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Pescar en las nubes, de Mikel Izal

Pescar en las nubes, de Mikel Izal

Pescar en las nubes, publicada por Planeta, es la primera novela del cantante y compositor Mikel Izal. Una historia que se balancea entre el thriller y el viaje emocional. Zenda ofrece un fragmento de este libro. 

1
LA SONRISA DE UN HOMBRE TRISTE

Una semana para el despegue

—Tú y yo, no importa nadie más. Mírame. No me importa lo que ha pasado. Quemaremos esta casa con todo lo que contiene y nos iremos lejos. Huiremos a donde nadie pueda encontrarnos. Mírame a los ojos. Sé que esto ha sido culpa mía, y sé que lo has hecho por nuestro bien. Mira mi boca. ¿Acaso podría ser esta la sonrisa de un hombre triste? Sabes que no. Sabes que es la de un hombre al que acabas de liberar de una carga que no supo afrontar. Fui un cobarde, pero nunca más lo seré, mi amor. Te lo prometo. Ahora, quítame estas esposas y empecemos a vivir como merecemos.

Sobre la mesilla de noche, la luz de la lámpara seguía tiñendo la habitación de un color ocre que dejaba ver los restos de una guerra, de un extraño sueño del que Eric acababa de despertar con el cuerpo dolorido. Esa misma luz iluminaría pocos minutos más tarde la apertura de unas esposas de acero, liberando a uno y volviéndose a cerrar para capturar al otro. Una luz naranja a la que sustituirían después las luces azules de unas sirenas de Policía retumbando en una casa que ya nunca volvería a ser un hogar.

2
VUELO

A sal le saben, en el regusto de la memoria, algunos de los mejores momentos que pasó con Ella. A sal y a crema solar salpicada de arena, y a mar donde enjugaba las lágrimas de sudor bronceado, y a vaporosas cortinas blancas ondeando a media tarde. Le saben a habitación sin dueño, donde follaba espoleado por un espacio ajeno a la rutina del hogar.

Aún nota aquella sal cubriendo su piel y su conciencia. Incluso ahora, en este viaje que le devuelve a aquel reino de agua y sol. Solo que esta vez el agua no baila en forma de olas y espuma, ni sepulta sus pies en la orilla. Hoy ataca desde el cielo, azotando en violentas ráfagas una ventanilla de avión en la que apoya su cansancio tras las exigencias de un vuelo no deseado.

Eric nunca podría enamorarse de la princesa del aeropuerto. Lo sabía ya antes, pero lo confirmó con aquella visión que cambiaría su vida para siempre.

La vio salir por la puerta de la terminal T4. Claudia regresaba tras un par de semanas en Vietnam con sus mejores amigas de la universidad. Un pequeño respiro tras los exámenes del primer cuatrimestre en su segundo año. Él decidió darle una sorpresa e ir a recogerla a su llegada, adelantar unos minutos el reencuentro.

La vio emerger, escupida desde las entrañas del aeropuerto, con aquel horrible chándal de colores fosforescentes, arrugado hasta lo imposible y con un par de manchurrones de la salsa gelatinosa que acompañaba al pollo en la cena. Lucía unas magníficas ojeras cetrinas, el pelo revuelto y la marca rojiza de la almohada de viaje deformándole la mejilla.

En ese preciso instante, con aquella imagen, Eric se acabó de enamorar de Claudia.

Los largos trayectos en avión consiguen reducir a su mínima expresión a cualquier hombre o mujer mentalmente sanos. Al menos, Eric cree que así debería ser. Siempre ha defendido que el aspecto de un pasajero tras un largo vuelo define a esa persona. Cualquiera que tras los controles de seguridad, las butacas estrechas, los interrogatorios de suspicacia criminal, las esperas para coger y dejar las maletas, la comida plástica y todo ese largo etcétera de incomodidades consiguiera mantener un aspecto elegante no es de fiar. Algo debe fallar en la escala de valores de ese individuo.

Claudia pasó con nota aquella prueba. Una prueba definitiva para Eric.

 

Hoy es él quien aterrizará, diezmado y en solitario, en el pequeño aeropuerto de una isla que siempre fue para él sinónimo de felicidad.

En un vuelo de algo menos de tres horas le da tiempo de vaciar en su estómago cuatro de esas botellas de alcohol en miniatura. Elige whisky, pero podría haber optado por cualquier otro licor. Le interesa su efecto, no su sabor. Degustar el trago es un lujo reservado para quien es capaz de disfrutarlo. Y Eric no está en disposición de entregarse a exquisiteces.

Las bebidas son servidas por una azafata de anuncio caro. Contrasta con su perfección el vaso de plástico en el que no pueden tintinear los dos cubitos de hielo. Para Eric, la cantidad de hielos en una bebida debe ser siempre un número par, y tiene que pedir que le retire un incómodo tercer hielo en los dos primeros servicios. En la tercera y cuarta ocasión la señorita perfecta ha aprendido la lección.

La escena destila un deprimente glamur artificial. La del viajero que a pesar del plástico barato y las estrecheces no quiere privarse de nada, mientras el resto del pasaje lucha por dormir una breve siesta o por conseguir que el sonido del sistema de entretenimiento salga por los dos auriculares. Un antiglamur que empeora con cada copa, cuando la ebriedad comienza a ser notoria.

Eric llega a pedir la quinta dosis, pero se la niega esa misma señorita con mucha amabilidad y una magnífica sonrisa blanca, sugiriéndole disfrutar de ese trago de una forma más confortable en el bar del aeropuerto. «Aterrizaremos en breve, caballero.» Eric gruñe una especie de gracias.

Cuando se marcha la azafata dedica unos segundos a reforzar un dogma adquirido en vuelos previos: «Aléjate de las azafatas de vuelo, Eric». Le aterran esas maneras perfectas, a pesar de las turbulencias subidas de tono, del vómito de la mujer nerviosa del 27C o del llanto ininterrumpido del bebé del 12A, que Eric, desde el asiento de atrás, ha comprobado empíricamente que supera en decibelios al último disco de Beck a todo volumen en sus cascos. Esa sonrisa robot siglo xxv, esa falsedad profesionalizada es un superpoder contra el que nada podría hacer un civil en tierra firme. Con una mujer así es imposible saber si realmente todo va bien o si uno está a punto de hacerse papilla contra el suelo, si la pasión es mutua o esa sonrisa solo es sincera fuera de casa. «Demasiados prejuicios, Eric.» También se obliga a recordar esto último.

Demasiados prejuicios.

Con la azafata fuera de escena y sin alcohol a su alcance, Eric se concentra en la otra tarea que ha distraído su trayecto. Por trigésima novena vez —las ha contado—, intenta colocar el pestillo que sujeta su bandeja en posición vertical. No queda satisfecho del todo en ningún intento. Cierta holgura diabólica en el sistema de piezas de plástico no se lo permite. El contacto baila un poco hacia un lado u otro de su vertical y no hay forma de sentir que el cierre ha quedado en el sitio que corresponde al diseño original. Este tipo de comportamientos obsesivos le persiguen desde hace tanto tiempo que no recuerda cuándo empezaron. El hábito de grandes ingestas de alcohol, sin embargo, es reciente.

Desde la ventanilla del avión, entre las nubes, ya distingue el comienzo de La Isla. La ve acercarse, crecer despacio, como un bebé de arena, hierba y montaña en el que brotan los primeros dientes multicolores. Chalés con tejados anaranjados, piscinas azules, pueblecitos blancos encajados entre los pliegues marrones del terreno, bosques verdes que arderán naranjas para ser reemplazados por más dientes de cemento gris.

En un ejercicio de autocontrol, es capaz de abandonar la batalla contra su bandeja de plástico y se esconde tras el periódico que le han ofrecido al embarcar. Palabras ajenas que acallan las suyas. Esa voz interior que se empeña en seguir formando frases, que trata de explicar un pasado que no tiene explicación, al menos no una satisfactoria. Mejor centrarse en desgracias ajenas que en las propias.

Lo de siempre. El Gobierno y su corrupción asimilada, normalizada hasta la vergüenza propia y ajena. El fútbol que todo lo puede. Poderoso caballero don Cristiano. La España de la paridad posbélica, del rojo y el azul que se infiltra incluso cuando se juega a meter una pelota entre tres palos. Un terremoto aquí, un ciclón allá, demasiado lejos para sentir que ha ocurrido en nuestro planeta. Víctimas de rostros pulidos, sin rasgos, irreconocibles y por tanto invisibles. También la actualización de una noticia repetida, el típico suceso ligero que la prensa ha alimentado hasta convertirlo en un culebrón a pie de calle. Ya son tres las semanas transcurridas desde que empezó «el misterio de la lotería» y todo el mundo sigue el serial.

Continúa desaparecido el ganador del mayor bote en la historia de la lotería europea. Nadie vive ajeno a la noticia gracias a los detalles salpimentados que la prensa ha ido filtrando sin demasiado rigor. Es la ventaja de hablar de alguien que de momento no existe: la dramaturgia puede imponerse sin que nadie se moleste y ayuda a rellenar los días huérfanos de catástrofes de peso. Si dicen que el ganador es un narcotraficante que no reclama el premio por miedo a ser cazado, no habrá quien alce la voz para desmentir la información de primera mano. Puede seguir la función. La noticia ya casi parece una leyenda urbana. Y eso gusta. Encanta. Eric reflexiona un momento sobre esa cantidad obscena de millones. Surge la incógnita del qué haría yo, y Eric se queda perplejo ante su incapacidad de sentir deseo, por lo absolutamente inútil que, en este momento, le parece todo ese dinero. No cambiaría nada en su interior, en sus ruinas. «El dinero solo arregla exteriores», piensa. No pasa por alto, sin embargo, el contraste entre la noticia y una foto que muestra, cuatro páginas antes, a varios niños desnutridos, hinchados de pura injusticia, en la enésima crisis de algún rincón de África.

Los niños sonríen.

El ganador de la lotería se esconde.

El mundo es extraño, y Eric está a punto de volver a tocar tierra.

 

Horas antes, al llegar al mostrador de venta de billetes, no ha dudado. Ha pronunciado el nombre de La Isla ante un joven negro, alto y de atractivas facciones afiladas que lucía el uniforme de la compañía aérea con una sorprendente clase.

—Tiene suerte, en una hora sale un vuelo con plazas disponibles —le ha dicho el joven con una sonrisa amplia, de gato de Cheshire.

«Sí, tengo mucha suerte», ha pensado Eric, que en un par de minutos obtenía un billete de avión que le transportaría a dos mil kilómetros de su casa.

—El embarque es en veinte minutos en la puerta B, no se entretenga demasiado —la apuesta pantera, sus dientes blancos y sus encías rosadas ya se dirigían al siguiente en la cola.

Las ruedas del Boeing 747 han entrado en contacto con la superficie de La Isla hace menos de una hora. Eric ha contemplado el aterrizaje desde la ventanilla de su asiento de clase turista. A la bruma generada por el whisky se han sumado las espesas cortinas de lluvia que se precipitaban contra el fuselaje.

Mientras el mundo se aproximaba de nuevo, una pequeña parte de Eric ha deseado un cambio drástico en el guion. Un espíritu burlón, surgido de algún rincón de su inconsciencia, se ha posado sobre su hombro para susurrarle al oído jugosas alternativas. Ha paladeado, solo un instante, la posibilidad de un incendio en cabina, un atasco en el tren de aterrizaje, un ataque terrorista en el nombre de algún dios, cualquier incidente que alterara el orden natural de las cosas y pusiera freno no solo a este viaje, también a todo lo demás. Un final involuntario que no habría sido culpa suya. El suicidio perfecto. Ha sido un simple pensamiento, un juego de imaginación, pero cuando los pasajeros más nerviosos, casi todos hombres y mujeres de negocios, han aplaudido la pericia del piloto, Eric no ha podido evitar cierta decepción. Un sentimiento que se ha unido al de la vergüenza ajena que siempre le hace sentir ese aplauso nervioso al final de un vuelo. Gente aplaudiendo la normalidad. Una vez en tierra, la sugerencia que le hizo la azafata no ha caído en saco roto y Eric ha visitado uno de los bares del aeropuerto para su quinta copa.

Eric bebe mientras suenan por megafonía diversos avisos que anuncian embarques y despegues inminentes. Un tal señor Lebermann debe acudir a cierto mostrador. A Eric le gustaría saber qué ocurre con ese desconocido, pero nunca lo sabrá.

El techo del establecimiento es un enorme cielo de espejo. Se encuentra con su reflejo al mirar hacia arriba y no puede evitar valorar lo que ve. «Más que guapo eres atractivo.» Eso le dijo Claudia en alguna de sus primeras conversaciones de descubrimiento mutuo. Luego puso esa voz burlona suya, intencionadamente afrancesada y pedante, y soltó una frase de crítico de arte: «Para llegar a vislumbrar tu peculiar belleza, señor Mendoza, hay que observarla el tiempo suficiente». Eric fingió enfadarse mientras ella reía sin maldad.

En el vaso, el número par de hielos relampaguean a través del whisky. Se mira a los ojos, verdes, demasiado separados, y luego desvía la atención a su nariz, grande y aguileña, toda personalidad. Su oreja izquierda es ligeramente más grande y se dispone en su rostro a mayor altura que la derecha.

Claudia le habla al oído.

«No sé por qué, pero no pude dejar de mirarte cuando te vi por primera vez. Tú ni te enteraste. Fue en ese autobús raquítico de la escuela. ¿Recuerdas esa vieja tartana que sonaba como si hubieran montado una chatarrería en el motor? Me pasé todo el viaje decidiendo si te envidiaba o me apiadaba de ti. No te enfades, pero todo en tu cara estaba ligeramente…, digamos que desubicado, y sin embargo parecía que, conforme pasaban los segundos, todo ese desorden iba encontrando su lugar hasta alcanzar una especie de equilibrio mágico. Te convertiste en mi Uma Thurman cubista.» Eric traga el alcohol y el recuerdo. Sigue observándose en el reflejo. Ahora se ve más delgado, más que nunca. Contempla su pelo rubio, que soporta con entereza sus treinta y siete años. Piensa que debe volver a rapárselo. La maquinilla de afeitar eléctrica es uno de los pocos objetos que no ha olvidado meter en la bolsa de deporte. Abre la cremallera y palpa la superficie metálica para asegurarse de que sigue ahí.

La suavidad fría del aparato le transporta a sus catorce años de edad. Sentado en una silla de madera vieja, en medio de una cocina humilde y limpia, con azulejos blancos de cenefas azules y eterno olor a guiso de puchero. Su abuela Dana, maquinilla en ristre, y Eric disfrutando de la lluvia áurea, de la caída ingrávida de aquellos copos de nieve rubia que le liberaban de un peso que siempre creyó inútil.

No dudó al elegir la vía más rápida y eficaz aquel día en el que su querida Dana le preguntó por primera vez cómo quería que le cortara el pelo. «Rápamelo, abuela.»

Desde entonces, una vez al mes se lo rapa casi a ras de cráneo, dejando un milímetro de cabello que colorea su cuero cabelludo con un fulgor blanquecino. El resto del mes duerme unos segundos más cada mañana. Los que no malgasta en peinarse, que siempre le pareció una pérdida de tiempo.

A Eric le gusta dormir, ahora más que nunca. Cuando duerme no piensa.

Sinopsis de Pescar en las nubes, de Mikel Izal

Eric llega en pleno invierno a la isla donde tantas veces había veraneado con Claudia, dispuesto a enfrentarse voluntariamente a una interminable rutina de días grises. Mía, la chica encargada de la limpieza de los bungalós donde se aloja, le pide ayuda para tratar a Julio, un hombre al que la muchacha lleva buscando toda su vida, de una aparente demencia que le impide recordar su pasado.

La peculiar relación que Eric establecerá con Julio supondrá para Eric la posibilidad de reconciliarse consigo mismo y, a la vez, descubrir los secretos que esconde el anciano.

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Autor: Mikel Izal. Título: Pescar en las nubes. Editorial: Planeta. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

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