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¡Pedazos de personajes!

¡Pedazos de personajes!

Un viaje escolar a Madrid en plena adolescencia cambió mi visión del patio de luces de mi edificio y, más concretamente, de las bragas de la abuela de Josete que, con frecuencia —demasiada— colgaban del tendedero. Verlas siempre me había resultado algo repugnante, más o menos tanto como las polvorosas madejas de pelo, vestidos de novia y marinerito de comunión, o las escayolas, piernas ortopédicas…, que devotos agradecidos o esperanzados colgaban del techo y las paredes de la galería de exvotos del Santuario de la Virgen de la Cabeza de mi pueblo, Andújar (Jaén). Pero algo cambió con aquel viaje, que incluyó una visita al Museo del Ejército, cuando estaba emplazado en la capital: una de las piezas en exhibición eran los calzoncillos amarillentos y con rodales de Santiago Cortés, un capitán de la guardia civil que se acantonó con otros compañeros y sus familias en ese mismo santuario cuando estalló la Guerra Civil, en lo que la propaganda franquista convirtió en una epopeya similar a la del Alcázar de Toledo.

"Eso desembocó en hacernos eco de las numerosas colecciones privadas y museos que acumulan porciones de personajes históricos, al tiempo de repasar los hilarantes avatares de esos cachitos"

Todo aquello me hizo ver de otra forma la ropa interior de la abuela de Josete y reflexionar sobre la tenue frontera entre el repelús y el embelesamiento. En buena parte, puede depender de si se trata de una persona anónima o un personaje de la Historia. Únase a esos desvaríos el siempre pujante mercado de subasta de trozos de seres humanos famosos: pelos, huesos, cenizas… Como narramos en Cachito, Cachito Mío, han llegado a alcanzar precios desorbitados cabellos de personalidades como Che Guevara, Kennedy, Lincoln, Napoleón… Y se han llegado a subastar desde una verruga extirpada a Elvis Presley o un cálculo renal de un protagonista de Star Trek, al margen de objetos como ropa interior de la reina Victoria por la que pujaron desquiciados coleccionistas que, seguro, habrían desdeñado sin escrúpulos las bragas de la abuela de Josete, pese a su parecido de modelo y año con las de la soberana británica.

Eso desembocó en hacernos eco de las numerosas colecciones privadas y museos que acumulan porciones de personajes históricos, al tiempo de repasar los hilarantes avatares de esos cachitos. Mencionemos, por ejemplo, la historia de la mano momificada de Santa Teresa que atesoró Francisco Franco durante toda su dictadura y que incluye escenas surrealistas como el nombramiento de un militar con la única misión de proteger la reliquia y transportarla hasta la mesita de noche del caudillo cuando se iba a la cama. Repasamos de igual modo lo improbable que hubiera sido la invención del perfume Chanel Nº 5 si no hubieran capado a Rasputín, cuyo miembro hoy reposa en un museo después de hacerlo en un altar. También, los derroteros del cerebro y los ojos robados de Einstein, la exhibición de la tráquea del tenor Julián Gayarre o corazones como los de Braveheart, Felipe el Hermoso, Shelley o el padre de Cristina de Suecia.

Hablamos, de igual manera, de modas como la del robo de cabezas de insignes pensadores y artistas en nombre de una pseudociencia o la del coleccionismo de vellos púbicos hasta poco antes de La Escopeta Nacional de Berlanga y que tiene como culmen la peluca del rey inglés Charles II elaborada con pelo pudendo de su legión de amantes. Y nos referimos a mucho más, como la tradición delirante de utilizar piel humana para encuadernar libros, elaborar pantuflas, monederos o lencería femenina (de seguro, tan repelentes, o más, que las bragas de la abuela de Josete).

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Autor: Miguel Ángel Ordóñez. Título: Cachito, Cachito Mío. Editorial: Modus Operandi. VentaAmazonFnac y Casa del Libro.

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