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Ray Loriga: «No es asunto mío ser fiel a mis lectores»

Ray Loriga: «No es asunto mío ser fiel a mis lectores»

Entrevisto a Ray Loriga (Madrid, 1967) a propósito de su última novela, Sábado, domingo (Alfaguara, 2019). Es un libro que refleja la cobardía de un modo muy interesante. Hace veinticinco años, el protagonista fue actor de reparto en un suceso escabroso cuyo desenlace no termina de recordar del todo bien. Y para qué remover: al final, uno también se acostumbra a vivir en la niebla. Pasa el tiempo y, en una fiesta de Halloween del Colegio Internacional de Madrid, una desconocida disfrazada de Catwoman desentierra un asunto que, aunque estaba sepultado, aún no había muerto en la conciencia del personaje principal. Y la cosa implosiona —o, mejor dicho, se empieza a ordenar—.

Con una prosa sencilla y con un tono agridulce, aparentemente inofensivo —recuperando la voz de sus primeras obras, como Lo peor de todo o Héroes—, Loriga ofrece en Sábado, domingo el retrato de un cobarde que lo es a conciencia; de un tipo que, ante una injusticia, se hace el sordo y el ciego para evitar sufrir daños, por puro instinto de supervivencia. Sin embargo, todo acto deja huella: los polvos de ayer son los lodos de hoy.

Conversamos, pues, sobre Sábado, domingo. Y, felizmente, en el diálogo se cuelan algunos de los dioses del rock&roll que entrevistado y entrevistador veneramos: David Bowie, Bob Dylan y Lou Reed.

—Usted conoció a David Bowie.

"Tuve la fortuna de conocer a David Bowie por medio de un amigo, Julian Schnabel, el pintor y director de cine"

—No lo he contado mucho porque, si no, parece que estoy presumiendo. Hay una expresión en Argentina para eso: «cholulo». Sí, tuve la fortuna de conocerlo, por medio de un amigo, Julian Schnabel, el pintor y director de cine, que hacía unas fiestas estupendas en su casa. Yo vivía en su Nueva York, me invitó y me lo presentó. Estaba con su mujer, Iman, y charlamos un ratito. Yo iba con mi hijo pequeño, lo llevaba en un carrito. No tenía con quién dejarlo esa noche, y como la casa de Julian es muy grande, podía estar sin molestar en otra habitación, dormidito y tal. Mi hijo tenía un año; tiene ahora veinte. Así que eso fue hace veinte años. 

—¿Cómo recibió la noticia de su muerte?

—Con la misma tristeza que todos. Me llamaron de El País para que escribiera una nota tras su muerte. Ahí no mencioné que le había conocido. Sólo hablé de mi admiración por él. Escribí Héroes dedicado a él, a Ziggy. Y, bueno, viví su muerte con una gran tristeza. Se rumoreaba hacía tiempo que estaba mal, pero como tenía un disco a punto de salir, Blackstar, y tal, se creía que estaba mejor, pero fue su disco póstumo. 

—Salió dos días antes de que muriera.

—Qué tristeza. Parte de mi vida se cerraba ahí, supongo. Y otra sigue, claro. Le tenía una admiración enorme a su talento. No era cuestión de fama, sino una cuestión razonada, durante muchos años: ese hombre, con su inteligencia, me ayudó a soportar muchas cosas. De mi propia adolescencia y a lo largo de mi propia vida.

—También le gusta Nick Cave.

—Sí, mucho. 

—En 20.000 días en la Tierra, Cave dice, entre muchas otras cosas interesantes, que hay verdades que «yacen debajo de la superficie de las palabras» y que, cuando él toca y canta, encuentra «una manera de tentar al monstruo a que salga a la superficie». ¿Le pasa a usted cuando escribe?

"Intento no darle al oficio de escribir grandes dimensiones míticas"

—Ojalá. Por cierto, Nick Cave es un magnífico novelista y guionista de cine. Ahí tenemos cosas en común. Ojalá lo hiciera como él. Intento no darle al oficio de escribir grandes dimensiones míticas. Lo haces por instinto, en principio, con cierto talento que se supone que hay que tener y mucha pasión por la lectura. Y, poco a poco, vas desarrollándote como escritor. Si ahora miro para atrás, 27 años después… Llevo haciendo esto toda mi vida y es lo que me gusta hacer. Me gustaría pensar que algo de lo propio, aquello que decía Marguerite Duras, algo que puedo decir, no lo que tengo que decir, sino lo que puedo decir, lo digo. Algo que está dentro de mis capacidades, de mis instintos, de mis propias vivencias, de mis propias lecturas, de mi propia manera de entender la literatura.

El monstruo que sacó en Rendición es muy diferente al de Sábado, domingo. ¿Cómo ha sido la transición creativa entre una obra y otra?

—Se dice que citarse a uno mismo es la tontería más grande del mundo, pero viene al caso. Lo escribí hace muchos años, por no seguir apuñalando a un animal que ya estaba muerto. El monstruo, ese asunto que quería tratar en Rendición, ya estaba tratado. Me obligo o me dirijo a tratar otros asuntos. Lo que quería hacer en Rendición ya estaba cerrado. Tocaba hacer otra cosa.

Dice que ha «recuperado la voz» de sus primeras novelas. ¿Echaba de menos esa voz?

—No sé si la echaba de menos o si alguien la echaba de menos, pero me intrigaba saber si estaba. En esta novela quería hablar del paso del tiempo y de cómo el tiempo divide al mismo narrador en dos voces distintas: es el mismo testigo en dos testigos, la misma experiencia en dos experiencias muy diferentes. De ahí ese sábado y ese domingo, con una elipsis brutal de veintitantos años. Quería ver qué quedaba, si había un reflejo entre un sujeto y ese otro sujeto. Como la idea, que también subyace en el libro, de la simetría. Hay algo en la primera página de nuestra vida que, por mera impresión, marca la siguiente. Hay una mancha. Y me interesaba esa indagación.

—¿Alguna vez le han llamado «Judas», como a Dylan cuando empezó a hacer rock&roll?

"Siempre supe, desde el principio, que no iba a escribir Héroes 2, Héroes 3, Héroes 4… y así toda la vida"

—Me acuerdo cuando le abucheaban todos… (Piensa) No lo sé. Si me lo han llamado, he hecho como que no lo oía, como hizo Dylan. No sé. Supongo que, a lo mejor, al principio, hubo gente que… (Piensa) Es parte de cualquier tipo de éxito. Que alguien te enarbole como una bandera de su propia idea y luego sienta que le defraudas, que vas en una dirección, en otra… Pero es un poco inevitable. Siempre supe, desde el principio, que no iba a escribir Héroes 2, Héroes 3, Héroes 4… y así toda la vida. Y a veces pierdes público y a veces ganas otro. Y puede que haya gente que se mosquee. Pero no es asunto mío ser fiel a mis lectores.

—Señor Loriga, ¿los polvos del sábado son los lodos del domingo?

—En gran medida, es acto y consecuencia, ¿no? No es la metáfora más sofisticada del mundo, pero el sábado es una especie de acto a veces insensato, a veces sensato, a veces…

—Festivo.

—Eso es. Un acto festivo, lúdico. Y luego, eso puede crear una consecuencia no tanto en el territorio de lo social, sino que puede dañar la propia ética personal o una ética personal que no se ha valorado lo suficientemente en el acto festivo. Y, en ese sentido, sí me interesa saber cómo se han ido construyendo, en este caso, con este personaje y con sus experiencias, unos actos irreflexivos y sus inevitables consecuencias.

Leyendo su libro, me acordaba de «Sunday Morning», la canción de The Velvet Underground: «Cuidado, el mundo está detrás de ti, / siempre hay alguien cerca que llamará. / No pasa nada».

—(Canta) «Sunday Morning…», sí, hay algo de eso. También, cuando me has hablado de Dylan, me ha venido a la cabeza una letra, la de «Things Have Changed». Él había hecho «The Times They Are a-Changin’», pero años después…

—La conozco. Es una canción maravillosa. La hizo para la película Chicos prodigiosos.

—Sí, basada en la novela de Michael Chabon. Preciosa novela, por cierto.

—E imposible de encontrar en España. La llevo buscando años y el ejemplar más barato supera los 100 euros.

—¿Ah, sí? ¿Quién lo publicó aquí?

Anagrama.

—¿Y no la ha reeditado ni nada? Yo todavía tengo la edición en inglés. Tuve la suerte de que mi primera edición en EEUU me la hizo el editor de Michael Chabon. Me dijo: «Para que veas un poco lo que estamos publicando». Pensé: «Joder, si eso es lo que estáis publicando, me siento muy a gusto en esta casa» (Risas). Volviendo a la canción de Dylan de la que te hablaba: dice en un verso muy bonito: «Ahora me quedo dormido en lugares en los que antes solía jugar». Y eso es también el libro. «Things Have Changed». Y asumirlo. Es muy bonita esa canción. 

"Como en todo grupo, pero ese grupo no tiene huida, en el colegio hay una presión social muy grande"

—El protagonista de Sábado, domingo carga con la cruz «más odiosa del mundo: la cobardía».

—Sí. Eso es algo que tuve desde niño, desde el colegio. Te ves envuelto en una circunstancia en la que quizá no eres partícipe del daño que se está haciendo, pero tampoco lo detienes. Como en todo grupo, pero ese grupo no tiene huida, en el colegio hay una presión social muy grande. Normalmente, te pegan a ti hasta que empiezan a pegar a otro. Cuando empiezan a pegar a otro, más o menos, te haces el loco. Por puro instinto de supervivencia, también. Nadie nos ha llamado para héroes. Cuando llegué nuevo al colegio, pues me pegaron los primeros seis meses; cuando empezaron a cambiar de tonto, pues pegaban a otro. Y, a pesar de haber recibido esa injusticia, no eres el que va a combatirla o a defender al que le están haciendo lo mismo que te hacían a ti. Normalmente, te conformas con que no te suceda. Y eso, por omisión, por falta de auxilio, es un acto de cobardía. Y esas sensaciones a mí se me quedaron grabadas no en la memoria, sino en la conciencia, en la parte mala de las emociones. Y uno piensa que con la edad, lo justifica: era joven, cuando sea mayor, ya seré un hombre hecho y derecho… 

—P: Un cruzado.

—(Risas) Un cruzado de las causas más nobles y más justas del Universo. Y luego lo vas dejando ahí, y dices: «Joder». Normalmente, vas tirando para el lado en donde menos te pegan y te vas buscando la vida. Y de eso trata también el libro: de alguien que lleva esa rémora ética, esa cruz, esa cadena como de fantasma. 

—Discúlpeme un spoiler: Federico, el protagonista, es un hombre lleno de complejos, que hasta oculta su nombre y se enfada cuando este es desvelado.

—Sí, es un spoiler (Risas). Ahí hay una broma: Federico es un nombre que parece un diminutivo sin serlo. Lo pensé: debe ser jodido llamarse Federico. Y ya, si le pones diminutivo, Federiquito… No sé de dónde viene. Quizá de Fedora, del griego, como casi todo. No es tanto un hombre con complejos, sino un hombre que no entiende por qué los demás no tienen más complejos. Ve muchos defectos en la gente. 

—Es muy cínico.

"Parece que insultar a los demás es la manera de no insultarte a ti mismo, de no mirarte siquiera"

—Muy cínico. Él ve un millón de tipos sobraos que van por el mundo, y los ve falibles. Como se ve a sí mismo. Los juzga con el mismo rasero. Lo que le asombra es que, para él, sentirse miserable es un estado natural de la inteligencia, y no sentirse un miserable le parece un orgullo desmedido. Porque él sí ve defectos a los que se sienten estupendos. Llámalo cínico o realista, quizá. El asunto está en que, cuando eres realista con los demás, también lo tienes que ser contigo mismo. Y eso es doloroso. Cosa que no ejercita casi nadie. Parece que insultar a los demás es la manera de no insultarte a ti mismo, de no mirarte siquiera. De ahí que haya tanto troleo. A todo el mundo se le da bien sacar una pistola contra los otros. Ahora, ponértela en la sien ya es más difícil. 

—En un momento de la novela, el protagonista pregunta a su prima Gini si no hay que sublimar, ésta responde que no, y él dice: «Pues vaya rollo».

—Sí, esa es mi parte favorita (Risas). Sin sublimar, ¿cómo te enamoras? Enamorarse es una sublimación. Gira en torno a una persona en concreto. Decir tantas veces «te prefiero a todas», «a todos», da igual chica/chico, chico/chico, hombre/gallina, zoofilia incluida. Homosexuales, heterosexuales, zoofílicos: siempre se sublima. Cuando uno decide enamorarse de una gallina es porque desprecia a las otras. Es una lección tan arbitraria… No hay datos objetivos, y menos mal que no los hay, que no se hacen parámetros exactos. No hay cosa más ridícula que las medidas exactas que ponen a las mujeres. «Es que no es raro que se enamoren de ella porque mide 90, 60, no sé qué…». Tampoco hemos ido con un metro a medir cada cosa. Es una especie de sublimación, de impresión sublimada. Si no, es imposible. Me refiero al amor romántico, claro. 

—Me gusta mucho el personaje de Gini, por cierto. ¿Es el mismo que aparece en un cuento de Días aun más extraños?

—Aparece en «Virginia se enamora». Es una especie de álter ego… Es verdad que tengo una prima que se llama Virginia y a la que llamamos Gini, que no tiene nada que ver con este personaje, ni es escritora, ni nada. Hace que no hablo con ella… Tiene que ver con un grupo de amigas, incluidas primas mías, con las que hablaba mucho de lo divino, de lo humano, de un millón de tonterías, y tiene que ver con establecer una amistad duradera con mujeres. Y siempre he tenido buenas amigas con las que quedo, nos reímos, charlamos… Me gusta que me incluyan en esas reuniones de «van a venir sólo chicas, pero puedes venir tú». Eso me encanta (Risas). Y nos reímos muchísimo de nuestras cosas. Y, por otro lado, Gini es un poco alter ego mío. En la novela, el personaje de Gini tiene más que ver conmigo que el otro. Es una escritora que ha viajado, que ha tenido cierto éxito. Su experiencia tiene más que ver con la mía que la del otro sujeto. 

—Es verdad: no se le reconoce nada en el protagonista.

—Es que no se me parece en nada. En todo caso, me parecería más a Gini, porque su experiencia está construida con mi propia experiencia y la de amigas mías escritoras con las que viajo, hablo de las promociones, de los libros, etcétera. Muy buenas amigas a las que admiro: Almudena Grandes, Rosa Montero, Marta Sanz. La vida y las peripecias del otro pavo no se parecen en nada a las mías. 

—¿Los Chinos —me refiero al personaje de su libro, por supuesto— del mundo terminan recibiendo un disparo en el pie?

—En todas las pandillas hay un Chino. A veces se lo dan ellos (Risas). 

—Mira Froilán.

"El nombre de Chino me salió natural: en todas las pandillas de mi infancia, en los equipos de fútbol, en los equipos contrarios o en las pandillas de otra gente siempre había uno al que llamaban El Chino"

—¡Mira Froilán! El nombre de Chino me salió natural: en todas las pandillas de mi infancia, en los equipos de fútbol, en los equipos contrarios o en las pandillas de otra gente siempre había uno al que llamaban El Chino. De cada diez, uno es Chino. No sé por qué, pero siempre ha sido así. 

—Se ha quedado a gusto con los pijos.

—Sí, porque viví entre ellos y los conozco muy bien (Risas). Entonces, no tengo que hablar desde fuera: fui a sus colegios, vivo en uno de sus barrios… 

—Me hace mucha gracia cómo describe el Colegio Internacional: «Es como sumergirse en una de esas películas del Club Disney en las que todos los problemas se resuelven con una canción». ¿Es verdad eso de que los protocolos de algunos de estos colegios recomiendan a los padres no decirse los nombres?

—Lo he sofisticado un poco. Los colegios y las fiestas de padres suelen ser más aburridas que la que yo describo. Pero sí tenía la idea de ese colegio donde hay gente de todos los países, hijos de gente que trabaja en embajadas, hay niños chinos, unos son budistas, otros árabes, no se va a una misa específica… En definitiva, internacionales. Y sí que es verdad que nos conocemos por «el padre de» o «la madre de». «Ay, tú eres el padre de Pepito», «ay, tú eres la madre de Juanita», «ay, tú eres no sé qué», y al final no te quedas con el nombre de nadie. Eso suele funcionar así. También está bien: no pensaba en llamarles luego (Risas). 

—También me divierte mucho el detalle de la niña de catorce años que obtiene un accésit en un premio de poesía por un poemario erótico. Vivo cerca de un sitio en el que se hacen recitales de poesía y algunos de los presuntos poetas que lo frecuentan me recuerdan a un adolescente que acaba de descubrir palabras como «felación», «follar» o «clítoris».

"Todo el mundo tiene genitales. Tampoco es un gran tema, la verdad, a no ser que hagas algo con él. Es como si las piezas de Lego sólo hablasen de las piezas de Lego"

—Al protagonista le da una vergüenza horrible (Risas). Esa gente de la que me hablas está un poco como en la fase anal, que se decía en psicología. Dicen «clítoris», «pene», glande», «no sé qué». Tienen más ganas de decirlo que conocimiento para usarlo (Risas). Ha pasado en cierta literatura. Anaïs Nin lo hacía en los cincuenta, pero lo suyo sí era literatura. La mera exposición de la genitalia no la convierte en poesía. Todo el mundo tiene genitales. Tampoco es un gran tema, la verdad, a no ser que hagas algo con él. Es como si las piezas de Lego sólo hablasen de las piezas de Lego: «Soy un brazo de Lego, soy un brazo de Lego…». 

—Finalmente: ¿los que obedecen son peores que los que comandan? «Al fin y al cabo, éstos asumen responsabilidades que nosotros preferimos evitar», dice el protagonista.

—Sí. Antes hablábamos del acto de cobardía total, que es ni siquiera tomar la decisión de ser malvado, sino de dejar que suceda. Dejar que lo malvado corra por su lado mientras a ti no te afecte. ¿Son peores los que obedecen que los que comandan? Creo que sí y así ha sido a lo largo de las sociedades: pasó con el apartheid, con los nazis, aquí con la dictadura… Lo de «yo nunca me metí con nadie», «yo trataba bien a los negros de mi Hacienda, decían en el sur de EEUU». Otra cosa es que a otros les corrieran a latigazos. Tú no participabas como tal salvaje, pero lo admitías y sabías que eso estaba sucediendo.

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