Foto de portada: Lupe de la Vallina
«Todas las historias están contadas. Lo que marca la diferencia es cómo cada escritor cuenta la suya». Esta máxima literaria universal citada por Pedro Torrijos en alusión a su último título encaja a la perfección con el contenido de Catedral de escombros: Una anatomía del derrumbe (Debate, 2025). En este libro escrito con el corazón y las tripas, que por su breve formato puede llevarse en el bolsillo interior de la cazadora o la mochila, el autor ensarta, a partir de la dana de Valencia una serie de tragedias provocadas por la conjunción fatídica de la incompetencia y la codicia humana, potenciadas por las fuerzas de la naturaleza, con elevado coste de vidas humanas. Sucesos ampliamente conocidos pero que bajo la mirada de Torrijos —«prefiero hablar más de mirada que de estilo»— adquieren un sentido que va más allá del sumatorio de desgracias humanas, económicas, ecológicas… Una advertencia sobre las grietas del sistema, la frágil normalidad en la que estamos instalados y de cómo el ruido, tanto ambiental como mental, ensordece las señales de aviso que, como ocurrió en los pueblos del sur de Valencia, «más que alarma fueron posdata».
Torrrijos ha sido mucho más rápido. «Tardo bastante en documentarme y decidir la estructura, tal vez por mi formación como arquitecto, pero cuando me pongo a escribir voy rápido». En este caso un total de seis meses: cuatro y medio en la fase preparatoria y solo uno y medio en la escritura. También estudió música; su instrumento es la trompa. «Los conocimientos de arquitectura me ayudan a estructurar los textos y los de música a imprimirles ritmo, aunque hay autores que sin saber solfeo lo consiguen, como Javier Marías».
En un principio la editorial le encargó un libro sobre la dana de Valencia pero, como no le interesaba hacer una crónica de un suceso usado como arma arrojadiza, llevó el tema a su terreno, creando un artefacto híbrido entre el ensayo y la narración que tiende más a lo segundo, pues Torrijos es un narrador nato que a los ocho años ya escribía sus propios cuentos, y le encanta dar la brasa, como demuestra hace más de una década en las redes sociales. «No he pretendido dar soluciones, que siempre serían engañosas, sino rescatar a los fantasmas del fango», afirma. Quería poner cara a las víctimas.
Caras con nombres y apellidos, como Reshma Begum, una joven de 19 años que confeccionaba camisetas para las marcas de moda de Occidente en el Rana Plaza de Bangladesh cuando el edificio se derrumbó, el 24 de abril de 2013, el mismo año que Inditex declaraba beneficios de 2.337 millones de euros. Hubo tres mil muertos, la mayoría costureras que trabajaban en los pisos altos. Advertidos por la aparición de grietas, los ocupantes de los bajos, oficinas y comercios no acudieron al trabajo. Sí lo hicieron quienes necesitaban ganarse un jornal. El nombre de Reshma Begum ha llegado hasta nosotros, y su imagen se difundió en los medios porque protagonizó un prodigio: sobrevivir 17 días sepultada bajo los escombros, en una burbuja de aire, bebiendo el agua que goteaban cañerías rotas, alimentándose de los tentempiés que llevaban sus compañeras muertas a su alrededor. Físicamente indemne cuando la rescataron, es fácil imaginar las pesadillas que debió de sufrir tras la experiencia.
El nombre de Irène Jodar, 17 años, damnificada por la ruptura de la presa de Malpasset, en el sur de Francia, ocurrida en la madrugada entre el 1 y 2 de diciembre de 1959, causando 423 muertos, también pasó a la historia. Estaba embarazada de su novio, Frédéric André, fallecido en la riada. Aprovechando una visita del presidente francés, le solicitó casarse con su prometido. De Gaulle accedió, y desde entonces, gracias a una ley especial, un puñado de personas han seguido sus pasos siempre que acreditaran una firme voluntad de contraer nupcias. Bodas post mortem. Una ceremonia algo macabra, sí, pero que ayuda a las víctimas a pasar página y seguir con sus vidas, aunque estén mutiladas.
La periodista italiana Tina Merlin no falleció a causa de la ruptura de la presa de Vajont, el 9 de octubre de 1963, cuando toneladas de tierra y vegetación cayeron sobre el agua, provocando un auténtico tsunami de agua dulce, una ola de 250 metros de altura que arrasó Longarone y otras localidades del valle, acabando con la vida de dos mil personas. Merlin llevaba tiempo denunciado en sus artículos el peligro de que un deslizamiento de tierras ocurriera pero, cual Casandra, sus advertencias fueron desestimadas y su figura desprestigiada. Años después se desquitó con un libro, Sobre la piel viva, en el que narraba todos los hechos.
Torrijos no habla solo de las víctimas. Los artífices del horror también tienen su espacio, comenzando por un “tal y tal” Jesús Gil y Gil. repantigado en su trono acuático, el jacuzzi, rodeado de beldades en bikini, el micro colgado de una cadena de oro. «Cuando tenía 15 años Gil y Gil era un personaje mediático, presidente del Atleti, alcalde de Marbella y empresario, que me parecía una mezcla de Nerón y Chiquito de la Calzada», recuerda. Luego descubrió horrorizado su papel en la tragedia del nuevo restaurante de la urbanización de Los Ángeles de San Rafael, tumba de 58 personas, con 147 heridos. Condenado a cinco años de cárcel, solo estuvo año y medio entre rejas, siguiendo con sus productivos negocios. Nunca se disculpó y, regateando, indemnizó a las víctimas a precio de saldo vital, con un total de 400 millones de pesetas.
Contrasta la actitud canallesca del empresario español con la de los estadounidenses Reginald Geare y Harry Crandall, arquitecto y empresario del teatro Knickerbocker de Washington D.C., que el 28 de enero de 1922 se hundió bajo el peso de la nieve compactada en su tejado. El propio arquitecto, Geare, participó en las tareas de rescate y asistencia a las víctimas, a la que se sumó un grupo de militares bajo las órdenes de un joven George Patton. Cinco años más tarde se quitó la vida y Crandall lo hizo en 1937. El peso de la culpa cristalizada en sus conciencias puritanas. Sin haber sido acusados por la justicia humana, ambos sucumbieron a su conciencia en un acto de justicia poética. Eso no impidió que un niño de nueve años perdiera a toda su familia o que el violinista de la orquesta dejara a su esposa viuda en plena luna de miel.
Torrijos engarza estos luctuosos sucesos ocurridos a lo largo del siglo XX en distintas partes del mundo sobre el hilo conductor de la dana de Valencia. Comenta también el colapso del centro comercial Sampoong en Seúl, donde murieron 502 personas, que muestra lo que llama el «pacto implícito del consumo, pues creemos que en un centro comercial nada puede salir mal, porque está diseñado para el confort. Pero cuando falla no solo se derrumba una estructura, también la ficción de seguridad que sostiene al consumo». Y conecta esta reflexión con el centro comercial Bonaire, en Valencia, convertido en escenario mediático tras la dana. «Imágenes falsas de coches sumergidos circularon en redes, amplificando el pánico. El aparcamiento inundado se volvió trending topic aunque allí no muriera nadie, una convergencia entre arquitectura y espectáculo: los centros comerciales son decorados donde se produce tanto consumo como narrativa».
Además del duelo colectivo, las oleadas de solidaridad y el morbo, estos sucesos implican la búsqueda de un culpable. Un desenlace que permita cerrar la herida. «En el caso de Valencia fueron muchos los señalados. Se culpó al Gobierno, a la Generalitat, a la Confederación Hidrográfica del Turia, al cambio climático, incluso a la democracia por haber suprimido unos azudes». ¿La dimisión de Mazón pone punto final a la tragedia? Torrijos elude una respuesta, no quiere hacer moralina. Escribe en su libro: «Una tragedia sin desenlace no se va; se queda agazapada en algún lugar blando del cuerpo esperando estallar en otra parte».
Sí explica el origen del título. Catedral de escombros no es concesión a la grandilocuencia. «Me lo inspiró la terrible y barroca imagen de los coches amontonados en un caos de volúmenes truncados, pues no se distinguía dónde empezaba el uno y terminaba el otro», concluye Pedro Torrijos.





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