Espero no perder ningún amigo por lo que voy a escribir. En mis más de sesenta años dedicados a este sacrificado oficio del periodismo, he trabajado junto a una buena cantidad de colegas. No todos eran titulados por una Universidad o Escuela Superior, ni falta que les hacía. Por ejemplo, mis maestros de los años 60 ya eran periodistas cuando empezó a formarse la Asociación de la Prensa y algunos de ellos tenían que hacer un viaje a Madrid para que fueran examinados y se les concediera el carnet profesional de Periodista. Porque la Asociación de la Prensa de Madrid, que empezó a funcionar en el año 1895, quería saber quienes dirigían y quienes escribían en los periódicos españoles.
Algunos de estos colegas ingresaban propuestos por unas siglas partidistas para tenerlos como peones en la partida de ajedrez que ya estaban jugando el Gobierno y la Prensa en los años 80. El propio partido daba carnets de prensa a quienes querían escribir en los periódicos que tenían conquistados. Fue la época del asalto a los medios de información, que se inició en aquella década con tan buenos resultados. Hacían un buen papel, porque ser periodista tiene un apasionante encanto, y aparentarlo también. Muchos se hicieron buenos periodistas al contacto diario con los auténticos profesionales de quienes aprendían. Es decir, se hicieron periodistas ejerciendo el periodismo en un medio periodístico, no necesitando una titulación académica. En algún Medio de Información, donde asomaban la oreja frecuentemente y erraban, se les motejaba de “periodistas apesebrados”, que, por cierto, solían tener un buen convivir, dada su condición de “periodistas de la secreta”, siempre dispuestos a aprender de quienes sabían más que ellos por pura práctica, por llevar en la profesión veinte años, que es experiencia muy meritoria.
En aquellas Redacciones, todos los recién llegados parecían haber leído a Kapuściński, quien tenía una idea clara del negocio del periodismo. En una ocasión dijo (y después se quedó escrito como doctrina de base) que “cuando se descubrió que la información era un negocio, la verdad dejó de ser importante”.
Me viene a los puntos de la pluma un recuerdo de juventud, de cuando éramos estudiantes en Salamanca y algunos nos colábamos de rondón en la clase de don Enrique Tierno Galván (en la que evidentemente no estábamos matriculados) para oír sus diatribas. Él conocía nuestra ilegalidad, ya que ocupábamos un espacio no pequeño al final del aula, en tres o cuatro mesas de a dos, pero no nos echaba, y nos permitía seguir la clase. Nos llamaba “los intrusos cordiales”.
Así hemos de considerar a los periodistas que, sin serlo, han hecho las funciones propias del periodista por amor a la profesión, aunque fuera un amor interesado (nadie, salvo el platónico, conoce un amor desinteresado).
En estos tiempos nuestros, si estás alineado con un partido político puedes decir que eres arquitecto sin haber pisado la Escuela Superior o Facultad que otorga los títulos en función de tus conocimientos. La función teatral del, o de la, cara dura de mentir, se desmorona si se demuestra que eres un falso arquitecto. Pues resulta que lo mismo se puede decir de ciertos periodistas, que lo son de boquilla. Un periodista, al servicio de un partido político, deja de ser periodista automáticamente, pues pierde su independencia.
Una amiga mía solía decir de esta gente ―a veces gentuza― que eran “aparentadores necesarios para que la sociedad pudiera valorar a los auténticos”.
Son los billetes falsos de la profesión.


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