Hay títulos que son una tarjeta de visita y un manifiesto. La niña de los embustes, Teresa de Manzanares avisa desde la portada: el motor del relato será una mujer que convierte el engaño —es decir, el ingenio— en oficio. Publicada en 1632, en pleno barroco cortesano, la novela de Alonso de Castillo Solórzano no llega para dar lecciones de penitencia ni para engordar el catálogo de miserias morales de la picaresca más severa, sino para afinar un tono que el lector urbano de su tiempo reconocía como propio: el de la comedia social que observa, se ríe y, mientras entretiene, cuenta cómo se sostiene de verdad el gran teatro del mundo.
Lo que hoy llamamos “picaresca femenina” no nace con Teresa, pero en ella adquiere perfil. Antes habían asomado Justina y la hija de Celestina, y también en pliegos y cancioneros había ido cuajando el molde de la muchacha que se burla de la solemnidad del honor con una mezcla de descaro y gracia. Castillo recoge ese hilo y lo teje con una paciencia de artesano: primera persona que no confiesa pecados, sino que se autoescribe; paisaje urbano y cortesano donde todo se pesa en apariencia; y una protagonista que entiende que, si la sociedad es un escenario, el ascenso social depende de saber peinar la escena y contarse bien.
Una pícara con oficio, Madrid por moneda y teatro por espejo
La presentación de Teresa es un programa. Nace —dice— a la orilla del Manzanares, y ese madrileñismo sentimental le sirve desde entonces para darse una pátina de capital que imprime respeto. Hija de poco, aprende pronto que el crédito se abre con una mezcla de presencia, relato y contactos. Nada de sermón: adiestramiento práctico. Vestirse para que la sala te lea como dama. Inventar una genealogía plausible que nadie tenga prisa en verificar. Saber quién oye, quién habla, quién manda y quién cobra por callar. Lo original no es el truco, sino la inteligencia narrativa con que lo cuenta: Teresa no pide disculpas, tampoco alardea; exhibe su pericia como una profesional que ofrece catálogo de servicios.
Castillo organiza ese catálogo en una vida que avanza sin prisa ni lagunas. En la primera juventud, el acceso al salón pasa por el tocador. Teresa se gana la entrada como peinadora y doncella de damas principales. Peinando, escucha; escuchando, aprende; y cuando hace falta, inclina un rumor. El tocador es escuela y gabinete de crisis, un lugar donde la honra de medio Madrid se negocia a golpe de espejo. La muchacha descubre que, en ese reino de superficies, una saya bien cortada y un cuento verosímil valen tanto como un blasón. A partir de ahí, las pequeñas victorias: una piedra prestada que parece joya de familia, una carta que sugiere parentesco con alguien de fortuna, una entrada en una casa que abre otras dos. No hay grosería ni dramatismo; hay administración de detalles.
Cuando Madrid se le queda estrecho o incómodo, la novela se sube a una carreta y prueba mundo. La compañía de cómicos de la legua es el lugar natural para una heroína cuyo talento consiste en modular voz y gesto según la ocasión. El teatro se vuelve método, no tema: no se interrumpe la narración para hablar del corral, se vive en él. Las farsas nacen de anécdotas y vuelven a la vida como piezas que se representan ante Teresa, que se ríe de su propia broma convertida en entremés. La frontera entre escena y calle se borra: el público se reconoce en lo que ve, y la protagonista ensaya en tablas lo que luego ejecuta en salones. Todo funciona con la naturalidad de quien respira su época: la miscelánea barroca se integra porque el siglo mezclaba sin pudor. Carta aquí, romance allá, sainete acullá; si sirve a la verosimilitud y alegra el paso, dentro.
Con los años la voz se vuelve más grave, no amarga. La belleza deja de ser palanca suficiente y Teresa cambia de oficio con la misma serenidad con que antes ajustaba un peinado. La mediación amorosa aparece como salida natural: conoce las casas, sabe de fragilidades y ambiciones, ha visto caer reputaciones por una puerta mal cerrada y subirlas de nuevo con una boda a tiempo. La novela le concede el rango de celestina sin tragedia, administradora de la discreción. La crítica de la doble moral está ahí, visible y sin subrayados. Pagan los viejos verdes con dinero y sustos, pagan los galanes con ridículo, pagan también las damas una tarifa de silencio. El Barroco hizo de la apariencia su sistema solar, y Teresa, con su agenda de favores y su olfato para el riesgo, sabe leer las órbitas.
Este trayecto, que podría prestarse al castigo ejemplar, se resuelve en final de comedia. Matrimonio, casa, hijos, algo de dinero, algo de reposo. Lo que a la picaresca primera le parecía traición al género, aquí es coherencia: el lector cortesano al que Castillo escribe prefiere reconocer su mundo en tono de sonrisa y despedirse con una sensación de orden. No se oculta la ironía: el embuste encuentra asiento en el hogar, la juglaresa social cuelga el hábito y la novela se cierra como quien baja el telón tras el último baile. ¿Edulcorado? Tanto como pide la poética de su tiempo. ¿Cínico? No más de lo que exige la lucidez con que ha sido pintado el ecosistema de honras compradas y fachadas resplandecientes.
Conversación diaria
Lo mejor del libro quizá sea su manera de mirar. La prosa no abruma de recursos conceptistas ni busca el arabesco que detenga al lector ante el escaparate de la frase. Es escritura con oído, de conversación vigilada, que confía en el diálogo y en el detalle costumbrista: la ribera del Manzanares con sus meriendas y músicas, los patios donde se cruzan criadas de buena lengua, los pasillos de las casas principales, los bastidores donde un actor compone una figura que luego repetirá en la calle. Se lee con esa fluidez que parece facilidad y que es, en realidad, un grado alto de oficio.
La otra virtud es el retrato de Teresa como personaje moderno sin que el texto fuerce anacronismos. No se la convierte en heroína emancipatoria ni en víctima santa. Es una profesional del parecer que trabaja con las herramientas disponibles y cobra lo que el mercado reconoce: dinero, posición, respeto prestado. Queda el hueco para el juicio del lector, pero el libro no necesita sermonear para señalar lo esencial. Si el honor depende del ojo ajeno, si la verdad social es lo que muchos aceptan ver, entonces la narrativa personal —diríamos hoy— es un capital tan real como la plata. Las tretas de Teresa, contadas con buen humor, hacen visible esa economía del relato.
La discusión sobre etiquetas, tan querida por el gremio, se disuelve si se atiende al cómo. Teresa participa de la picaresca en su autobiografía práctica y en su mirada descreída; bebe de la novela cortesana en sus ambientes, su galantería sin grandes caídas y su desenlace domesticado; y conversa a cada página con el teatro. El mestizaje no es indecisión sino apuesta estética: la mezcla sostiene el ritmo y la verosimilitud de un mundo donde todos, en mayor o menor medida, actúan. A los puristas que pidan penitencia y moral contundente, la novela les contesta con la eficacia de su arquitectura: la crítica puede ser una sonrisa bien colocada.
En el fondo, lo que La niña de los embustes ofrece al lector de hoy es una guía —sin pretenderlo— para entender un país y una época que no son tan extraños. La obsesión por la imagen, la circulación de rumores como moneda, la construcción de biografías funcionales según el auditorio, la industria de la discreción… A cuatro siglos de distancia, el campo ha cambiado de aparatos, no de leyes. Por eso la novela envejece tan poco: porque expone conductas y protocolos más que tesis, y porque apuesta por la legibilidad sin renunciar a la intención.
También ayuda que Castillo Solórzano escriba desde una conciencia clara de su oficio. No pretende ocupar la cumbre del canon ni disputar con los gigantes el trono de las grandes novelas. Prefiere la pieza bien hecha, que aguanta relecturas, que admite la carcajada y la mueca, que combina el apunte de carácter con la escena que puede montarse al día siguiente en un corral. Desde esa modestia altiva —la del profesional— consigue algo que vale oro: hacer que la figura de Teresa, con su “currículum” de tocador, escenario y alcoba, siga viva cuando han pasado las modas de escuela que la despreciaron por ligera. Si el siglo fue de mezcla, su novela es un destilado.
Y, sin embargo, no todo es técnica. Hay un pulso humano que sostiene las peripecias y que se nota cuando Teresa, en un gesto muy de narradora, se toma el tiempo de explicarnos por qué eligió una máscara y no otra, por qué confió en tal criada o en tal caballero, por qué un peligro le pareció calculado y otro inasumible. Es ahí donde la obra trasciende el apunte costumbrista y ofrece la textura de una vida hecha de decisiones estratégicas, muchas pequeñas y alguna decisiva. Ese es el terreno donde aparece la ética que el género parecía haber abandonado: no la que condena desde el púlpito, sino la que mide costes y efectos. El lector descubre que, en un entorno de apariencias, también hay límites que una profesional del parecer prefiere no cruzar, y que la inteligencia práctica incluye una noción muy precisa de daño y de provecho.
Se ha dicho que Teresa dulcifica la picaresca. Tal vez convenga decirlo al revés: la laiciza. Retira el juicio trascendente y coloca en su lugar una sociología de bolsillo. Lo hace con una gracia que evita el cinismo y con una estructura que premia la atención. Cuando el telón se cierra, queda la impresión de haber asistido a una comedia limpia, con aplomo, que no necesita elevar la voz para retratar la hipocresía que la alimenta. Y queda, sobre todo, un personaje que habría triunfado en cualquier época donde la narración de uno mismo pague facturas: una mujer que aprendió a leerse en el espejo de los otros y supo, con la artesanía del detalle, convertir esa lectura en una vida a medida.
Si a eso añadimos el placer de pisar un Madrid vivo —con su río de meriendas, sus pregones, sus patios, sus corrales abarrotados—, el viaje se completa. No hay que pedir perdón por disfrutar: en la tradición española, pocas cosas más serias que una risa bien administrada. Castillo lo sabía. La niña de los embustes lo demuestra. Y Teresa, que nunca desaprovechó un reflejo, sigue hoy guiñándole el ojo al lector que entiende que, en literatura como en sociedad, el parecer —cuando está bien escrito— también es una forma del ser.


Hala!!! Venga de pícaros/as. Acabaremos en oficios de trafulla, desde Celestina hasta los políticos de nuestros días. Gracias como siempre Prof. Amor