Segundo siempre queda en segundo lugar, algo irónico, considerando que su familia tiene una tienda de trofeos. Pero todo cambia cuando surge la oportunidad de ganar un cupo para un campamento de astronautas. Con la ayuda de sus amigos, empieza a entrenar para superar las pruebas. Mientras tanto, su barrio se enfrenta a una amenaza: inversores están comprando las tiendas locales, poniendo en riesgo su comunidad.
A continuación reproducimos un adelanto de Por un segundo, de Ana Campoy, libro ganador del XXXV Premio Ala Delta.
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El día que se acabó el colegio y nos dieron las notas me puse muy contento. Recordé el principio del curso, aquel septiembre, cuando me propuse perseguir mi sueño. Esa tarde había colocado en el cuarto un montón de objetos que me animaran a lograrlo: la maqueta de la Estación Espacial Internacional, el dibujo de la bóveda celeste y hasta la foto de Pedro Duque, nuestro primer astronauta en el espacio, que es mi ejemplo a seguir.
Aquella tarde de ilusión me hice una promesa: estudiaría mucho. Tanto como para ser el primero y ponerme en ruta. ¡Sería igual que Pedro Duque! Así que pasé todo el año esforzándome.
Puedo decir que el resultado fue excelente. Si seguía así el resto de mi vida, era posible que llegara a ser astronauta. Nada se interpondría entre mi sueño y yo. Solo hubo un pequeño detalle que me empañó un poco la fiesta, y es que se cumplió exactamente el mismo fenómeno que ocurre cada dichoso curso de mi vida: fui el segundo de la clase.
Sí. Ya sé que eso no me impide ser astronauta si yo quiero. Son cosas que pasan. Pero es que, en mi caso, pasa siempre. Cada dichosa vez, sin fallar una, Max siempre es el primero.
¿Cómo explicarlo? A ver, lo intentaré. Por ejemplo: si hay un dato superdifícil que la profesora comentó un día y que nadie en clase cree haber escuchado, Max lo recuerda y lo pone en el examen. Si tenemos que dibujar una cosa megacomplicada y hay que ser riguroso con las medidas, Max lo logrará y, además, lo coloreará de la manera más original. Si hay que correr como un lince porque en Educación Física ponen una prueba de relevos, Max será el más rápido, y su llegada hasta será emocionante.
Capitán del equipo de ajedrez, de canicas y de voleibol. Delegado de la clase. Primer clarinete de la orquesta del barrio. Voluntario en la Cruz Roja. Max es encantador. Max es simpático. Max siempre es el mejor.
Si hay un nuevo álbum de cromos, será el primero en completarlo. Si hay que llevar un bizcocho a clase, será el mejor horneado. Sería hasta capaz de aprenderse un baile con todos los pasos en tiempo récord. Así siempre. Sin ningún error. Algo brutal. Algo extraordinario. Algo asquerosamente insoportable.
Es imposible que Max caiga mal a alguien, ni siquiera a mí. Por eso que sea tan brillante es un verdadero drama en mi vida, porque soy incapaz de odiar tanta perfección.
Pero no hay que ignorar la situación en la que me encontraba: ahí plantado, en mitad de la oficina de Correos. Acababa de descubrir que Max había pagado el envío justo antes que yo. Hasta pude ver el cartón con los colorines de la promoción de Zanganitos en su mano. Max también se había apuntado. No había duda.
Puede que, por un segundo, yo no hubiera sido el primero en hacerlo. Y hasta es probable que su sobre se hubiera depositado en el cajón un instante antes que el mío. También era muy posible que cuando las dos cartas llegaran a la oficina de Zanganitos, la suya fuera la primera en recibir el abrecartas dorado.
No sabía cómo, pero Max había vuelto a hacerlo. De nuevo era Max, el máximo. Max, el superior. Max, el primero de todos.
¿Es que no podía librarme de él ni siquiera en vacaciones? ¿También comía Zanganitos y tenía que fastidiarme la ilusión del verano? Y, lo peor: ¿era posible que él también quisiera ser astronauta? Debí de poner una terrible cara de tragedia, porque Bianca pensó que el aire acondicionado no me estaba sentando muy bien.
—¿Quieres que salgamos? —me preguntó.
Y yo asentí con mi cara de papel y caminé mirándome los pies.
Una vez en la calle, Bianca se puso a abanicarme, pero le dije que no hacía falta. Me obligué a tranquilizarme, porque ya habría sido la repanocha si Max me hubiera visto desmayarme. Seguro que sería el primero en hacerme el boca a boca. Y eso sí que no. Menuda humillación.
Preferí regresar a nuestra calle comercial, que al menos era un lugar seguro, ya que desde hace unos años es peatonal. Se lo sugerí a Bianca porque, cuando me desilusiono, suelo volverme muy despistado, como si el bajón no me dejara dar pie con bola. Corro el riesgo de cruzar sin mirar y de que alguien me atropelle o de pegarme contra una farola. Era mejor despedirnos en zona segura, en nuestro barrio. El sitio que conozco y que siempre es igual. Porque odio que las cosas cambien.
Menos mal que no nos separamos al llegar, porque los cambios estaban allí, esperándonos. Casi pasamos de largo. Estuvimos a punto de no darnos cuenta. Pero ahí estaba. Amenazante. La luz invasora reflejándose contra el cristal del escaparate. Un escaparate vacío.
Se trataba de una nueva tienda. Otra más.
Y, sobre ella, el dichoso luminoso de la taza que nos observaba con su fulgor rosa chicle. Parpadeaba como haciéndonos señales. No sé si para atraparnos o para mantenernos alejados.
Al verla, dimos dos pasos atrás.
—No sé qué está pasando —dije—, pero no me gusta un pelo.
Bianca asintió y, al principio, no dijo nada. Aunque después sugirió que volviéramos a casa.
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Autor: Ana Campoy. Ilustraciones: Beatriz Castro. Título: Por un segundo. Editorial: . Venta: Todostuslibros.



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