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Reinventando a don Quijote

Los caminos de la novela moderna partieron de un lugar de La Mancha cuyo nombre ignoramos. Dicen que las ficciones acostumbran a ser más inteligentes que sus autores, y puede que ni el mismo Cervantes —que, al fin y al cabo, murió convencido de que su obra maestra sería Los trabajos de Persiles y Sigismunda, que aún no había visto la luz cuando él exhaló su último suspiro— fuese consciente de la verdadera dimensión de aquello que había salido de su pluma entre los años 1605 y 1615. El Quijote no sólo creó la novela moderna: la inventó y la corrompió hasta alcanzar su último extremo, y apenas nada de lo que vino después —tan sólo osaron acercársele Laurence Sterne en su Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy (1759-1767) y James Joyce en el Ulises (1922), curiosamente ambos irlandeses— supo igualar su talento para pervertir lo establecido sin sacrificar en el camino ni la exigencia estética, ni la coherencia narrativa, ni el trenzado de un discurso capaz de articular un mundo de mentira que abarcara e interpretara el de verdad. Bien es cierto que ni fue El Quijote del todo comprendido en su propio tiempo ni fuimos los españoles los primeros en darnos cuenta de su verdadera talla, por más que el libro se convirtiese en un éxito casi desde el momento en el que salieron de la imprenta sus primeros ejemplares. En su momento, la novela fue leída como una simple parodia de los libros de caballerías, que tanto éxito tenían, sin que la mayoría de sus lectores se percataran de otra cosa que no fuera su vis cómica. Los ilustrados del siglo XVIII, en cambio, comenzaron a encontrar en las aventuras del ingenioso hidalgo y su escudero un trasfondo caracterizado por su crítica, tan amarga como irónica, a la decadencia del imperio español. Fueron los románticos quienes primero atisbaron en don Quijote al soñador que dedica el último tramo de su vida a luchar por unos valores que juzga abandonados, y en esa misma línea el inicio del siglo XX marcó la visión del caballero y el escudero como sendos símbolos de la personalidad humana, al confrontar el idealismo altruista del primero con el realismo pragmático del segundo. Todo ello en lo relativo al fondo, claro. En lo que a la forma respecta —con esa voz narrativa que va y viene de la ficción a una supuesta realidad y viceversa, el empleo del diálogo como herramienta desde la que hacer avanzar tanto la acción como la psicología de los personajes, las narraciones secundarias que se incorporan a la narración principal o los guiños metaliterarios, en los que el autor llega a incluirse a sí mismo—, las virtudes y las complejidades de El Quijote se fueron poniendo de manifiesto a medida que pasó el tiempo y sus páginas se revelaban como la mejor escuela de escritura en la que podía matricularse un narrador. Todo aquello que uno se podía ingeniar estaba en ella. Todo lo que se necesitaba para poner en pie una historia, y sacarla adelante, venía contenido en esos dos tomos separados por una década que no han dejado de proyectarse hacia el futuro.

"Desde Cervantes hasta aquí, podría decirse que toda la literatura ha consistido en una reinvención de don Quijote, en mayor o menor grado"

Desde Cervantes hasta aquí, podría decirse que toda la literatura ha consistido en una reinvención de don Quijote, en mayor o menor grado, y si los clásicos se definen por su capacidad de incorporarse a los imaginarios de las generaciones posteriores, cabe señalar que ya bien pronto las criaturas de Cervantes adquirieron el rango icónico que merecía su carácter eterno y universal. A partir de la derrota en la playa de Barcelona frente al caballero de la Blanca Luna, desde el momento en que Alonso Quijano se despide del mundo ante el conmovido lamento de Sancho Panza —probablemente uno de los párrafos más hermosos y emocionantes de todas las letras universales—, los protagonistas de la novela no han dejado de inspirar directamente obras posteriores que en pocos casos llegan siquiera a rozarles los talones, pero que no dejan de dar noticia y señal de su grandeza. Es curioso que su primera aparición apócrifa no sólo se produjera cuando aún no conocían fin sus aventuras, sino que probablemente sirviera de acicate para que éstas tuvieran continuidad y concluyeran del modo que hoy todos conocemos. Seguimos sin saber quién fue Alonso Fernández de Avellaneda —las tesis más sólidas aventuran que pudo tratarse de Jerónimo de Pasamonte, aunque han desfilado por la cuestión nombres diversos—, pero sí que el Segundo tomo del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha apareció en 1614 con el doble propósito de desvirtuar tanto a Cervantes, a quien desacreditaba con bastante poca gracia en el prólogo, como a sus propios personajes, a los que volvía planos y previsibles, en absoluto memorables. Hay quien piensa que, cuando esta mala caricaturización de lo que en sí ya era una parodia vio la luz, Cervantes había hecho por olvidarse de don Quijote y andaba metido en otras cosas, pero la lectura de esta apropiación indebida le hizo reconsiderar su decisión y poner al verdadero hidalgo a cabalgar de nuevo en la que fue su tercera y última y más memorable salida. Teniendo en cuenta que el segundo volumen de El Quijote, que salió de la imprenta en 1615, es el que verdaderamente hizo a Cervantes inmortal, quizá los lectores debamos estarle secretamente agradecidos a este ficticio Avellaneda por propiciar aquello que, sin él, tal vez no hubiese llegado a darse nunca.

"Es imposible tratar a don Quijote y Sancho desde otra ética que no sea la de la veneración y el homenaje"

Fue, al menos en lo que abarcan los conocimientos de quien esto firma, la única usurpación de la iconografía cervantina que se llevó a cabo con ánimo de ofensa, porque es imposible tratar a don Quijote y Sancho desde otra ética que no sea la de la veneración y el homenaje. El primero de esos reconocimientos llegó en la traducción francesa de la obra, cuyo autor, François Filleau de Saint-Martin, alteró el final de la segunda parte para evitar que el protagonista muriese y propició que Robert Challe prosiguiera, años después, y por su cuenta, la narración de las aventuras de ambos. También en Francia se publicó, de manera anónima, una Suite nouvelle et véritable de l’histoire et des aventures de l’incomparable Don Quichotte de la Manche traduite d’un manuscrit espagnol de Cid-Hamer Benegely, son véritable historien cuyo título da poco lugar al equívoco y en cuyas páginas se brinda un reconocimiento expreso a la creación cervantina desde los ideales de la Ilustración. En ese mismo siglo XVIII se escribirían en España otras dos continuaciones de la obra: Adiciones a la historia del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, de Jacinto María Delgado, e Historia del más famoso escudero Sancho Panza, de Pedro Gatell y Carnicer. Casi un siglo después, a finales del XIX, vería la luz en La Habana el volumen Semblanzas caballerescas o las nuevas aventuras de don Quijote de la Mancha, firmado por Luis Otero y Pimentel, y los primeros compases de la siguiente centuria ensancharían el sendero con las aportaciones de Alonso Ledesma Hernández (La nueva salida del valeroso caballero D. Quijote de la Mancha: Tercera parte de la obra de Cervantes) y José Camón Aznar (El pastor Quijótiz), a las que hay que sumar otras que llegaron desde Hispanoamérica, como Capítulos que se le olvidaron a Cervantes, de Juan Montalvo, o Don Quijote en América, o sea la cuarta salida del ingenioso Hidalgo de la Mancha, de Tulio Febres Cordero. Por ahí transitaría Andrés Trapiello, ya a caballo entre los siglos XX y XXI, con dos continuaciones de la obra cumbre cervantina, Al morir don Quijote y El final de Sancho Panza y otras suertes.

Por otro lado, las reinterpretaciones y exégesis de la novela han sido abundantes. Se haría eterno citar todos sus tratamientos desde otras disciplinas como pueden ser la música —The Comical History of Don Quixote, de Henry Purcell (1695); Don Chisciottte in Sierra Morena, de Francesco Bartolomeo Conti (1719); La venta de don Quijote, de Ruperto Chapí (1902); El retablo de Maese Pedro, de Manuel de Falla (1923); Don Quijote y Dulcinea, de Maurice Ravel (1932); Don Quichotte, de Cristobal Halffter (2000)—, la historieta —Quijote, de Will Eisner (2000); el volumen colectivo Lanza en astillero (2005); Don Quijote, de Felix Gormann (2014); también el Mortadelo de la Mancha que con ocasión del cuarto centenario dibujó Francisco Ibáñez— o las narrativas audiovisuales —entre las que cabe destacar la tentativa frustrada de Orson Welles o la controvertida El hombre que mató a don Quijote, de Terry Gilliam, sin olvidar ni la excepcional serie que en 1992 dirigió Manuel Gutiérrez Aragón para TVE, con guión de Camilo José Cela y Camilo José Cela Conde (y que en 2002 tendría continuidad en el cine con el título El caballero don Quijote), ni la serie de dibujos animados que en 1979 se sacaron de la manga el director Cruz Delgado y el productor José Romagosa y cuya sintonía inicial pueden tararear hoy varias generaciones de españoles—, y sólo con mencionar las aportaciones literarias más destacadas la tarea ya es ingente.

"Dejó impronta el Quijote, cómo no iba a hacerlo, y la seguirá dejando. Cualquier tentativa de denigrar a estas alturas el legado de Cervantes está abocado a caer en el ridículo"

Al margen de las adaptaciones que del texto cervantino firmaron en estos últimos años Andrés Trapiello y Arturo Pérez-Reverte —en ambos casos destinadas a acercar la novela a lectores que, en principio y por razones diversas, podían mostrarse reacios a lanzarse a la aventura—, cabe señalar que ciertas revisiones o reinterpretaciones del clásico se terminaron convirtiendo ellas también en clásicas, como ocurrió con la Vida de don Quijote y Sancho de Miguel de Unamuno, las Meditaciones del Quijote de José Ortega y Gasset o La ruta de don Quijote de Azorín —autor también de El buen Sancho—, que a su vez revisitó recientemente Julio Llamazares. El listado, no obstante, es prolijo y abarca títulos de toda índole que van desde la ciencia-ficción terrorífica —caso de Quijote Z, de Házael González— hasta nuevas vueltas de tuerca sobre el mismo propósito que guió a Cervantes, como ocurre en la divertidísima Don Quijote de Manhattan, de Marina Perezagua. Gilbert Keith Chesterton se apuntó al subgénero en El regreso de don Quijote, igual que hicieron Paul-Jean Toulet en La boda de don Quijote, Paco Arenas en Los manuscritos de Teresa Panza, Jesús Clavería en El Evangelio según don Quijote o Alberto Báez en Don Quijote de la Mancha, la tercera parte. La traducción de esos dos espíritus que supieron encontrar los románticos a los tiempos actuales ha dado títulos como Monseñor Quijote, de Graham Greene; Hazañas del capitán Carpeto, de Rafael Reig; Don Quijote en Auschwitz, de Vicente Piñeiro; No es tan fácil morir, de David Sáez Ruiz, o el recientísimo Quijote, de Salman Rushdie. En el plano meramente ensayístico, resultan ineludibles el Viaje por mar con don Quijote, de Thomas Mann, o el famoso Curso del Quijote de Vladimir Nabokov, al que Javier Marías homenajeó a su modo cuando reunió en El Quijote de Wellesley las notas que tomó para las explicaciones sobre la obra cervantina en sus cursos oxonienses.

Dejó impronta El Quijote, cómo no iba a hacerlo, y la seguirá dejando. Cualquier tentativa de denigrar a estas alturas el legado de Cervantes está abocado a caer en el ridículo. Lo averiguó César González-Ruano cuando fue invitado a ofrecer su primera conferencia en el Ateneo de Madrid. Ávido por hacerse un nombre en la capital, pronunció un alegato contra el corpus cervantino creyendo que así sus palabras alcanzarían resonancia en los mentideros de la villa y corte. Todo lo que consiguió fue que, al día siguiente, tan sólo un diario le dedicara un exiguo suelto cuyo titular, lacónico y certero, daba la exacta talla de su desbarre: «Al señor González no le gusta Cervantes».

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