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¿Para qué sirve estar sentada?

Ilustración: Paula Viéitez.

Aunque las vacaciones iban a durar poco, mi optimismo a principios de un verano que meses antes parecía impensable y la perspectiva de pasar unos días con mi abuela y mi tía en Isla Cristina hicieron que cargara con una absurda cantidad de libros. Había empezado Cae la noche tropical en Madrid; a la innecesariamente abultada maleta se sumaron, entre otros y no sin cierta presunción, Últimas tardes con Teresa, Postcolonial Love Poem La poesía del flamenco. Apenas me dio tiempo a terminar dos de ellos antes de irme de la playa y varios se han visto relegados a la siempre desbordada pila de “pendientes”. En cualquier caso, estas intenciones y estos deseos fueron pronto superados por la fascinación que sentí ante la avidez con que mi abuela devoró en breves días los primeros volúmenes de la trilogía de Arturo BareaLa forja La ruta. Poco después de mi marcha terminó La llama.

Desde que decidió operarse de cataratas se ha convertido en una lectora bastante constante y ecléctica, con la buena costumbre de leer todo lo que encuentra por casa. A La forja llegó también por casualidad. Mi tía compró la trilogía en un re-read y allí estaban los tres volúmenes, sin más, tranquilamente disponibles en el piso de la playa, donde cuenta con el tiempo y la calma que dan las dificultades de movilidad de su edad y las precauciones de la pandemia. Nada de esto es aparentemente sorprendente, salvo quizá el lógico privilegio de tener una abuela con carrera universitaria, sorpresa que se limita a las circunstancias materiales. Me fascinó, sin embargo, cómo mi abuela se acercaba a un libro que tiene que ver directamente con el mundo en el que formó su personalidad desde una perspectiva diferente a la que ella había conocido. Mi abuela sigue asustándose al ver que debatimos sobre política en la mesa, prefiere redirigir el debate hacia otros lugares y tiene la firme idea de que los sistemas democráticos parten de una fragilidad que exige figuras mantenedoras del orden. Aun así, leyó la trilogía con indisimulada atención y entusiasmo, no solo consciente de las diferencias de su relato con la obra que tenía delante, sino en una envidiable interacción con el libro de un autor que publicó en el exilio sus memorias noveladas. Y esta lectura se fundó en un compromiso retórico y ético singular que me emocionó profundamente.

En lugar de cuestionar o marcar distancia entre lo narrado y su memoria, mi abuela ofreció al libro un espacio para explicarse, dejándole la generosa oportunidad de que este dijera lo que quería decir. En las humanidades contemporáneas se habla con frecuencia de la capacidad que tienen los objetos que observamos para «respondernos»,[1] produciéndose una interacción que va más allá de la mera mirada y que exige un compromiso con las formas de lo que tenemos enfrente. El esfuerzo que se propone es paradójico: por un lado, es preciso posicionarse, entender el lugar desde el que leemos y conocer nuestras limitaciones en la medida de lo posible, desde una radical autoconciencia; por otro, sin embargo, es preciso entrometerse en las dinámicas de producción y aparición de ese objeto, atreverse a conocerlo y dejarle un espacio para que reaccione, sin imponerle todas nuestras teorías, prejuicios y bagajes. Este proceso es complejo y, con frecuencia, las obras nos sirven meramente de excusa o marco para justificarnos o para vernos reflejados o proyectados.

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A pesar de la curiosa discreción que suelen tener las personas mayores, pude ver con claridad el tipo de lectura que llevó a cabo mi abuela de la obra de Arturo Barea. Ya sus gestos en la butaca me daban pistas: su forma de girar las páginas denotaba avidez, y el ceño relativamente fruncido tenía la sombra del esfuerzo y la marca de una clara concentración, pero no quise guiarme solo por el gesto, para no proyectarme. En realidad, fueron sus comentarios en alto sobre los asuntos del libro, la necesidad de encuadrar lo narrado cronológicamente y de entenderlo de una forma abierta, lo que hizo que se abrieran mis ojos. A pesar de conocer los acontecimientos y de haber vivido varios de ellos, mi abuela no se buscaba en las más de mil páginas que constituyen la trilogía: había humildemente dejado de lado su perspectiva, permitiendo que la novela se dejase narrar, se explicase, sin exigirle al libro más que su literatura misma.

La interpretación posterior de mi abuela tras cada lectura, que existía y que me hizo saber con claridad, venía dada por estas premisas, y las lógicas disensiones formaban parte del reconocimiento de una multiplicidad de asuntos de forma heterogénea, no dialéctica, enormemente generosa. Esta cualidad se reflejaba en la lectura y en ciertas formas de leer el mundo que he ido observando en ella y que agradezco y admiro. Como pude comprobar mientras hablábamos de fechas y nombres, mi abuela había decidido una suerte de desmemoria, inocencia o epokhé como punto de partida para poder afrontar sin enfrentarse a la narración, dejando que esta fuera la que guiara la perspectiva. Este tipo de lectura no era acrítica, porque se fundaba en la conciencia radical de la diferencia y se limitaba a una contemplación del texto dispuesto en la página, como si de un cuadro se tratase. Así, muchas veces, cuando ha tenido que asumir las lógicas contradicciones de vivir mucho tiempo, se ha acercado a ellas con esa misma predisposición, que me resisto a llamar mera tolerancia.

De la misma forma que descubrí en ella este tipo de lectura reactiva y abierta, que hace hablar al mundo de representaciones, pienso ahora que existe el contrapunto lector de un acercamiento reaccionario, que en realidad no hace hablar al mundo del libro: tan solo lo silencia y lo sumerge en una dialéctica totalitaria. Este tipo de lecturas se pueden dar en múltiples direcciones. Es posible que haya lectores que simplemente se ensimismen y se proyecten, con un resultado empobrecido y tristón en el que el objeto se fosiliza y se pierde, conllevando una simple reordenación y espejo de prejuicios. También es posible, por esta misma lógica, que haya libros u obras reaccionarias, cuyo único papel sea el de replicar unas retóricas reflectantes de ese mismo reaccionarismo, dilatando prejuicios, explayándose en ellos al tener como única función resumir los prejuicios de sus lectores. Estos libros sirven como bandera nacional y poco más, con el paradójico mérito de un contenido no solo vacuo, sino sorprendentemente inexistente: aquí las letras impresas son en realidad cristales opacos en los que el lector se mira.

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[1] Mieke Bal acuñó este concepto, que permea numerosos estudios visuales contemporáneos.

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Autor: Arturo Barea. Título: La forja de un rebelde. Editorial: DeBolsillo. Venta: Todos tus librosAmazonFnac y Casa del Libro.

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