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Raquel Vázquez, préstame tu boca

Raquel Vázquez, préstame tu boca

Está nevando. La calle está desierta. Vacía como hace ya tantos meses. Escucho un Hallelujah que solo suena en alguna parte de mi recuerdo. Pienso en ti, en las veces que hemos paseado por esta ciudad de la mano. En todas las ciudades recorridas. En los mapas acumulados en esa caja de fotografías que comienzan a ser antiguas.

El camino al castillo de Edimburgo, el meteorito de incertidumbres que fue caminar por el desierto —Merzouga fue una noche larga y la sed—, aquella vez que buscamos la tumba de Pound entre la hierba, lluvia de luz sobre nuestros cuerpos hechos Roma…

Recuerdo aquellos mapas que escriben nuestra historia. Cierro los ojos mientras la nieve empaña los cristales de mis gafas y puedo sostener esas debilidades de papel entre mis manos.

Estoy solo.

Camino solo en este frío de tan adentro.

Un verso, de pronto: “El silencio es el hijo de la nieve”.

Estoy seguro de que te gustaría estar aquí, en este ensueño que genera mi soledad en la ventana. Te imagino cerca, sonriendo bajo esa máscara que ahora nos esconde. Con “esa luz tuya que pronuncio a tientas / como una flor sin nombre y sin otoño”.

No sé nombrarte esta tarde de mapas, nieve y hallelujah. No con mis palabras. Pero sí con estas que entrecomillo y son de otra. De otra, pero ya tan mías. Porque eso es el poema: una entrega, la vida que se sirve en una bandeja granada de palabras.

Estos que te digo son versos de Raquel Vázquez. Te he hablado de ella. Te he dicho que algunos de los libros que he leído estas semanas llevan su firma. Que me ha enseñado a comprender mi boca cuando está cerca de la tuya y es otra cosa que una boca. También que he destrozado algunos relojes en su nombre. Te he contado que es una poeta que crece en cada libro y que comienza a posar los pies en una tierra más imperfecta que el beso, pero también más estimulante y generosa. Te he explicado que tenía que escribir sobre ella, sobre estos libros de poemas que ahora están tan lejos de mis manos, aquí bajo una nieve que imagino, con una música que no escucho, mientras observo los mapas que conforman nuestra historia.

Mirarte y nace un mundo.

Mirarte y el deshielo de la noche,
la sombra erosionada,

mirarte y un camino para siempre,

la tierra en manantial,

las huellas en que tiembla
este aguafuerte
del aire,

mirarte

y aunque el tiempo
ya se desnude en óxido
no importa,

mirarte hasta mirarme
y en tus ojos
tallar el agua que nos parta,
nos trence,
nos repita
en el milagro de nacer.

Mirarte.

Y cuántos cielos caben en tu boca. 

Lo que merece el amor

Hay un viejo y perdido libro de poemas de Abelardo Linares en el que un verso se ilumina sobre otros: “Exageremos, el amor se lo merece”. Raquel Vázquez, escritora nacida en Lugo en 1990, pareciera haber asumido como dogma estas palabras del editor de Renacimiento.

Los primeros libros de la poeta gallega decantan el amor. Lo hacen una y otra vez, casi sin descanso. Están escritos como bajo la luz roja de un antiguo estudio de fotografía en el que la vocación es desentrañar toda la anatomía de ese sentimiento a través de instantáneas compuestas por palabras. Dice rosa, luna, grieta, luz, preguntas, sangre. Escribe rezar, manos, noche, fibras, sueño. Y talla mundos enteros sobre la nieve a partir de la piel que da cobijo, con las manos preñadas de tacto. Como si no existiera nada más allá de ese perfil que es el amor. Exagerando, porque el amor se lo merece.

Libros como Si el neón no basta (La isla de Siltolá, 2015) o Luna turbia (Torremozas, 2013) son un “lugar hecho de tregua” en el que la escritora construye toda una mitología a través de ese sentimiento transversal y a la vez tan único en cada una de las manos que cogen esos libros. Porque no hay cura para el amor, para “tantas noches que no se apagan nunca” o danzar en el aire como “dos colibríes que se buscan”.

Libros ocupados por el sueño de conocer la morfología, el sabor, el espacio de otra boca mientras las manecillas de cientos de relojes invisibles se deshacen como el hielo ante el contacto con el calor. Páginas en las que desaparece el frío y en las que la luna es más grande, más blanca, más luminosa, más exacta. Palabras que son AGUA:

Te das la vuelta y yo
me aferro a ese milagro
que pueden ser mis ojos recogiéndote
como si este deseo
no fuera más que un niño
que no ha ido cumpliendo tantos años,
royéndome,
habitándome,
haciéndome más pura
por la forma en que te amo sin cristales,
sin espejos porque eres tú y me basta.

Mi mirada es tan limpia
como lo es el dolor
de que exista tan sólo
una pantalla ardiendo sobre el tiempo.

Como lo es el dolor
de que no exista más que la mirada.

De nuevo aquel verso de Abelardo, aquel exceso, la sacralización de un gesto. Y tan hermoso, y tan verdadero y honesto. La piel adquiere la forma de una concha marina: estrías, pliegues en los que se esconden todas las veces que tus ojos se posaron en mi espalda.

Una vez más estos versos de Raquel, la “humedad guardada en los bolsillos”, “mi piel en tu memoria”. Ese abrazo que nos borró de la Tierra para hacernos otra cosa más que humanos. Tus dedos agarrados a los míos frente al mar que nos bendijo.

Mira tus pies, conserva la imagen de esa herida

La voz de Raquel Vázquez es una sutil cuerda de lino que se deshilacha. Al otro lado del teléfono, habla sobre una casa con unos pocos libros que le abrieron los ojos. También de aquella tarde de domingo —tal vez el calor de julio como un recuerdo majestuoso— en la que el teléfono sonó para avisar del primer premio, del primer poemario publicado. Se enciende, se turba, se opaca. Todos los matices en una distancia de kilómetros y pulso.

Después otros poemarios, como el El hilo del invierno (Hiperión, 2016), que logró el premio Nueva Valencia del la Institució Alfons el Magnànim. Pese a no ser el primer libro de poemas de Raquel galardonado que ve la luz, sí se trata de uno que recuerda de un modo especial.

El hilo del invierno es un cordel que se ata a los pies de la escritora, que la sujeta por primera vez a la tierra y le enseña las heridas que se acumulan en las plantas cuando anda descalza sobre rocas sin pulir.

“Este libro supuso un punto de inflexión”, reconoce la autora, que a partir de aquí y en sus dos libros siguientes se ‘abre al mundo’ para contemplar las injusticias, el dolor, el miedo. También a la persona que ama le “recortarán el fuego / (…) / recortarán la muerte / (…) / recortarán la luz”. Y por eso libros como Aunque los mapas, publicado en Visor tras hacerse con el premio Loewe en su categoría de autores jóvenes, son un espejo para aquellas mujeres acosadas en el metro, luz sobre aquellos que pretenden vivir a espaldas de la luz, planes para sobrevivir al calabozo.

Una nueva voz que afecta mínimamente al estilo de escritura de Raquel, que ahora sabe que “el dolor es la brújula” sobre la que ha de cimentar su obra. Desde distintas perspectivas, sin perder el origen que da el sonido particular a su yo poético, pero a la vez más cerca de aquello que la rodea, que conforma la historia que escribe cada día.

Un misil en los ojos.
Un misil en las manos.
Todos llevan misiles, tú también.
Víctimas pero cómplices,
somos mitades rotas por una manecilla.
Una pastilla a la hora de dormir,
otra para que seas capaz de levantarte.
Mientras cubres con plástico la hoz de las preguntas.
La bandeja de entrada, siempre llena.
No se llena el descanso.
Tampoco los bolsillos ni los sueños.
Sin saber explicártelo te alejas
tan rápido de quien querrías ser,
del lugar que anhelabas
alcanzar y una vez se llamó vida.
No importa cuando empieces, llegas tarde.
Tu hogar se llama tarde.

Tu hogar es siempre el tiempo que te falta.

Lorem ipsum dolor...Cómo mirar a Gala, cómo transgredir aquel convento

Le pregunto por aquel milagro que Antonio Gala convirtió en una residencia para creadores y en el que Raquel fue becada en la decimotercera promoción.

Tiempo y libertad.

Estas son las dos palabras que más repite la autora gallega mientras cuenta, agradecida, lo que supuso para ella pasar varios meses en el convento que el escritor cordobés ha entregado a sus discípulos. Un regalo que le otorgó una nueva familia, la de los otros becarios —artistas plásticos, músicos, narradores, poetas— con los que compartió transgresiones, creatividad, silencio y vida. Un nuevo origen.

Allí leyó “más que nunca” y se enfrentó a nuevas ideas, procesos, reflexiones que la llevaron a cerrar la novela Chomolangma y a saldar deudas con aquellos autores que estaban por leer.

Agradecida a Antonio Gala y a su Fundación, habla de él con el cariño de una hija que presiente la despedida de su padre. Ese poeta de ascot perenne al cuello que la ayudó a formar la «familia artística» con la que ha crecido todos estos años.

Recitar bajo un incendio

Querría resguardarte de la noche,
que no hubiera intemperie,
que no hubiera latón ni aire oxidado.
Querría que el olvido o la erosión
fueran muecas risibles de otra historia
y ahora nunca murieras
y ahora nunca el insomnio te quemase
de plástico los ojos.
Querría que el deseo
llegara siempre a tiempo a la estación,
que el reloj consistiera en un juego de niños.
Que la tormenta fuera con flor de jacarandas
y el dolor, nada más que dos sílabas inermes.
Que la mayor herida la dijesen los pájaros.

La ciudad al fondo. El cielo en un atardecer de incendio que tiñó cada verso. El pasado verano, Raquel Vázquez participó junto con otros poetas en el festival Erató, en Toledo. Unas horas hermosas en las que la poesía pareció atrapar la ciudad que fue cuna de muchos de los saberes que hoy compartimos. Seis voces de poetas, entre ellas la de Raquel, que dibujaron en el aire una postal ilustrada de belleza, sosiego, algo parecido a la felicidad.

Para la autora de Aunque los mapas, la oralidad es importante: “El poema debe ser leído en voz alta, que suene en los oídos”. Cree que la desembocadura del poema es el recital: “Así lo concibo”. Porque en la voz hay vida. Y los mismos poemas se encarnan en el ambiente cuando sus autores los leen: cobran nuevos sentidos, matices inéditos, el sabor de la sangre en lo intangible.

Por eso Raquel Vázquez toma su voz para cantar sus propios versos y reconocer ese hogar que ha creado con palabras. Y en cada recital crea mapas, rutas, espacios posibles en los que perderse un tiempo. Y conmoverse.

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