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Pensativos, de Zena Hitz

Pensativos, de Zena Hitz

En un mundo hiperconectado, superficial y tecnológico, en el que se juzga casi todo y a casi todos por su utilidad, ¿a qué lugar es posible acudir para retirarnos, disfrutar con sosiego, contemplar y vincularnos de nuevo con los demás? A partir de ejemplos inspiradores, desde Sócrates y san Agustín hasta Malcolm X y Elena Ferrante, desde películas hasta las propias experiencias personales de Zena Hitz, que abandonó la vida de elite universitaria en búsqueda de una mayor realización, Pensativos es un recordatorio apasionado y oportuno de que una vida rica en el ámbito del pensamiento es una vida plena.

Zenda reproduce la introducción, escrita por Daniel Capó, a esta obra.

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UN DÍA DE VERANO

Un día de verano llegamos al norte, a los arenales de Delaware, junto a los bosques. Se había estropeado el ferry que nos debía subir a Nueva Jersey, por lo que teníamos unas horas vacías; era el momento idóneo para no hacer nada y cerrar los ojos junto al mar. Soplaba el viento y, a lo lejos, se divisaban las bandadas de delfines que nos acompañarían durante una semana. Yo los miraba y pensaba en los búnkeres ocultos entre las dunas para protegernos de una guerra que nunca tuvo lugar. Hay huellas, me dije, que nos hablan de los miedos que pueblan nuestra imaginación y de las pesadillas que, como cicatrices, marcan nuestra piel. Mis hijos jugaban en la arena persiguiendo las olas. Observé cómo sus pisadas se borraban casi al instante, dejando en nada el rastro de la memoria. Los historiadores de la cultura a menudo se han referido a los grandes maestros —Sócrates y Jesús— que jamás escribieron y pensé en ellos por un instante, hasta que el graznido de las gaviotas me despertó de mi ensueño. Una extraña soledad me embargó, al ver el rosario de pescadores que se alineaban a mi izquierda. Para ellos, aquel era un lugar familiar, el apéndice de una tradición; nosotros, en cambio, pendíamos de la nada, sostenidos solo por el afecto mutuo y la belleza ventosa del lugar. Cuántas veces, me pregunté, miramos sin comprender, mientras el tiempo —y la luz— se escapa de entre nuestros dedos. Aquel día fui consciente del don de la infancia, al que llegamos siempre tarde, cuando ya no nos pertenece. Mis hijos crecían y pronto dejarían de ser niños; pero en aquel momento jugaban allí, en el límite de las olas, donde se difumina la gramática de los sueños y desaparece el rastro de la primera mirada sobre el mundo. Lo importante, me dije, sucede en los pliegues ocultos de la vida.

Levantamos el campamento unas horas más tarde y llegamos, ya al atardecer, a nuestro hotel, The Inn of Cape May. Si anoto aquí su nombre, es porque me pareció un lugar de ensueño: las maderas viejas, el gusto sobrio y elegante, el servicio adecuado. Al atardecer les leía a mis hijos poemas de Derek Walcott —«Amar un horizonte es insularidad»—, a la vez que observábamos la vastedad del océano y ellos inquirían el número de tiburones blancos que navegan por aquellos mares. Cerrada la noche, bajábamos mi mujer y yo al bar y leíamos en silencio bajo las estrellas insomnes del verano, ya fuera el periódico del día, alguna revista o las páginas de un libro. Fue en Cape May donde tropecé con una idea de J. G. Hamann, el Mago del Norte, que me apresuré a anotar en mi diario, mientras los demás dormían. Las palabras resuenan en nosotros solo en momentos determinados, nunca antes de alcanzar un periodo de madurez. El enigmático filósofo alemán publicó en 1773 una apología de la letra H, en la que reivindicaba el eco de las sombras. No es casual, pensé, que la palabra inglesa hidden (escondido) empiece con un leve sonido aspirado, casi inaudible, ni que las fuentes de la conciencia broten allí donde no sabemos asomarnos mas que en raras ocasiones. Lost in Thought (Pensativos), así tituló su libro Zena Hitz, en el que habla precisamente de este silencio que actúa como un humus de la vida. Pero yo entonces no había leído aún el libro de la profesora del St. John’s College, en Annapolis, ni ella lo había publicado, y, lógicamente, yo examinaba aquellas notas de Hamann pensando en la mudez de mi propia vida. Si para Leo Strauss lo no dicho era tanto o más importante que lo escrito, cabía pensar en aquel misterio doble del lenguaje, al que hace muy poco se refería Erik Varden en un hermoso libro sobre la experiencia monástica. En su elegante discreción, la letra H nos sugiere el vuelo del espíritu, su libertad asombrosa.

Sin decir nada, como un sonido borrado por el oleaje del tiempo, permanece anclada en la escritura anunciando la luz que crece entre las sombras de lo que desconocemos, que es casi todo. Luego me quedé dormido hasta que, a la mañana siguiente, de nuevo en la playa, divisamos un carguero que se perdía en el horizonte, ajeno a los bañistas y a las águilas pescadoras y a las gaviotas y a los delfines que danzaban en las primeras horas del día. Supe entonces que debíamos marcharnos y proseguir nuestro camino hacia el norte, antes de que la felicidad se intensificara en exceso y cayera sobre nosotros como una parálisis. Pues ya entonces sabía que aprender a amar las heridas pertenece a la lógica de un amor que se pretende verdadero; del mismo modo que las tumbas no se encuentran deshabitadas, sino que brillan para nosotros. Es la fragilidad la que nos sondea y nos recuerda insistentemente que nadie es foco de su propia verdad.

Un año después escribí sobre la letra H una columna que publicó The Objective y leí Pensativos. Nos habían confinado a causa de la pandemia y solo una ligera desobediencia nos permitía salir al jardín a pasear o a jugar al fútbol con mi hijo pequeño, ocultos a las miradas de los reales decretos que nos prohibían salir a la calle. Entre la casa y el jardín, el mito platónico de la caverna adquiría una corporeidad extraña. ¿Es afuera o adentro, en la luz o en la sombra, donde resuenan nuestras preguntas? No se trataba —me pareció entonces— de un asunto baladí, si pensamos en el cultivo de la interioridad que nutre el silencio. Hoy sigo creyendo que nos jugamos el alma en la calidad de los interrogantes que nos planteamos, los que abren pequeñas grietas en nuestra conciencia. Cada mañana, al levantarse, el poeta Seamus Heaney se decía en voz baja ante el espejo: «¿Qué has hecho con tu vida, Seamus?, ¿qué has hecho con ella?». La respuesta remite a un versículo estremecedor del Libro de Daniel que nos cuestiona una y otra vez: «has sido pesado en la balanza, y se te encuentra falto de peso». No todas las vidas dan fruto ni alcanzan la plenitud a la que estaban llamadas.

En Pensativos, la profesora Zena Hitz nos habla de esa plenitud que llega cuando el hombre se atreve a preguntar desde sus adentros. Su propia biografía sugiere un itinerario al que no son ajenas las lágrimas, en el sentido bíblico. San Benito, en su Regla, insiste en la necesidad de ensanchar el corazón para poder madurar en la verdad; quizás porque el secreto de la sabiduría se halla en un movimiento de los afectos que nos conduce hacia la humildad. Hitz —lo cuenta en el prólogo a este libro— había iniciado una exitosa carrera académica como especialista en filosofía griega antes de descubrir el dolor de la fragilidad humana en el brutal atentado de las Torres Gemelas y de convertirse al catolicismo (ingresando en el noviciado de una comunidad religiosa canadiense, cuya vocación última es el servicio a los pobres), para finalmente volver a la universidad (al mítico St. John’s College en Annapolis, Maryland, donde había cursado sus primeros estudios de Artes Liberales) y acompañar a los alumnos en el descubrimiento de los clásicos. Hablamos aquí de un itinerario vital sostenido por el amor; sobre todo por el amor como condición primera del saber. Porque lo esencial sucede en el corazón, que es el registro de la intimidad, para abrirse después a los demás de forma personal. De todo eso habla Zena Hitz, aunque aparentemente nos hable de la lectura de los autores clásicos, del cultivo de las virtudes intelectuales y de la naturaleza del aprendizaje. Este camino —dirá— «comienza a escondidas: en las reflexiones introspectivas de niños y adultos, en la tranquila vida de los ratones de biblioteca, en los vistazos furtivos al cielo matutino camino al trabajo o en el estudio distraído de los pájaros desde la tumbona. La vida oculta del aprendizaje es su esencia, lo más relevante de él». Y, cuando sucede, cuando entras en ese misterio, no queda espacio ya para la mentira.

Porque, en efecto, lo contrario de la vida interior es la mentira, que actúa como argamasa social; aunque a veces uno se mienta a sí mismo para soslayar el veredicto que le reserva la balanza. La mentira es la ideología, pero es también el brillo mundano que se persigue a toda costa. La mentira es el poder, en su sentido político más fuerte. De ahí que, para recuperar el valor de la verdad, necesitamos acudir a lo que no resulta evidente ni se muestra de inmediato ante nuestros ojos. En un capítulo bellísimo del libro, con ecos de Václav Havel, Zena Hitz reivindica esta estrecha relación entre la verdad y la dignidad humanas que alcanza, por supuesto, el campo de nuestra proyección pública: «Cuando miento a alguien, me aprovecho de la apertura al mundo de esa persona, de su capacidad de percepción y de su juicio racional, como un medio para obtener lo que quiero. Quiero una esposa y una amante, así que miento para lograr ambas. Quiero pasar la mañana tranquilo, así que encubro alguna verdad que pueda desencadenar un conflicto en casa o en el trabajo. La mentira personal apela no solo al juicio racional de la audiencia, sino también a sus propios deseos: ellos tampoco quieren que les moleste una verdad difícil de digerir».

Una verdad difícil de digerir. No se entiende, desde luego, a los hombres sin una cierta referencia al misterio. Y el misterio va unido a lo frágil, a lo pequeño y humilde, a nuestra cotidianidad familiar como hijos que somos antes que padres. Se diría que solo lo pequeño y frágil es digno de amor y que lo que es digno de amor —tan oculto como el sonido ausente de una H—, y solo eso, sería la intimidad. Creo que fue san Agustín quien definió el amor como «un oír verdadero». Hitz nos habla de esta escucha atenta que constituye una forma de obediencia y de respeto al texto, al prójimo y a nosotros mismos. El amor no es el lenguaje pomposo del poder, ni la idolatría inmediata de la belleza de otro ser encerrado en sí mismo, sino la verdadera escucha de lo que se nos dice entre susurros o permanece olvidado entre las tumbas o escondido en nuestra conciencia, a la espera de que alguien llame y le abramos la puerta. Zena Hitz nos invita en Pensativos, con su menuda atención a los detalles de la literatura, la vida y el arte, a abrir la puerta, a no dejarnos llevar por lo aparente, a respetar a los demás y a nosotros mismos, a dejar de lado la curiositas —esa «codicia de los ojos»— para cultivar en nosotros el brillo de un oro «que perfora y disuelve mis tinieblas», como reza un conocido verso de Julio Martínez Mesanza.

Unos días después de nuestra estancia en Cape May, el coche nos condujo más al norte y allí, en la ciudad, ya al atardecer, deambulé sin rumbo. He aprendido a dejarme llevar como el viento o las nubes. Volví a un lugar que había frecuentado muchos años antes, cuando me sentaba en el pequeño cementerio que rodea la Trinity Church, y esperaba a que el sacerdote episcopaliano, en cuya casa me hospedaba, oficiara el último servicio litúrgico. Recordé que, a medida que nos sumergíamos en la oscuridad y las fachadas de los rascacielos se iluminaban, el cementerio se convertía en un refugio para vagabundos. «Este es el hogar de todos los desesperados de la Tierra», puede leerse en el frontispicio del templo. Pero yo no me detuve ni entré en el camposanto. Seguí caminando en busca de otras noches y de otras vidas, también mías. Se había hecho tarde y mi familia me aguardaba. «Me preguntas —escribió Czesław Miłosz— qué utilidad tiene leer los Evangelios en griego. Te respondo que es bueno guiar nuestro dedo por letras más perdurables que las grabadas en piedra y que, al pronunciar lentamente sus sonidos, conozcamos la verdadera dignidad del lenguaje». Y esa dignidad también es nuestra dignidad: la del lenguaje, la del amor, la de la intimidad, la de las letras y palabras mudas, la del sufrimiento, la de la memoria y sus cicatrices, la del misterio de la filiación y la paternidad, la del tiempo, la del dolor, la del gozo y la alegría, la del anhelo, la del saber…, la de todo lo que se refleja en este magnífico libro que ha escrito Zena Hitz.

(Daniel Capó)

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ZENA HITZ

Zena Hitz es tutora en el St. John’s College. Licenciada en John’s College, tiene un máster en Cambridge y un doctorado en Princeton. Antes de enseñar en St. John’s fue profesora de Filosofía en la Universidad de Auburn y en la Universidad de Maryland Baltimore County. Recientemente ha iniciado el Proyecto Catherine, un programa de tutoría en línea sin créditos al estilo de Oxford sobre grandes libros y cuestiones fundamentales. Ha recibido el Premio Hiett de Humanidades 2020.

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Autor: Zena Hitz. Título: Pensativos. Editorial: Ediciones encuentros. Venta: Todostuslibros

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