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Por aquí sí que pasan los niños

Por aquí sí que pasan los niños

Pedro Ramos escribió el relato «Por aquí sí que pasan los niños» durante su estancia en la segunda edición de la Residencia Creativa de La Baltasara, una iniciativa organizada conjuntamente por la Fundación Antonio Gala para Jóvenes Creadores de Córdoba y el Ayuntamiento de Alhaurín el Grande en un marco incomparable: la casa última de Gala en el Valle del Guadalhorce.

En Zenda ofrecemos «Por aquí sí que pasan los niños», de Pedro Ramos.

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Cuando Gael tenía cuatro años, sus padres cambiaron el piso del centro por un adosado, más grande y de tres plantas, a las afueras. El barrio terminó de construirse en el noventa y ocho, sobre una planicie donde antes había, arriba del todo, unos pocos huertos que, para cuando el magnate inmobiliario compró el terreno, ya estaban abandonados, secos. En aquella época era común aquello de atestar montículos vacíos con casas débiles, transportadas en helicópteros ya hechas, que parecían de un metacrilato pintado de naranja. Los pocos que ya vivían por allí, cada mañana, amanecían con dos o tres casitas más. Sin obreros, sin volquetes, sin polvo.

Subían las persianas verdes, de cuerda, y cuando el rollito ya estaba arriba del todo, engordado por las vueltas, bajaban la mirada y más allá, en el fondo, pero cada vez más cerca, otra casita naranja.

Por entonces eran baratas. Alquilaron el piso del centro a una pareja de artistas que, años más tarde, acabaron comprándolo. Los veinte millones de pesetas de la nueva casa se pagaron con los ciento cincuenta mil euros del piso vendido.

"Gael tenía hiperfijaciones estúpidas que de nada le servían en el colegio. Siempre encontraba razones que atender antes de hacer las tareas y sus padres, entre unas cosas y otras, desistieron"

Una salita, un comedor, un baño, la cocina, el patio de atrás y el porche de delante. Arriba la habitación de Gael, un baño y el despachito de su madre. Más arriba, la habitación de los padres, y otro baño. La casa, aunque cuadradita por fuera, se iba estirando, cada vez más delgaducha, conforme las personas subían sus escaleras. Gael, con pocos años, ya había notificado ese detalle en su cuaderno de descubrimientos y, por mucho que lo estudiaba, no adivinaba hacia qué protuberancia invisible iba todo ese espacio restante. Como un cono dentro de una cajita de cartón. Para su investigación se hizo amigo, forzosamente, de otros niños más tontos que él que vivían en su calle, la de la señal de STOP, que significa PARA; y de los de la calle de atrás, la de la señal del muñequito que buceaba dando saltos por adoquines blancos, que significa POR AQUÍ SÍ QUE PASAN LOS NIÑOS.

Cuatro habitaciones abajo, cuatro en el medio, dos más grandes arriba. Cuatro habitaciones abajo, cuatro en el medio, dos más grandes arriba.

Alertó a sus padres de la estafa. Había metros en blanco, de mentira. De los cientro treinta metros cuadrados que tenían las casitas de metacrilato, a 153 846 pesetas que pagaron por metro cuadrado, según sus cálculos, faltaba un tercio del terreno prometido. Seis millones y medio de pesetas fraudulentas para el magnate. Cuarenta mil euros a la basura por un terreno que estaba en el aire, pero cuya ausencia no era perceptible desde fuera.

Gael tenía hiperfijaciones estúpidas que de nada le servían en el colegio. Siempre encontraba razones que atender antes de hacer las tareas y sus padres, entre unas cosas y otras, desistieron. Lo de los metros tampoco fue escuchado, pese a contar con datos claros, objetivos. Gael se convirtió en un tonto oficial acreditado con uno, uno, dos, seis, seis, cuatro, dos y tres en las notas, así que, como todos los tontos de verdad, no como sus vecinos, dejó los estudios. Antes de eso tuvo que demostrarles a los demás, con una gran hazaña, que era tonto de verdad. Para comprobar que sus sospechas tenían algo de realidad, con doce años, saltó de su ventana hacia la calle de detrás y, durante unos segundos, pudo estar de pie sobre la plataforma invisible que la casa había prometido. Resbalosa. Bajó la mirada hacia sus pies, que emborronaban un poco las losetas invisibles. Rio. Levantó el izquierdo y, al volverlo a colocar sobre aquel suelo líquido con fuerza, este se rompió. Cayó en el patio de atrás, sobre la barbacoa sin estrenar, de decoración, que venía con la casa. Fractura de calcáneo, fractura trimaleolar de tobillo, disrupción sacroilíaca y una contusión pulmonar. Dos cicatrices rojas en el moflete izquierdo.

"Tuvo que estar varios meses encerrado en su cuarto, rodeado de maquinarias de hospital que le permitían mantener los pies en alto y respirar por las noches"

Además de haberlos estafado con un habitáculo invisible que no podían amueblar, poco se habían esforzado en colocar bien todas esas cosas de arquitectos y obreros que el propio Gael entendía que faltaban —invisibles o no— en esos metros. Algún muro de carga, una viga metálica, de cristal en este caso. Lo apuntó también en su cuaderno. Ninguna evidencia empírica les sirvió a sus padres, a su madre, porque ningún albañil querría reformar, una vez roto, aquel suelo de la segunda planta. Por aquello de que no trabajaban con materiales invisibles. Desde la caída, Gael tiraba piedritas y bolígrafos por su ventana para comprobar que ya no quedaba nada de la habitación atmosférica.

Tuvo que estar varios meses encerrado en su cuarto, rodeado de maquinarias de hospital que le permitían mantener los pies en alto y respirar por las noches. Como la caída había tenido unos condicionantes concretos, tan específicos, el seguro tuvo que atenerse a una cláusula desconocida. Era el segundo niño de España y el tercero de la Unión Europea en ser víctima de un suelo resquebrajado invisible. La burocracia en estos casos fue tan lenta que, para cuando el perito invisible vino a comprobar los daños y la infraestructura culpable, un viento se había llevado las ruinas y sus heridas ya estaban curadas. Por mucho que el profesional inspeccionó, tan solo encontró en el lugar del accidente dos piedritas y un bolígrafo con varios colores. Rojo, verde, azul y negro. Gael lo observaba desde su ventana. El perito miró hacia arriba y, cuando encontró la carita del niño, esperando la cifra que lo volvería millonario, este se encogió de hombros, se despidió con la mano y se llevó su bolígrafo.

Gael ya no confiaba en el resto visible de su casa, tampoco en sus padres, ni en la justicia. De modo que se encerró durante mucho tiempo en su cuarto. Ideó una suerte de pestillo con la silla del escritorio y las cuerdas del proyecto suspenso de Tecnología y allí se quedó. Sus padres intentaron entrar un par de veces, sin mucho afán por derrumbar la puerta.

"Su madre, como todas las madres, tenía razón, y Gael poco a poco fue volviéndose amarillo, luego más verdoso y, finalmente, transparente"

Él creció, cómo no. Y su ropa empezó a quedársele pequeña. Y su barba empezó a asomar, y sus calzoncillos, ahora agujereados, ni siquiera podían contener su nuevo cuerpo de hombre. Por eso, Gael, que había estudiado todo, que tan inteligente era, consiguió inventarse sus propias ropas invisibles y las vistió. Cuando todas las prendas estuvieron sucias, aunque no sudase mucho en aquel habitáculo diminuto, inventó también un jabón invisible y un grifo invisible y un trapo invisible. Y, después, una televisión invisible y una consola como la que él siempre había querido de niño. Como un soplido fantasmagórico, seguía escuchando a su madre, desde la cocina, gritarle aquello de sal un poquito a que te dé el sol, a jugar como los niños, que te vas a volver transparente. Sobre todo ahora que se había viciado a sus nuevos videojuegos.

Su madre, como todas las madres, tenía razón, y Gael poco a poco fue volviéndose amarillo, luego más verdoso y, finalmente, transparente. Tan solo los pelitos nuevos de su barba aguantaron unas semanas más a aquella maldición del encierro. No fue hasta que desapareció del todo cuando sus padres consiguieron abrir su puerta y, cuando eso ocurrió, ya no recordaban bien a su hijo y todas las cosas visibles de Gael acabaron en un rastro benéfico para ayudar a los niños pobres de África.

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