volumen de Guadalupe Nettel poseen esa particularidad, esa habilidad para que los lectores nos adentremos en un mundo que hace que, durante unos minutos, nos olvidemos de nosotros mismos, perdidos en ese laberinto que se extiende más allá del espejo.

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Autora: Guadalupe Nettel. Título: Los divagantes. Editorial: Anagrama. Venta: Todos tus libros.

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