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Noches insomnes, de Elizabeth Hardwick

Noches insomnes, de Elizabeth Hardwick

De Noches insomnes, de Elizabeth Hardwick, publicado por la editorial Navona, dice en el prólogo Antonio Muñoz Molina: «Este es un libro que no se parece a ningún otro. Tiene algo de novela pero no hay en él una trama y su protagonista es la misma narradora. Tiene un aire de libro de memorias, porque abarca una gran parte de una vida, pero no está sujeto a ninguna cronología, y los hechos que cuenta casi nunca alcanzan la firmeza de lo concreto y de lo testimonial. Es un libro hecho de fragmentos, algunos de varias páginas y otros de solo una o dos líneas, una frase, una enumeración. Pero siendo tan fragmentario posee al mismo tiempo una perfecta unidad de tono, de ritmo, de atmósfera. Leyéndolo me acuerdo del propósito que manifestó Fernando Pessoa sobre su Libro del Desasosiego: escribir una «autobiografía sin hechos».

La autora, Elizabeth Hardwick (1916-2007) se educó en las universidades de Kentucky y Columbia, en donde también trabajó como profesora en las décadas de 1970 y 1980. Cofundadora y directora de The New York Review of Books, publicó la biografía de Herman Melville y tres novelas, contando esta de la que Zenda adelanta las primeras páginas, pero fue sobre todo su labor como crítica y ensayista lo que le valió el mayor reconocimiento y la Medalla de Oro de la Academia Estadounidense de Artes y Letras.

UNO

Junio. Esto es lo que he decidido hacer con mi vida en este preciso momento: me entregaré a este ejercicio de memoria transformada, distorsionada incluso, y viviré esta vida, la que vivo hoy. Cada mañana, el reloj azul y la colcha de ganchillo con sus cuadrados y sus rombos rosas, azules y grises. Cuán delicado: la obra de una anciana derrotada en un asilo miserable. La delicadeza y la miseria y la pena librando una batalla apática, eso es lo que veo. Más bella es la mesa con el teléfono, los libros y las revistas, el Times en la puerta y los camiones en la calle con su trino ronco y chirriante.

Si pudiéramos saber qué debemos recordar o fingir que recordamos… Que bastara con tomar una decisión y, de todas las que se han perdido, volvieran a aparecer las cosas que deseamos. Y que pudiéramos cogerlas como cogemos una lata de la estantería. Tal vez. La etiqueta de una podría rezar «Rand Avenue, Kentucky», y habría quien la recordaría como real. Dentro de la lata, los porches invernales cada vez más oscuros, la rejilla del gas, el hormigueo.

La luz del sol me ciega. Cuando levanto la vista, tras las ventanas veo una electricidad que me confunde. Tal vez las sombras basten, la luz y la persiana. Imagínate en el poema de Apollinaire:

Ahora estás en Marsella, rodeado de sandías.

Ahora estás en Coblenza, en el Hôtel du Géant.

Ahora estás en Roma, sentado bajo un níspero del Japón.

Ahora estás en Ámsterdam…

1954

Queridísima M.:

Ahora estoy en Boston, en el número 239 de Marlborough Street, contemplando la tormenta de nieve. Cayó como una inmensa tregua, poniendo fin a todos nuestros humildes afanes. En esta nieve extraordinaria, la gente anda con vestidos maravillosos: viejos abrigos con cuello de piel, gorras de lana, bufandas, botas, borceguíes de cuero que brillan como el cobre. Bajo el resplandor amarillo de las farolas, empiezas a imaginar cómo sería esto hace cuarenta o cincuenta años. La quietud, la extensa blancura: nostalgia y romance en el aire claro, blanco y silencioso.

Ya estoy más o menos instalada en esta preciosa casa. Cortinas floreadas hechas a medida, la alfombra de la escalera, las estanterías para los libros, la leña para la chimenea. Subir y bajar por las cuatro plantas da una sensación de propiedad. Quizá. Puede que todo sea tuyo, pero la casa y los muebles tienden hacia lo universal y no tardarán en parecer una acotación: escenario-Boston. La ley se cumplirá. Las cómodas, las mesas, los platos y las costumbres domésticas acatarán las reglas.

Bellísimas chimeneas de mármol decorado; motivos neogriegos en negros deslucidos y palidísimos verdes. «Valen lo que la casa entera», es la hiperbólica opinión del vendedor. Y por una vez, es cierto. Pero es la casa entera la que ocupa mis pensamientos. Dos salas en el primer piso. Elegantes, sí, pero al 239 no le faltan sus bolsas de pobreza ni sus rincones chabacanos. Con todo, es un escenario.

Ahora estoy al lado del hibisco que florece en el mirador. La otra sala da al callejón que queda entre Marlborough y Beacon, donde un idiota tiene un perro encadenado día y noche. Amontonados en torno a ese hombre, basura de soltero, podredumbre y desconcierto. Se me ha ocurrido que debió de tener familia, pero lo abandonaron. Imagino que, si sus hijos vinieran a visitarle, él diría: «Venid a ver al perro encadenado. Es un regalo». Por el bien del perro, llamo a la policía. El hombre levanta la vista hacia mi ventana, perturbado, preguntándose qué habrá hecho mal. Darwin escribió en algún libro que el sufrimiento prolongado de los animales inferiores le resultaba una idea insoportable.

Besos tiernos,

Elizabeth

A principios de junio hizo calor. Me fui de viaje y, naturalmente, de repente todo era nuevo. Cuando viajas, lo primero que descubres es que no existes. El polemonio en flor, de un púrpura desvaído; en la ladera de la colina, pinos fálicos. Extranjeros bajo los soportales, en las cesterías. La calima desdibujaba el contorno de las colinas. Un cielo sucio y agotador. El verano ya parecía a punto de fallecer. Pronto recogerían los botes y amarrarían los ferris al muelle.

Buscando lo fosilizado, buscando algo: personas y lugares densos y revestidos de una forma definitiva. Y en cambio, lo que hay son muchos pececillos, muchísimos, nadando libremente, temblando, atentos a escapar de la red.

Kentucky: algo que ver tiene, sin duda. De pequeña, mi madre vivió en tantos pueblos de Carolina del Norte que se confunden en mis recuerdos. Raleigh y Charlotte. Apenas si conoció a sus padres; murieron pronto —como se moría la gente entonces— de lo que corriera por el aire: neumonía, difteria, tuberculosis. Nunca conocí a nadie a quien el pasado le resultara tan indiferente como a ella; parecía que no supiera quién era. Tenía hermanos y hermanas y ellos la criaron y ella nos puso sus nombres.

Su cara, la de mi madre, no me resulta nítida. Una belleza suave y blanda, pequeños ojos castaños y unas cejas prácticamente imperceptibles que oscurece con lápiz de mina.

1962

Queridísima M.:

Ahora estoy de vuelta en Nueva York, en la calle Sesenta y siete, en un apartamento encaramado arriba del todo con ventanas altas y sucias. A veces, cuando cae la tarde, en la penumbra del cielo invernal imagino que estoy en el Edimburgo de finales del siglo XIX. Nunca he estado en Edimburgo, pero me gustan las ciudades de un tamaño razonable, las capitales de provincia. Pero esto es Nueva York, indudablemente, por arriba y por abajo. El tránsito desde Boston no resultó fácil. Fue algo parecido a atravesar el océano o el país mismo: cruzar las montañas arrastrando tus bártulos. Puedo decir que la mesa de caballetes y la cómoda alta no estaban preparadas para ese exilio repentino, para el cambio de régimen, que es lo que, en cierto modo, me parecía todo. Bueno, el mueble de roble oscurecido ocupa el rincón, con las botellas y la cubitera encima. De los platos de la Academia Naval, cinco se han roto. Los relojes han recibido el golpe de gracia y no volverán a la vida. Las viejas cómodas siguen en su lugar, humilladas y desportilladas.

Cosas fuera de sitio, ancianos rígidos con las venas cansadas y las arterias obstruidas, con sus juanetes y sus plantas doloridas, su cabello ralo y sus pensamientos titubeantes, en los Cárpatos, lejos de los bayous: a eso se parece la ciudad santa. El retrato de tía Lotte nunca volverá a abandonar su embalaje. Ha hallado el reposo eterno en la caja, su tumba, con el zumbido del metro de la Séptima Avenida por réquiem.

Estas cosas no son mías, por supuesto. Creo que se las conoce como nuestras, esa palabra que, cual bolsa de té, debe dejarse reposar en el condicional.

Besos, besos,

Elizabeth

Los principios son siempre deliciosos; el umbral es el lugar en el que conviene detenerse, dijo Goethe. Otra vez Nueva York, imperecedera, descansando sobre la generosa acogida que depara a las mujeres. Vestidos largos, arrogancia, abundantes oportunidades para engañar a los embusteros, confidentes, conspiradores, tarjetas de pago.

Entonces yo era un nosotros. Él bromea, sonríe, bebe ginebra tras un largo día de trabajo, lanza al aire algo así:

La tiranía de los débiles es algo oneroso, y, sin embargo, mejor que te explote el débil que el fuerte… La sumisión al poderoso es algo superfluo y, a la postre, aburrido y agotador. No tiene nada de sutil o interesante… debido, fundamentalmente, a lo frecuente de tal ejercicio. Una sesión por la mañana, otra por la noche… Marido-mujer: ni una sola estrategia nueva que descubrir en esa afianzadísima tradición clásica. Las discusiones son como el chirrido de hojas oxidadas, como el viejo motor y su molesto golpeteo. El perro gruñe. También él se sabe su parte.

¿Es posible que el sujeto sea yo?

Cierto, con los débiles siempre pasa algo: improvisación, sorpresa, incertidumbre, injusticia, manipulación, hipocondría, tragos a escondidas, celos, mentiras, lágrimas, escondrijos en el jardín, salidas en coche en plena

noche. La noción de la historia de los débiles es la más pura de todas. Todo puede suceder. Cada uno de ellos es un quiromántico que se lee la mano. Sí, tendré una vida o corta o larga; él (ella) tendrá el pelo o rubio o moreno.

Billetes, migraciones, preocupaciones, propiedades, deudas, cambios de nombre y vuelta a cambiar otra vez: y todo esto por haber leído muchos libros. Y así, de Kentucky a Nueva York, a Boston, a Maine, a Europa, arrastrada por un río de párrafos y capítulos, de verso blanco, de libritos pequeños traducidos del polaco y de libros grandes traducidos del ruso, todos consumidos en un desvelo sedentario. Bastará eso; que sea cierto no importa. Indudablemente, carece del dramatismo de un: En el muelle vi al viejo capitán de fragata con su barba blanca y me enrolé en la travesía… Pero, a fin de cuentas, «yo» soy una mujer.

Me hallo en el tren de Montreal a Kingston. Voy a pasar unos días en la universidad. Y de esto no hace tanto. Es un domingo por la noche, estamos en lo más crudo del invierno y viajamos por el vacío frío y negro. A veces, el resplandor broncíneo de un faro distante brilla en la oscuridad; en las curvas titila como una vela. El tren parece avanzar en línea recta por este lugar amplio, vacío y afortunado.

El termómetro rebasa por poco los cero grados, pero en el vagón restaurante nos hallamos inmersos en un calor sensual y tropical, en un calor masculino, en cierto modo. Soy la única mujer del vagón número 50.

Son muy ruidosos. Ruido superficial y muchas risas falsas de un grupo que lleva demasiado tiempo junto. Los hombres se hallan en un estado de vacaciones forzadas que, moribundas, tocan a su fin. Casi todos están borrachos, y más de uno parece enfermo. Canadienses: ¡no me vomitéis encima! Da la impresión de que han ido a una reunión, a una convención. Los une su ocupación; ventas, quizá. No les sobra el dinero, desde luego; no, desde luego que no. De ello me han convencido mis intolerables cálculos basados en la aritmética del esnobismo y la vergüenza.

La vergüenza, dijo Nietzsche, es ingeniosa. Y se quedó corto. Por vergüenza, he prestado atención a la ropa, a los zapatos, a los anillos, a los relojes, a los acentos, a los dientes, a los modales, a las expresiones que emplean. Los hombres del tren llevan una ropa que, al no estar concebida para una estación concreta, siempre parece fuera de lugar e inoportuna. Son trajes ásperos y endebles, chillones y, sin embargo, livianos, confeccionados con la falta de propiedad que caracteriza al traje todo tiempo. Tonos pastel azules como el mar y verdes como la tierra; chaquetas con forros de cachemir y cuadros escoceses; amplias puntadas en un color distinto al de la tela que resaltan las costuras; solapas y bolsillos gigantescos; predominio del azul acero y del bitono; nailon y dacrón en el acabado del tejido pretratado para evitar las arrugas, un acabado más suave y liso que el cristal. Por otra parte, los maleteros de Trinidad son tradicionales y visten como príncipes. Pantalón negro, chaqueta de algodón rojo, camisa blanca, pajarita negra y caras negras, luminosas, aristocráticas y tropicales.

Los hombres son muy blancos, muy pálidos, e incluso el pelo castaño les cae sobre unas cejas rojizas. Su blancura me recuerda que, en realidad, son mis hermanos que vuelven a casa con mis hermanas y mis cuñadas. La presencia de los hombres me incomoda; uno despierta mis recuerdos por la pequeña mella de uno de sus incisivos, que me trae a la memoria una noche lamentable en el sofá de la residencia de una fraternidad universitaria. Otro se ha quitado un zapato muy apretado y, por largo rato, se sienta y contempla con voluptuosidad su pie liberado. Ninguno es un desconocido, tan parecidos resultan los ojos pálidos, la raya en el pelo, esa hilaridad aletargada y conmovedora.

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Autora: Elizabeth Hardwick. Traductora: Marta Alcaraz. Prólogo: Antonio Muñoz Molina. Título: Noches insomnes. Editorial: Navona. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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