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Pálido fuego: cuando el crítico literario escribe un melodrama

Pálido fuego: cuando el crítico literario escribe un melodrama

¿Qué esperamos de la crítica literaria? Esta es la pregunta que Vladimir Nabokov se hace en su extravagante y lograda obra Pálido fuego, tal vez la más sofisticada de su carrera. Esta novela se presenta a priori, como algo muy alejado de una novela: es el estudio crítico de un poema titulado «Pálido fuego», escrito por un tal John Shade; y está compuesta por el propio poema y los paratextos que lo acompañan, un prólogo, un índice, y, crucialmente, un comentario crítico. El crítico encargado de llevar a cabo la edición y crítica del poema es Charles Kinbote, quien en el prólogo ya evidencia su arrogancia: nos advierte de que, sin sus notas, el poema «no tiene realidad humana alguna», que, «para bien o para mal, es el comentador el que tiene la última palabra».

Efectivamente, es tan importante el papel del crítico literario que Kinbote dedica a sus notas cinco veces más páginas que al propio poema. Rápidamente nos damos cuenta de que este supuesto análisis fagocita el poema analizado. Kinbote es consciente del poder que tiene como crítico, un poder en parte explicado porque, cronológicamente, la crítica siempre llega a posteriori, cuando la obra ya existe y está a merced de cualquier lector, abierta en canal para ser diseccionada, incluso por aquellos que tienen poco interés de hablar de ella. El abismo entre lo que esperamos de un supuesto comentario crítico y lo que resulta ser convierte Pálido fuego en lo que Mary McCarthy denominó, con entusiasmo y fascinación, como una «trampa para atrapar a los críticos», un rompecabezas que el lector debía resolver, leyendo entre líneas y distinguiendo entre las capas de información y tramas entrelazadas que poco tienen que ver con la crítica literaria. Al final, a Kinbote el poema le da igual: todo es excusa para hablar de sí mismo, como si al lector le importara su vida.

"El tono humorístico se sustenta a lo largo de la novela por el orgullo que siente Kinbote hacia su mala praxis: sabe que es un mal crítico y no solo no le importa, sino que se jacta de ello"

El tono humorístico se sustenta a lo largo de la novela por el orgullo que siente Kinbote hacia su mala praxis: sabe que es un mal crítico y no solo no le importa, sino que se jacta de ello. A propósito de los versos de John Shade, Kinbote nos habla de su vida, de sus odios y temores, nos cuenta toda una novela sobre personajes malvados que le persiguen y quieren terminar con él. La aleatoriedad de sus referencias, la conexión entre piezas de información que no tienen que ver entre sí y la mezcla de nombres nos dan la sensación de que o bien Kinbote cae en la arrogancia o, tal vez, en la torpeza. Es un crítico que admite, sin una pizca de vergüenza, su ignorancia y falta de rigor: nos recomienda ir «a una buena biblioteca» a consultar referencias que faciliten la apreciación del poema, pues «trivialidades tan insignificantes no están a la altura de la verdadera erudición». En ocasiones parece que este crítico que confiesa dejarse llevar por las resonancias colaterales que le sugiere la obra o la identidad de su autor es un fanático de lo que los surrealistas llamaban la «escritura automática». En otras palabras, un aficionado a la muy digna técnica de decir lo primero que se le viene a la cabeza.

Además de orgulloso, Kinbote es un crítico que hace precisamente lo que promete no hacer: «retorcer y maltratar un apparatus criticus sin ambigüedad para convertirlo en el monstruoso simulacro de una novela». Kinbote no puede aguantar sus ganas de construir su propia historia, un mundo ficcional en el que dar rienda suelta a su manía persecutoria: el mundo está en su contra y quieren impedir su noble tarea de iluminación intelectual. Si, como él confiesa, su realidad es insatisfactoria a todos los niveles («emocional, creador y social»), tal vez, para él, la crítica literaria sea una forma de canalizar esa frustración y desempañar las «muchas deudas subliminales» que la literatura tiene con él. Kinbote se siente perjudicado por el mundo y es consciente de su mala reputación, pues recuerda cómo sus compañeros de departamento creen que es «una persona que no solo no está calificada» para su trabajo, sino que además «se le considera un desequilibrado». Kinbote, lejos de achantarse, se retuerce con placer en el papel de un canalla, pues no soporta parecerse a otros críticos (solo pueden quedar los mejores) ni la posibilidad de que la crítica literaria sea un discurso que no hace daño a nadie, que a nadie le importa.

"¿Es Pálido fuego entonces una advertencia a los lectores despistados que, buscando una inocente reseña, se topan sin esperarlo con el delirio de un megalómano?"

Pálido fuego satiriza el afán de protagonismo del crítico y encarna, de forma irreverente y profundamente divertida, cómo la escritura crítica puede subvertir su lógica para convertirse en escritura novelística. El lector, pues, no se ve atraído por la calidad de la crítica ni por la pulcritud con la que el crítico se acerca al texto literario, tampoco por su atención al detalle o su tenacidad intelectual, sino por el drama del que Kinbote insufla al poema, tan interesante como lo es cualquier folletín. Es la de Kinbote una prosa novelesca que, ni mirada con microscopio, se parece en nada a lo que podríamos esperar de una crítica rigurosa. ¿Qué trata, pues, de decirnos Nabokov con esta novela? ¿Es esta una invectiva contra la crítica literaria? No se nos escapa que el propio Nabokov más bien la despreciaba: afirmaba que «la posibilidad de desahogar o destilar sentimientos amistosos u hostiles» mediante «la crítica literaria es lo que hace de ella un arte tan equívoco». ¿Es Pálido fuego entonces una advertencia a los lectores despistados que, buscando una inocente reseña, se topan sin esperarlo con el delirio de un megalómano? ¿O es la novela de Nabokov, más bien, una celebración del género, que me permito acuñar aquí, de la crítica melodramática?

Es momento, ahora, de confesarme fanática irredimible de las tramas novelísticas en las que hay personajes que, casi sin quererlo, se ven embaucados por el placer de crear historias, de dejarse llevar por el drama, el estilo y los giros de trama, hasta embadurnarlo todo de esa sustancia pegajosa que es la escritura novelística y convertirse ellos mismos en novelistas. Cuando su carrera como crítico está perdida, Kinbote no puede evitar fantasear con esta posibilidad: «Quizá adopte otros disfraces, otras formas», afirma, «quizá me complazca en los simples gustos de los críticos y teatros y cocine una pieza, un melodrama a la antigua». Pero, ¿por qué elegir? La mezcla de lo crítico y novelesco es la celebración última de lo literario: ¿por qué fingir imparcialidad o rigor cuando podemos confiar en la exageración del folletín? Lo más probable es que nueve de cada diez críticos prefieran alejarse de este tipo de escritura melodramática, pero, ay, ese crítico que se entrega a ella con ilusión, poseído por el arte novelesco, ¡cómo nos entretiene!

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