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Rapunzel

[Imagen: Inés Valencia]

LOS TRECE ESCALONES, XXXVI: RAPUNZEL

El forastero frunció el ceño, molesto con el bullicio de la atestada taberna. Plantado en el umbral, con el fango del camino pegado a las botas y los huesos entumecidos, llegó a plantearse la opción de seguir viaje, pero el fragor de un trueno que hizo retemblar los vidrios de las ventanas terminó por desalentarle. Contuvo un suspiro y buscó un rincón discreto, cerca del fuego. Odiaba aquel pueblo. Procuraba evitarlo siempre que podía. Lo detestaba, desde que era un niño.

Una sirvienta malencarada le sirvió sin miramientos. Coles y tocino rancio flotando en un guiso insípido, vino picado y un pan tosco y duro como una piedra. Engulló la cena sin ganas, tratando de abstraerse de la cháchara vocinglera y obscena de los parroquianos.

—¿Aún no has ido? —exclamaba un hombretón panzudo como un sapo, encarándose con un mozo de pelo pajizo—. Dios del cielo, ¿y a qué estás esperando, si puede saberse?

El chico farfulló una ristra de excusas, ahogadas por las carcajadas de los otros.

—¡Te aseguro que merece la pena gastarse unas monedas, muchacho! —aseveró un tuerto de pelambrera grasienta—. La compañía lo vale, sin duda.

—Hay una pelirroja entrada en carnes que es una delicia —intervino un tercero, tan flaco y nervudo que daba lástima mirarlo—. ¡Qué muslos, amigo mío!

El barrigón se chupó los dedos con expresión extasiada.

—Y esas dos hermanas, las del sur… ¡Qué par! Con los ojos como el carbón y esa piel tostada…

—¡Tienes que ir, atontado! ¿O es que piensas ser un chiquillo toda tu vida?

—¡Allí te harán un hombre!

—¡Luego solo pensarás en volver!

Hubo más risotadas y vítores, mientras el joven, cada vez más abochornado, intentaba defenderse.

—¡Sandeces! —bramó el gordo—. Si es por eso no debes inquietarte. Una bolsa magra no es inconveniente.

—Desde luego que no —coincidió el tuerto, relamiéndose—. Siempre puedes visitar… a la marcada de la torre…

Una nueva explosión de carcajadas se elevó por la estancia. Desde el mostrador, el tabernero chasqueó la lengua con fastidio y soltó un gruñido de advertencia que calmó los ánimos. Nada extraño, considerando su aspecto de buey y el tamaño de sus brazos.

—Está llena de cicatrices, porque no había manera de meterla en cintura —explicó el más enclenque, en tono confidencial—. Por eso es más barata.

—No es fea, en realidad —opinó, magnánimo, un barbudo de rostro arrugado, dando largas chupadas a una pipa—. Diría incluso que es bonita a su modo. Huraña, eso sí, no esperes ternezas de su parte. Tiene un carácter de los mil diablos. Pero qué pelo… la cabellera más hermosa que hayas visto jamás. Larga y suave como la pura seda.

Los demás asintieron con gravedad. El tuerto bajó la voz aún más.

—Dicen que es hija de un hada. La alcahueta la descubrió en una de sus trampas para conejos.

—¡Menuda estupidez! —clamó el flaco, haciendo una mueca—. Era la hija de un carretero que solía venir por aquí. El muy imbécil se enzarzó con los hijos del molinero, que lo dejaron listo para el sepelio. Era viudo, al parecer. Venía con dos chiquillos, lo recuerdo bien. Berreaban como terneros…

—¡Ah, cierto! —asintió el de la pipa—. El crío salió de estampida, pero Maurice agarró a la niña y se la dio a la bruja. Para saldar su deuda en el burdel.

—Dicen, dicen… —se mofó el grandullón, haciendo aspavientos—. ¿A quién le importa? Tú ve a verla, niño, y quedarás prendado. Aunque más vale que te prepares para unos cuantos mordiscos y arañazos. ¡Es una fiera! Sobre todo, no te arredres. Unos cuantos golpes y se vuelve mansa como un cordero.

—Usa el cinturón —aconsejó el tuerto—. Al fin y al cabo, ¿qué pueden importar unas pocas marcas más?

—Pero no le señales la cara —añadió el barbudo con seriedad—. Tenlo bien presente, muchacho, o la vieja Góthel te echará a patadas de ese castillo ruinoso suyo…

Incapaz de tragar un solo bocado más, el forastero se puso en pie, apretando los puños para disimular el súbito temblor de sus manos. Pasó junto a la mesa que compartían los cinco lugareños, haciendo un enorme esfuerzo para no sacar su cuchillo de caza. El gordo de los ojos saltones le miró despectivo un instante, olvidándose de él de inmediato. Fantaseó con la idea de degollarlo allí mismo, como a un gorrino.

No tuvo dificultades para encontrar las ruinas. Se alzaban más allá del pueblo, en un claro del bosque, junto al remanso. No se veía un alma, lo que no resultaba sorprendente en medio de una noche tan intempestiva. Dejó a su tordo a cierta distancia y continuó a pie. Bordeó los muros comidos de musgo y llenos de oquedades, como la dentadura podrida de un gigante, buscando la torre. El silencio le sobrecogió. Estaba oscuro. Ni una sola luz titilaba en los vanos. Estudió el entorno, agazapado como un ladrón entre los árboles. Quizá hubiera una poterna, una entrada escondida, un acceso por alguna parte que le llevara directamente a lo alto de aquella atalaya. Aún discurría cómo podría entrar y salir sin ser visto cuando una voz a su espalda le obligó a ahogar un grito.

—¿Qué haces aquí? ¿Qué quieres?

Se volvió, espantado, dándose de bruces con unos ojos verdes. Como los suyos. La muchacha era joven, pero su rostro reflejaba incontables fatigas y un asco inimaginable. Era menuda, frágil, casi delicada. Como una cría de gamo. No parecía asustada. Le miró, altiva, con gesto de reina. Desafiante y entera, pese a todo. Sostenía un ramillete de campanillas. Notó cómo su alma se encogía.

—¿Vienes a buscar a Odile? —siguió ella, con cierta sorna—. ¿O quizá a Henriette, o a Leontine?

—Vengo a buscarte a ti —musitó.

La vio retroceder un paso, entre asombrada y dolida.

—No te burles. Nadie viene a buscarme a mí. Solo los que no pueden pagar.

—No es eso. Vengo a rescatarte.

La chica alzó las cejas, orgullosa.

—Yo no necesito que me rescaten. ¿Es que no me ves? Me escapo cada noche, siempre que quiero.

—Pero vuelves. ¿Por qué?

—Porque no tengo a donde ir. Si me fuera, Góthel me encontraría. Es una bruja.

—El mundo es muy grande. No te encontrará.

Una brizna de duda, luchando contra la desconfianza, contra el miedo.

—¿Y a dónde piensas llevarme?

—A casa.

De nuevo el desdén, alzándose como un escudo para protegerla.

—¿Para que duerma contigo sin que te cueste un cobre?

La punzada fue certera, en medio del pecho.

—¿Es que no me recuerdas? ¿No sabes quién soy?

Más dudas, como pájaros alborotados aleteando en su mente. Negó con la cabeza, intrigada.

—Creí que habías muerto —gimió él—. Vi cómo te metían en el río…

—Decían que estaba sucia del polvo del camino —canturreó ella, mordaz—. Y que apestaba a cabra.

Se le acercó, conmovido hasta lo más hondo. Le acarició el pelo. Reparó entonces en lo largo que era. Tanto como un manto que la cubriera por completo.

—¿Nunca te lo has cortado?

—Nunca —respondió ella con fervor—. Se lo prometí a mi hermano cuando éramos niños. Yo tenía un hermano, ¿sabes? Hace mucho, mucho tiempo…

Para cuando la vieja Góthel despertó y descubrió la huida, ambos estaban muy lejos. Del forastero nadie volvió a acordarse. Sobre ella se tejieron leyendas, cada cual más absurda que la anterior. Lo primero que hizo cuando por fin llegaron a casa, fue cortarse el pelo.

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