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Preguntas sobre la poesía de Ben Clark

Preguntas sobre la poesía de Ben Clark

¿Es un deportista? ¿Es un superhéroe? No, ¡es un poeta! Aunque, si en lugar de un perseverante poeta fuese Ben Clark (Ibiza, 1984) un futbolista, sería, sin duda alguna, uno de los más exitosos y envidiados del panorama nacional, y mucho habría oído hablar de él cualquier ciudadano de a pie, pues ha jugado, a lo largo de su trayectoria y dependiendo de la temporada, para las mejores editoriales poéticas del país. Jugó, en primera instancia, para Hiperión, al alzarse con su prestigioso premio en la vigésimo primera edición, gracias a su personal herencia —en formato libro de poesía— de Dámaso Alonso: Los hijos de los hijos de la ira (2006). Jugó luego para Pre-Textos, al alimón con Andrés Catalán, tras haber ganado el IV Premio de Poesía Joven RNE, gracias a Mantener la cadena de frío (2012). Y jugó para Visor, haciéndose con el XXX Premio Loewe, gracias a La policía celeste (2018). Ahora, en el presente año, ha fichado al fin por Espasa y nos trae ¿Y por qué no lo hacemos en el suelo?, libro que ha caído como agua de mayo para tantos después de tantos meses de encierro.

Tan envidiable y apabullante palmarés no ha pasado desapercibido ni para los lectores ni para los críticos, verbigracia, Luis Bagué Quílez o Daniel Escandell Montiel. Mucho menos para los jóvenes poetas, que lo siguen y lo idolatran y quisieran, incluso, ser como él, quisieran hallar la fórmula de la comunicación efectiva y del éxito lírico. Es quizás el caso más reciente y manifiesto el de la última ganadora del Premio Hiperión, Rocío Acebal Doval, quien ha tomado prestado de entre los versos de Los hijos de los hijos de la ira cierto sintagma, Hijos de la bonanza, para bautizar con él el poemario que lograría conquistar al jurado de dicho concurso; he aquí su referente original: “Haciendo caso omiso a los escrúpulos, / al vacío que moraba en nosotros, / hijos de la bonanza; / los hijos de los hijos de la ira, / herederos de todos los despojos”. No ha pasado desapercibido tal currículo ni siquiera para el propio autor, quien, demostrando ser uno de los poetas más honestos de la actualidad —extraña cualidad en el mundillo—, se dice a sí mismo mientras saborea el dulzor y la amargura de los objetivos cumplidos:

Me felicito:
hoy conozco la técnica,
hoy imparto talleres de mecánica
poética y publico
en las editoriales más famosas (p. 51).

No obstante, por increíble que pueda llegar a parecernos en un primer momento, al rememorar sus primeros poemas es capaz de mirar, desde la comodidad y la complacencia del futuro, desde la experiencia vivida y los kilómetros andados, a aquel tímido poeta adolescente, todavía desconocido, con una sincera envidia:

Y envidio a ese poeta.
Envidio su talento desbocado
y, lo peor de todo, siento envidia
del amor sin mesura que intentaba
convertir en poema (p. 51).

Y es que, precisamente, de eso trata el libro que nos atañe en esta reseña: de todos los amores que, con el paso de los años, Ben Clark ha conseguido destilar y transformar en poemas para inmortalizarlos e inmortalizarse.

Dos elementos de carácter paratextual nos revelan esta inequívoca intención del autor, pero ¿cuáles son? Por un lado, la dedicatoria, a saber: “Para quien lo probó”, la cual, evidentemente, es un guiño al celebérrimo endecasílabo de Lope de Vega que cierra uno de los sonetos amorosos más bellos de nuestra caudalosa tradición literaria: “[…] esto es amor, quien lo probó lo sabe”. Por otro lado, la cita que inmediatamente sirve de pórtico a la lectura del poemario: “Esta sociedad nos da facilidades para hacer el amor, pero no para enamorarnos”, la cual pertenece a Antonio Gala. No es, empero, de extrañar el diálogo de Clark con Gala, puesto que este fue, en su juventud, becario de la tercera promoción de la Fundación Antonio Gala para Jóvenes Creadores de Córdoba y, como tal, nunca ha ocultado ni en el ámbito privado ni en el ámbito público su profunda admiración y su sincero agradecimiento hacia el escritor manchego andaluz. No hay más que acudir, de hecho, a la “Carta blanca” que publicó en abril de 2018 en El País dirigiéndose a él: “Nos regalaste tiempo para crear, un tiempo soñado en una ciudad soñada como Córdoba, pero, sobre todo, nos regalaste amigos —y en algunos casos parejas— con los que hemos compartido y compartimos algo singular: haber vivido dentro de una idea, de tu idea”. Hoy por hoy es el tutor de poesía de esta institución, estrechando aún más los lazos que lo unen a los jóvenes literatos.

No son estos, sin embargo, los únicos diálogos intertextuales que se producen a lo largo y ancho del poemario y que dan cuenta del hondo conocimiento que el ibicenco posee, a través de la atenta lectura, y aglutina del universo creador hispánico. En ocasiones, estos se reflejan de manera muy directa y patente, por ejemplo, en el caso de Antonio Machado, que se cuela inesperadamente en el curioso poema “Dr. en Medicina y Cirugía”:

[…] un segundo de vida es más inmenso
que mil años de muerte
y si hay una verdad inamovible
es el verso “hoy es siempre todavía” (p. 59).

En otras ocasiones, por el contrario, las concomitancias que podemos rastrear con la lupa filológica son menos explícitas, mas, tal vez, son a la par más suculentas. Es, probablemente, uno de los puntos de encuentro más interesantes de los localizados el que surge en el poema titulado “El corazón fantasma”, donde confiesa, en ese habitual tono constante de complicidad que aclimata la atención del lector y lo atrapa sin remedio:

He cometido el crimen que previenen
las canciones de amor:
he vuelto a los lugares donde fui
feliz. Feliz contigo y donde todo
ha cambiado de sitio o se ha perdido (p. 16).

Se refiere, en concreto, Clark a la canción “Peces de ciudad”, de Joaquín Sabina, en la cual el cantautor jienense apunta la siguiente revelación que sirve a los demás de advertencia: “En Comala comprendí / que al lugar donde has sido feliz / no debieras tratar de volver”, haciendo alusión al pueblo fantasma —como el corazón que esboza nuestro protagonista en su poema— de la famosa novela de Juan Rulfo, Pedro Páramo. Y en medio de todos ellos, vuelven a estar, ocultos, las coincidencias con Gala, quien, en cierta entrevista concedida a El Mundo en el año 2005, aconsejaba: “Pero no debe volverse a los lugares donde se haya sido verdaderamente feliz”. Efectivamente, al regresar al lugar donde ha sido feliz, el sujeto lírico ha desoído todas las llamadas de peligro anteriores. Por otro lado, existe la posibilidad de que el poema “Alberca blues” tienda un puente por encima del tiempo y del mal temporal con Las flores del frío de Luis García Montero, al presentar en él a una figura solitaria que busca el afecto frente a las adversidades vitales al amparo de un título de corte musical:

Nada da tanto miedo como el frío.
Recuerdo la primera vez que unidos,
respirándonos mutuamente —suerte
de extraña criatura entre la lluvia—,
sentimos el poder de nuestro abrazo (p. 39).

Cabe preguntarse, pues, sobre la base de la intertextualidad expuesta hasta ahora, cuánto hay entonces de tradición o de tópico y cuánto hay de novedoso en el tratamiento que realiza del amor Ben Clark en el desarrollo de este poemario. Ciertamente, el poeta opera a partir de algunos lugares comunes de la materia amatoria que, en cambio, se ven en su escritura revisitados y revitalizados. Nos topamos, así, con el tópico de que el amor logra que todo renazca y que el mundo se inaugure nuevamente, si bien el poeta no se remite en ningún momento a un amor mayúsculo o a un amor único, sino a cada amor, a los distintos amores, postura mucho más propia y pragmática ante una sociedad que ha aceptado ya el tránsito de sus ciudadanos de amor a amor como algo frecuente y aceptable:

Vivimos cuando amamos,
con cada amor nacemos otra vez (p. 13).

Nos encontramos, también, en una de las composiciones más hermosas del conjunto con uno de los grandes loci de la literatura, la militia amoris, esto es, la concepción del amor como una guerra. Y en esa guerra al borde de la muerte, en la que un simple beso es la mayor arma, el tiempo se congela y el instante se captura para entroncar, de igual modo, con la tópica del amor cortés, en la que el amante es un vasallo y ha de sufrir para ganar el favor de la dama, disfrutando del feliz sufrimiento y del consuelo masoquista que este proceso le proporciona:

Te beso y me imagino una batalla
entre este mismo beso y su recuerdo.
Una batalla horrenda en la que solo
hay un muerto: este instante en el que beso,
en el que yo te beso y que ya pasa,
fugaz, y se transforma, sin remedio,
en un motivo más para extrañarte,
en alegre dolor cuando te pienso (p. 21).

Pero no solo de versos, por cierto, se compone ¿Y por qué no lo hacemos en el suelo?, dado que, asimismo, el autor ha reservado algunos espacios para la prosa, configurando una agradable intermitencia entre la poesía narrativa, en tanto en cuanto siempre hay una historia escondida detrás; la prosa poética, que no deja nunca de arañar los sentimientos y las emociones del lector; y los poemas breves, que sirven de reposo y de transición para lograr una lectura amena. Un buen ejemplo de esta prosa puede observarse mismamente en “El capitán Lawrence Oates sale un momento”. En este texto, la herida de amor, que urde su mayor exponente en la mística española y en las corrientes neoplatónicas, se banaliza para fusionarse con la cotidianidad, una de las mayores apuestas de Clark en su poesía del día a día para el día a día. De esta guisa, si el escenario propuesto por el yo lírico de Góngora eran las violetas, nuestro escritor se traslada:

Heridos como estábamos los dos —herida tú, herido yo—, quizá hubiera sido mejor lavarse los dientes y salir por la puerta sin hacer ruido. Descalzos como un niño irresponsable y dichoso. Como el ladrón sin nombre que nos dejó vacíos (p. 61).

Baste, en este derrotero, tan solo un ejemplo más que incide sobre el poder redentor de la mirada y, por ende, nos remite a las teorías que literatos y médicos sostenían durante el Renacimiento, volcadas y actualizadas estas aquí para, nuevamente, cambiar los ritmos caprichosos del tiempo con estas líneas:

Pero de pronto me miras un segundo más de la cuenta, y yo tacho, casi feliz, un día más en el calendario de la eternidad (p. 74).

Por otra parte, resultan, en verdad, sorprendentes algunas de las imágenes del amor que Ben Clark disemina y perfila en sus letras, las cuales son absolutamente innovadoras y son, en gran medida, fruto de una perspectiva poética que crece y se asienta en torno a las preocupaciones y necesidades contemporáneas. De esta forma, es el poeta quien reclama una suerte de educación sentimental que nos prepare para los diversos avatares que, sin atisbo de duda, el amor nos provocará y que nos salve, tal vez, de alguna que otra decepción romántica:

Sin duda es más terrible que no expliquen
ni en las aulas ni en libro alguno que
el amor, de existir, tiene los pies
ligeros como el aire y no se ve (p. 14).

Insiste, además, Clark en las luces y en las sombras de la rutina para admitir que fueron los amantes los creadores del silencio que los circunda y los amenaza, y las escenas exteriores del supermercado se alternan, a continuación, con los paisajes interiores de la pareja que camina en una distancia próxima separadamente unida:

Es cierto, el silencio se creó
el día en que ni tú ni yo escuchábamos,
un día que sin duda fue un domingo
—o un lunes, tanto da—
y comprábamos pollo […] (p. 15).

Posteriormente, del sedimento de dicho silencio brota una imagen de veras inquietante, la cual traduce, de algún modo, la belleza y el horror del amor, tantas veces paradoja, tantas veces hipérbole, siempre parte de nuestra normalidad, sea cual sea esa:

Te he amado en silencio y en la distancia como aman los tiburones. Te he amado cada día, domingos y festivos y puentes y durante largas y tortuosas vacaciones. Si te hablé, fue solo en sueños o en pesadillas inconclusas donde te buscaba sin haberte encontrado nunca, donde repetía tu nombre ignorado con miedo (p. 45).

Pese a todo, aun siendo hijo indiscutible de su tiempo —quizás el hijo pródigo en el que las nuevas generaciones pretenden reflejarse y al que imitan—, Ben Clark denuncia en los últimos compases de su libro sentirse ya hijo de otro tiempo, sin dejar de defender por ello los múltiples beneficios que las tecnologías han dado a la literatura, dado que abre las puertas de su intimidad para desvelarnos que el origen de su inmensa capacidad creadora reside en aquellos mensajes que una agenda electrónica —tecnología completamente obsoleta hoy— no fue capaz jamás de transmitir y, en consecuencia, acabaron, por fortuna para todos nosotros, en su libreta:

Mi plan habría sido perfecto de no ser por un pequeño detalle: ella no tenía una Casio Club. Mi agenda electrónica emisora carecía de una agenda electrónica receptora, nuestras tecnologías no eran compatibles, mi mensaje de amor rebotaba en forma de rayos infrarrojos por la clase y no tenía donde aterrizar. Un desastre (pp. 80-81).

¿Ha demostrado Ben Clark ser un excelente poeta? De sobra. ¿Ha bebido en su andadura de los manantiales de la tradición? Sí, por supuesto; sin embargo, siempre con el afán de descubrir, aprender y reinventar. ¿Está llamado a ser uno de los pocos poetas que perduren en la etapa de mayor producción poética de nuestra literatura? Sus méritos así lo indican. ¿Merece la pena leer su nuevo libro? Sí, porque en él hallaremos un precioso recorrido por los muchos senderos del amor que Clark ha explorado. Queda, pues, una última pregunta por responder: ¿Y por qué no la hacemos en el suelo? Sean las palabras del autor la respuesta perfecta, la invitación definitiva a su lectura:

No podremos caer más bajo, no:
a partir de aquí todo será cómodo;
a partir de hoy ya solo hay que ascender (p. 38).

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Autor: Ben Clark. Título: ¿Y por qué no lo hacemos en el suelo? Editorial: Espasa. Venta: Todos tus librosAmazon, Fnac y Casa del Libro.

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