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Proust: donde nadie pierde el tranvía

Proust: donde nadie pierde el tranvía

Confieso, con esa mezcla de pudor y delectación que acompaña a las grandes fatigas voluntarias, que al internarme en En busca del tiempo perdido tuve la sensación de deslizarme no tanto en una novela como en una tarde interminable, de esas que comienzan con una luz prometedora y acaban, sin que uno sepa cómo, en un crepúsculo fatigado donde hasta el reloj parece haberse quedado pensativo. Proust no invita al lector: lo recuesta. Y una vez recostado, le pide que no se mueva durante varios miles de páginas, no vaya a perturbar el delicado ecosistema del recuerdo.

Porque aquí no se vive: se rememora. No se ama: se analiza el amor después, durante y antes de haberlo sentido. Y no se pierde el tiempo, como haría cualquier persona honrada; se lo contempla perderse con una atención tan minuciosa que acaba por adquirir la solemnidad de un rito doméstico. El tiempo, en Proust, no corre: se estira, se suspira, se abanica con frases largas como sofás decimonónicos, pensadas más para reclinar el espíritu que para conducirlo a algún lugar reconocible.

"Los personajes flotan en este universo acolchado con la misma languidez con que una idea cruza una mente somnolienta"

Y aparece, claro está, la magdalena, ese objeto modesto que, al ser mojado en té, se transforma en oráculo. Nunca la literatura confió tanto en un bollo. Bastó ese gesto mínimo para que el pasado entero se levantara, desperezándose con infinita cortesía, dispuesto a ocupar siete volúmenes. Desde entonces sospecho de los desayunos: untar de mantequilla cualquier tostada puede desencadenar una autobiografía de siete mil páginas.

La prosa —ay, la prosa— avanza con la elegancia cansada de quien sabe que no tiene prisa alguna. Cada frase se demora, se adorna, se corrige a sí misma con una delicadeza casi coqueta, como si temiera resultar demasiado clara. Leer a Proust es asistir a una frase que recuerda otra frase que estuvo a punto de ser escrita. El sentido no se impone: se insinúa, se difiere, se deja caer con suavidad sobre el lector, que para entonces ya ha olvidado por qué estaba esperando.

Los personajes flotan en este universo acolchado con la misma languidez con que una idea cruza una mente somnolienta. No caminan: se desplazan interiormente. No hablan: matizan. Sus pasiones, examinadas con lupa infinita, pierden calor a fuerza de precisión. Los celos se convierten en tratados; el amor, en una serie de observaciones tan sutiles que acaban por desvanecerse como perfume caro en una habitación demasiado grande. Todo es distinguido, todo es correcto, todo es ligeramente extenuante.

"El tiempo, gran protagonista, se convierte en una sustancia casi viscosa. No pasa; se posa"

La sociedad que Proust retrata no vive en el ruido sino en el murmullo. Los salones se suceden como pensamientos bien educados, y la historia —esa cosa vulgar que ocurre fuera— apenas se atreve a asomar, no sea que estropee la atmósfera. El mundo real resulta casi indecoroso frente a tanta introspección. Aquí nadie tropieza, nadie llega tarde, nadie suda, nadie pierde el tranvía: solo se recuerda con intensidad y se reflexiona con elegancia.

Se nos asegura, con voz grave, que esta es la profundidad suprema. Y no lo niego: profundidad hay, pero también una curiosa sensación de estar descendiendo por una escalera alfombrada que no conduce a ninguna puerta. Se baja y se baja, con paso cuidadoso, hasta descubrir que el interés se ha quedado arriba, descansando. El análisis psicológico es tan exhaustivo que termina por sustituir a la emoción misma. No sentimos: asistimos al comentario autorizado de alguien que sintió hace tiempo.

El tiempo, gran protagonista, se convierte en una sustancia casi viscosa. No pasa; se posa. Cada instante es exprimido con tal esmero que deja al lector con la vaga impresión de haber participado en una ceremonia de degustación del segundo. Algunos llaman a esto placer refinado. Yo lo llamaría un arte exquisito de la demora, una forma elegante de no llegar nunca.

"En busca del tiempo perdido se respeta más de lo que se disfruta, como esos muebles heredados que nadie se atreve a tirar y nadie se atreve a usar"

Y, sin embargo, nadie se atreve a bostezar en voz alta. En busca del tiempo perdido se respeta más de lo que se disfruta, como esos muebles heredados que nadie se atreve a tirar y nadie se atreve a usar. Es una obra que se cita con reverencia y se lee con resistencia. Terminarla otorga un prestigio discreto, similar al de haber pasado un verano entero en un balneario demasiado silencioso.

Cierro el libro —con un gesto lento, casi ceremonial— y me queda una impresión ambigua, delicadamente cansada. Proust buscó el tiempo y lo convirtió en estilo; yo busqué una novela y encontré una larga siesta del espíritu, admirablemente escrita. Y mientras el recuerdo de sus frases se desvanece con elegante languidez, no puedo evitar pensar que el tiempo, cuando se mira tanto, acaba por quedarse mirándonos a su vez, inmóvil e involuntariamente divertido. Como diciendo: te he llevado al huerto, querido lector. Caíste en mi telaraña.
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