Hay una pregunta que me hacen mucho en los últimos días: por qué tardé treinta años en escribir una novela sobre la Guerra Civil. Por qué esa guerra, y por qué ahora. Y es cierto. Excepto un libro para uso escolar publicado hace años con ilustraciones de Fernando Vicente, La Guerra Civil contada a los jóvenes, y las novelas del espía Falcó que tienen ese momento como telón de fondo, siempre evité abordar el asunto. Incluso me desagradaba la idea.
Hay una explicación que hizo que me sumergiera en la biblioteca durante diez meses tomando notas, viendo fotografías, reconstruyendo tragedias, imaginando personajes y situaciones que se combinaban con recuerdos familiares y experiencias personales, inspirado todo ello por una certeza: respecto a la guerra que nos destrozó entre 1936 y 1939 y nos marcó para el siglo siguiente, los españoles perdemos la memoria. Me refiero a la real y directa de cuanto ocurrió, pues quienes sabían lo que fue, quienes de verdad participaron en la contienda –hablo de frentes de batalla, no de las complejas retaguardias, que no hubo dos, sino muchas–, han desaparecido. Los más jóvenes, que fueron a luchar con diecisiete o dieciocho años, mi padre, mi tío, los padres, abuelos y bisabuelos de muchos de ustedes, nacieron hace un siglo. Apenas queda alguno vivo y con memoria.
Esa certeza, cuando fui consciente de ella, valía una novela. Muertos los hombres y mujeres de entonces, olvidados los hechos, sólo quedan las ideas. Pero sin el testimonio de la realidad las ideas son peligrosas, pues pueden ser usurpadas y manipuladas por cualquiera, sobre todo en estos tiempos de redes sociales y argumentos simples. La generación que hizo la guerra quiso poner a salvo a hijos y nietos procurando no hablar de lo que vivió, manteniéndolos lejos del rencor y la tristeza que ese tiempo trajo consigo. Pero el silencio tuvo un efecto a la larga negativo, pues al desaparecer los testigos se perdió la memoria personal de quienes de verdad lucharon y quedó sólo la memoria ideológica, muy necesaria, pero basada más en discursos y argumentos que en realidades y recuerdos.

Resumiendo: fascistas y rojos, como entre ellos se llamaban entonces, hubo muchos, pero ni siquiera en un mismo bando eran todos iguales. Por eso pretendo que los lectores reconozcan en estas páginas, haciéndoles justicia, a su abuelo, a su padre, a su tío, a su vecino. Que puedan recobrar lo olvidado sobre ellos, o conocer lo mucho que ya se ignora. Que hijos y nietos se sientan estremecidos, y quizás en algún momento orgullosos, de inscribir su propia memoria en la memoria familiar. Y ojalá logre, también, estimularlos para conocer la verdadera historia de una guerra lejana que no fue tan simple como hoy nos cuentan. Una tragedia que tal vez se resuma bien en la cita del escritor republicano Arturo Barea que incluyo entre los epígrafes de la novela: «Qué brutos, dios mío. Pero qué hombres».
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Publicado el 11 de octubre de 2020 en XL Semanal.



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