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Que no lleve el viento su sombra

Que no lleve el viento su sombra

El tercer factor 

Se habla mucho de la inspiración y del trabajo, siguiendo aquella conocida máxima de Cela, pero rara vez o casi nunca se habla de la suerte, ese tercer factor que resulta mucho más determinante a la hora de definir la repercusión de una trayectoria. Alguien saca el tema cuando la noche nos conduce hasta una coctelería del barrio del Retiro en la que nos refugiamos para sofocar los ecos de la fiesta con la que hemos celebrado el séptimo aniversario de Zenda, y enseguida nos ponemos a enumerar ejemplos recientes de libros que han obtenido éxitos notorios —Patria, de Aramburu; Ordesa, de Manuel Vilas; El infinito en un junco, de Irene Vallejo— sin que nada hiciera presagiarlo, así como de otros que estaban llamados a obtener la gloria y se quedaron olvidados en una curva del camino. Alguien que no recuerdo acuñó hace unos años el término loteriatura para referirse justamente a ese azar caprichoso que lleva a determinadas obras a encaramarse sobre las demás, a salir del anonimato para erigirse en tótems de un momento concreto. Es célebre el caso de La sombra del viento, que Planeta publicó sin demasiadas esperanzas y apenas promoción, hasta que al cabo de unos meses los índices de ventas desvelaron que aquella novela por la que nadie había apostado con rotundidad estaba volando literalmente de los estantes de las librerías, y queda más lejano el de Soldados de Salamina, otra maldita novela sobre la guerra civil que no iba a interesar a nadie y que sin embargo supuso el espaldarazo definitivo para un Javier Cercas que hasta entonces no había obtenido más que un reconocimiento discreto. Son conocidos los rechazos que sufrió Gabriel García Márquez cuando se puso a enviar el manuscrito de Cien años de soledad a las editoriales, y quizá sea ocioso referirse al pobre Cervantes, que murió convencido de que la posteridad lo recordaría por su Persiles y no por ese Quijote que ya estaba causando asombro, pero que él consideraba en todo inferior a la que tenía por su obra magna. La clave de eso que llamamos éxito, ese santo grial que persiguen editoriales y autores con un encono indesmayable, es tan difusa como indescifrable y seguramente no exista o no esté definida por ningún parámetro sujeto a control, sino más bien regida únicamente por la benéfica casualidad de que un libro conecte, de forma tan repentina como impredecible, con un interés o una obsesión o una curiosidad colectiva que crea encontrar en sus páginas respuestas para aquello que la concierne. Un milagro posible, aunque difícil, con el que sólo cabe soñar mientras se escribe, que es al fin y al cabo aquello que uno, con éxito o sin él, no podrá dejar nunca de hacer.

De cuando entonces

"Fue aquí donde Juan Carlos Onetti adoptó la resolución de no abandonar jamás su cama"

Me arroja la mañana ante las puertas de la casa donde pasó Onetti los últimos dieciocho años de su vida. Está en el número 31 de la Avenida de América, en medio de ese entorno desabrido cuyo único atractivo radica en la prestancia vertical de las Torres Blancas. Viví cerca de aquí durante unos meses, hace ya veinte años, y nunca me dio por acercarme hasta este rincón de la ciudad dominado por el rugido furioso del tráfico. Sólo una vez, desde la ventanilla de un autobús, acerté a vislumbrar la placa romboidal que señalaba este inmueble de ladrillo rojo como aquél donde se había refugiado el escritor uruguayo en los últimos compases de su vida. Fue aquí donde adoptó la resolución de no abandonar jamás su cama, y fue en estas estancias donde recibía las visitas de aquellos que acudían, si obtenían el permiso correspondiente, a rendirle visita o entrevistarlo, si es que estaba de buenas. «La mayor felicidad de uno es sentirse en paz», le dijo en estos aposentos a su compatriota Hortensia Campanella cuando ésta charló con él desde la complicidad que despertaban sus exilios compartidos, y supongo que de una forma extraña logró encontrar su propio remanso en ese piso desde el que por fuerza tendría que oír el runrún incesante de los coches deslizando sus neumáticos sobre el asfalto. No estoy seguro de que a Onetti le haya tocado una posteridad acogedora. No parece que su nombre se haya inscrito en el imaginario colectivo con el trazo indeleble con que lo han hecho los de Gabriel García Márquez o Cortázar —que junto a Vargas Llosa y Carlos Fuentes componen el póker de ases del boom— ni que sus resonancias tengan el mismo alcance que las de Borges o Rulfo, que fueron sus estrictos contemporáneos. Sí tengo la convicción de que su obra no sólo no desmerece, sino que entraña uno de los corpus narrativos más imponentes de cuantos se alumbraron en el pasado siglo, y de que nadie que se interne en las páginas de La vida breve, Juntacadáveres o El astillero puede salir indemne de su lectura. Ya las había escrito cuando vino a Madrid para participar en un congreso sobre el barroco y decidió quedarse para siempre en esta ciudad en la que culminaría con Dejemos hablar al viento su saga de Santa María y donde no escribió ya demasiado, sólo dos novelas más, hasta que la muerte se lo llevó para siempre. Era ya un autor reconocido: le dieron el Cervantes y el Pen Club lo propuso como candidato a un premio Nobel que los académicos de Estocolmo, tan absurdamente cicateros tantas veces, le negaron. No quiso volver a Uruguay cuando se instauró de nuevo allí la democracia y permaneció anclado a ese lecho en el que se metió una noche con la firme determinación de no abandonarlo nunca. Pasaba los días leyendo, fumando y bebiendo whisky, y murió en la primavera de 1994, hace casi tres décadas, cuando le quedaba poco para cumplir los ochenta y cinco años, dueño aún de esa lucidez que le permitía deducir que la mayor verdad de su vida estaba en aquello que había contado.

Un escritor maldito

"Aliocha Coll fue, en efecto, una rara avis en el ecosistema literario, un escritor sagaz impulsado por el atrevimiento de quienes intentan encaramar el lenguaje a cotas de trascendencia inexploradas"

Tuve noticia de que había pasado por el mundo un escritor llamado Aliocha Coll cuando a la edad de quince años leí «Todo mal vuelve», el relato que escribió Javier Marías inspirado en su vida y que se publicó en el volumen Cuando fui mortal. Volví a encontrarme con su sombra años después, cuando adquirí en una librería de Salamanca que ya no existe Pasiones pasadas, otro libro de Marías en el que se compendiaban algunos artículos de carácter eminentemente literarios. Se encontraba allí un texto titulado «La muerte de Aliocha Coll» que había visto la luz en 1990, a modo de necrológica, y en el que se glosaban las vicisitudes de un personaje tan exótico que a ratos me preguntaba si no se trataría de un heterónimo con el que Marías pretendía poner a prueba la erudición de sus lectores. No era una duda gratuita: en aquel tiempo apenas daba sus primeros pasos Internet, no era fácil acceder a ciertas informaciones y los libros de Coll llevaban años descatalogados, lo que complicaba corroborar la certeza de su existencia. Su biografía era tan fascinante y a la vez tan desgraciada —una vida consagrada a la literatura sin obtener frutos ciertos, un carácter depresivo en extremo, un aislamiento voluntario que lo acercaba y lo alejaba al mismo tiempo del objeto de sus anhelos— que no pude sustraerme al influjo y en alguna ocasión intenté, sin el menor éxito, dar con alguno de los escasos títulos que había logrado dar a imprenta, principalmente ese Atila que se publicó con carácter póstumo —el propio Coll entregó el manuscrito a su agente, la legendaria Carmen Balcells, pocos días antes de su fallecimiento—, en el que tanto empeño había puesto y que al parecer él mismo consideraba el culmen de una trayectoria en la que la escritura era la vida, y viceversa. Ese mismo título lo utilizó unos cuantos años después Javier Serena para nombrar una novela en la que fabulaba con determinadas vicisitudes biográficas de un escritor en torno al cual se ha venido configurando una suerte de mito discreto, y es Javier Serena el encargado de prolongar ahora la reedición de aquella novela osada y extravagante que ha vuelto a poner en circulación Galaxia Gutenberg para que los lectores de hoy puedan constatar que Aliocha Coll fue, en efecto, una rara avis en el ecosistema literario, un escritor sagaz impulsado por el atrevimiento de quienes intentan encaramar el lenguaje a cotas de trascendencia inexploradas, por mucho que su afán les acarree la incomprensión de sus contemporáneos. Lo explica bien Serena en el preludio, cuando puntualiza que la apuesta de Aliocha no deja de ser «una decisión que lo expone al peligro de una indiferencia completa» y aun cuestiona el cumplimiento de su objetivo si se contempla éste desde una perspectiva, vamos a decir, tradicional: «Se puede decir que falla como novelista, sí, pero a conciencia de hacerlo si lo medimos con las pautas de un narrador cualquiera, para guiarse en cambio por una estructura consagrada a sí misma, emancipada de cualquier otra obligación que no sea la de su rara expresión abstracta.» Esa escritura «que brilla en todas las páginas» es lo que convierte en deslumbrantes las páginas de Atila, uno de esos libros que hay que leer sin otra vocación que la de dejarse arrullar por un estilo que no se parece a ningún otro ni sigue más normas que las que él mismo se va imponiendo de manera aleatoria y, sin embargo, coherente. Fue también ella la que convirtió a su autor en un maldito irremediable, un incomprendido eterno cuyo rescate es una de las buenas noticias que ha traído este año, un acto de justicia que quizá evite que se lleve otra vez el viento su sombra del mismo modo que se llevó el recuerdo de Aliocha Coll cuando, finalizada su escritura, optó por poner fin a su propia vida.

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