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El rey Arturo y sus caballeros de la tabla redonda, de Roger Lancelyn Green

El rey Arturo y sus caballeros de la tabla redonda, de Roger Lancelyn Green

El rey Arturo es un destacado personaje de la literatura europea al que se le representa como el monarca ideal, tanto en la guerra como en la paz. Según algunos textos medievales tardíos, Arturo fue un caudillo que dirigió la defensa de Gran Bretaña contra los invasores sajones a comienzos del siglo VI. Su historia pertenece principalmente al folclore y a la literatura, pero se ha planteado que Arturo pudo haber sido una persona real.

Zenda publica las primeras páginas de este clásico de Roger Lancelyn Green, en una bella edición publicada por Siruela con ilustraciones de Aubrey Beardsley.

Libro primero

La venida de Arturo

Capítulo I

Las dos espadas

Desde que el malvado rey Vortiger invitó por vez primera a los sajones a establecerse en Gran Bretaña para que le ayudaran en sus luchas contra los pictos y los escotos, la isla no vol­vió a conocer largos periodos de paz. Tupidos bosques cubrían amplias extensiones del país, pero también había grandes zonas de campo abierto salpicadas de pueblos y ciudades, fincas y casas de campo, tal y como las habían dejado los romanos poco tiempo antes. Cuando los sajones vieron estas riquezas, ya no se resignaron a volver a sus tierras salvajes e incultas de Dinamarca y Alemania. Año tras año, nuevas oleadas de invasores se deslizaban con sigilo en sus largos barcos sobre las olas del mar del Norte para matar a los britanos o expulsarlos de sus casas.

Vortiger había muerto, también Aurelio Ambrosio, el último de los romanos. Entonces Uter Pendragón, a quien algunos llaman hermano de Ambrosio, se convirtió en caudillo de los britanos. De­rrotó a los sajones en muchas batallas y trajo la paz a los territorios sobre los que reinaba en el sur de la isla de Bretaña: a Londres, a Winchester, que entonces se llamaba Camelot, y a Cornualles, don­de Gorlois, su leal vasallo, era duque. Mas Uter se vino a enamorar de la mujer de Gorlois, la hermosa Igraine, y hubo desavenencia entre los dos nobles, hasta que murió Gorlois, y Uter se desposó con su viuda.

Uter la visitó por primera vez en el castillo encantado de Tintagel, la lóbrega fortaleza que se erigía en la costa de Cornualles, y Merlín fue testigo de este amor. Un hijo nació de la unión de Uter e Igraine, aunque de lo que sucediera con este niño solo el mago Merlín podía dar noticia, pues fue él quien, en lo más cerrado de la noche, se llevó al recién nacido por un pasadizo secreto que se des­colgaba por el acantilado; y nadie más había que supiera dar noticia del destino de aquel infante.

Uter no tuvo más descendencia, aunque Igraine había tenido de Gorlois otras tres hijas. Dos de ellas ya eran mayores cuando Igraine se convirtió en reina, y estaban casadas: Morgawse con Lot, rey de Orkney; y Elaine con Nantres, rey de Garlot. Las dos tuvieron hijos que en su día se contaron entre los más animo­sos caballeros de la Tabla Redonda. Pero la tercera, el hada Morgana, tan solo era una niña cuando murió su padre y fue enviada a un convento de monjas para su educación. A pesar de ello, por diferentes medios aprendió artes mágicas, que cuando creció utilizó para sus fines perversos.

El rey Uter Pendragón solo disfrutó de un breve periodo de felicidad junto a la bella Igraine, pues los sajones pronto volvieron a mover guerra contra él en­viándole esta vez un traidor como sirviente, el cual envenenó al rey y a muchos de sus vasallos.

Después se sucedieron los días más funestos y aciagos que hubieran conocido esas tierras. Los caballeros del rey Uter lucharon entre sí por el derecho a ceñir la corona; y los sajones, al percatarse de la falta de un caudillo que uniera a los britanos, avanzaron más y más en su conquista de Bretaña.

Siguieron años de miseria y desasosiego, hasta que llegó la hora señalada. En­tonces Merlín, el buen encantador, emergió de los valles profundos y misterio­sos del norte de Gales, región que en aquellos días se conocía como Gwynedd, cruzó Powys, o sur de Gales, y recorrió el camino que le separaba de Londres. Y tan grande era su fama que ni sajones ni britanos se atrevieron a estorbarle la marcha.

Merlín llegó a Londres y habló con el arzobispo, y de mutuo acuerdo con­vocaron una gran reunión de caballeros para el día de Navidad. Tantos fueron los congregados que no había sitio para todos ellos en la iglesia de la abadía, de forma que muchos tuvieron que seguir los oficios desde el patio de la iglesia.

En mitad del servicio se elevó de repente un murmullo de admiración fuera de la abadía, pues en el patio pudo verse —aunque nadie advirtiera su llegada— una gran losa cuadrada de mármol y, sobre ella, un yunque de hierro, y clavada en el yunque, con la punta profundamente hundida en él, una gran espada de resplandeciente acero.

—Que nadie se mueva hasta que termine la misa —ordenó el obispo cuando tuvo noticia de aquel prodigio—. Mas encomendémonos a Dios con redobladas energías para que nos ayude a encontrar el camino entre los terribles males que asolan nuestra tierra.

Cuando acabó la liturgia, el arzobispo y los señores y caballeros que estaban en la abadía salieron a ver aquella espada maravillosa. En torno al yunque, en el mármol, vieron letras grabadas en oro puro que decían: El que sacare esta espada de la piedra y del yunque es el rey legítimo de toda bre­taña.

Al leer este mensaje, muchos trataron de extraer la espada, pero ni uno consi­guió aflojarla ni siquiera el grosor de un cabello.

—No está el rey entre los aquí reunidos —dijo el arzobispo—, pero no du­déis de que Dios nos ha de enviar un nuevo monarca. Que se despachen men­sajeros por todo el país, que se sepa lo que está escrito en esta piedra. El día de Año Nuevo celebraremos un gran torneo y entonces sabremos si nuestro rey se encuentra entre los que vienen a las justas. Hasta entonces, es mi consejo que elijamos diez caballeros para guardar la espada, y que sobre ella erijamos un rico pabellón que la proteja.

Así se hizo, y el día de Año Nuevo se reunió una gran multitud de caballeros. Pero ninguno fue capaz de arrancar la espada de la piedra. Entonces se aparta­ron un poco de allí, y levantaron tiendas, y celebraron un torneo o batalla fin­gida en el que midieron sus fuerzas y su habilidad con la lanza de madera o con la espada ancha.

Y sucedió que entre los que vinieron al torneo estaba el buen caballero sir Héctor y su hijo Kay, que hacía pocos meses que había sido armado caballero; y con ellos venía Arturo, el hermano pequeño de sir Kay, un joven mancebo de apenas dieciséis años.

Mientras cabalgaba hacia las justas, sir Kay advirtió de repente que se había dejado la espada en sus aposentos, y le pidió a su hermano Arturo que se la tra­jera.

—Enseguida —respondió el joven Arturo, siempre dispuesto a hacer lo que fuera por los demás, con lo que volvió al galope a la ciudad. Pero la madre de sir Kay había echado la llave a la puerta para ir ella también al torneo, así que Arturo se vio imposibilitado de entrar en la casa.

«Mi hermano necesita una espada», pensaba Arturo mientras volvía lenta­mente, preocupado sobremanera por su hermano. «Sería una gran vergüenza y motivo de crueles chanzas el que un caballero tan joven fuera a las justas sin espada. Pero ¿dónde puedo encontrarle una?… ¡Ya lo tengo! Había una clavada en un yunque en el patio de la iglesia. La cogeré: allí no vale para nada».

Así que Arturo espoleó su montura y se presentó en la iglesia. Ató el caba­llo al riel y corrió a la tienda que había levantada sobre la piedra, entonces se encontró que los diez caballeros que tenían encomendada su guarda también habían ido al torneo. Sin pararse a leer lo que ponía en la piedra, Arturo sacó la espada sin ningún esfuerzo, corrió hasta su caballo y, en un instante, estuvo junto a sir Kay, a quien entregó el arma.

Arturo desconocía el significado de ese acero, pero Kay, que poco antes ha­bía intentado arrancarlo del yunque, lo reconoció de una mirada. De inmediato fue hasta su padre, sir Héctor, y le dijo:

—¡Mirad aquí, señor! ¿No es esta la espada que había que sacar del yunque? ¡Es claro pues que yo soy el rey legítimo de toda Bretaña!

Pero sir Héctor conocía demasiado bien a su hijo Kay, por lo que en vez de creerle volvió con él a la iglesia y allí, con la mano sobre la Biblia, le hizo jurar solemnemente decir la verdad sobre la manera en que se había hecho él con la espada.

—Mi hermano Arturo me la ha dado —respondió Kay con un suspiro resig­nado.

—¿Y tú? ¿Cómo conseguiste tú la espada? —preguntó sir Héctor a su hijo menor.

—Señor, os lo diré —respondió Arturo, temeroso de haber cometido alguna falta—: Kay me ordenó ir a por su espada, pero, al no poder traérsela, me acordé de esta otra que había visto clavada sin que a nadie sirviera en un yunque en el patio de la iglesia. Pensé que mi hermano le daría buen uso, así que se la traje.

—¿Había algún caballero guardando la espada?

—Ni uno —respondió Arturo.

—Bien. Vuelve a meter la hoja en el yunque para que veamos cómo la sacas —ordenó sir Héctor.

—Como gustéis —respondió Arturo, sorprendido por todo el alboroto que se estaba montando en torno a una espada; y la volvió a meter en el yunque.

Entonces sir Kay la cogió por la empuñadura y tiró con todas sus fuerzas. Pero, por más que forcejeó y pugnó por moverla, no la consiguió aflojar ni el grosor de un cabello. También lo intentó sir Héctor, sin obtener mejores resul­tados.

—Sácala —le ordenó a Arturo.

Y este, cada vez más desconcertado, cogió la espada por el pomo y la extrajo del yunque como si la sacara de una vaina bien engrasada.

—Bien entiendo ahora —dijo sir Héctor, hincándose de rodillas ante Arturo e inclinando la cabeza en señal de acatamiento— que ningún otro sino vos es el rey legítimo de esta tierra.

—¿Por qué? ¿Por qué yo? ¿Por qué os arrodilláis ante mí, padre mío? —ex­clamó Arturo.

—Es la voluntad de Dios que aquel que extraiga esta espada de la piedra y del yunque sea el legítimo rey de Bretaña —dijo sir Héctor—. Además, aunque os amo tiernamente, no sois hijo mío, pues Merlín os trajo a mí cuando no erais más que un niño de pecho, y me encomendó que me ocupara de vos como si fuerais de mi propia sangre.

—Entonces, si es cierto que soy rey —dijo Arturo inclinando la cabeza sobre el puño en forma de cruz de la espada—, juro solemnemente dedicarme al ser­vicio de Dios y de mi pueblo, a enmendar agravios, a combatir el mal, a traer la paz y la prosperidad a esta tierra… Buen señor, desde que tengo memoria habéis sido un padre para mí, permaneced a mi lado con el amor y los consejos de un padre; y a vos, Kay, mi hermano adoptivo, os pido que seáis senescal de todas mis tierras y caballero verdadero de mi corte.

Tras lo cual fueron al arzobispo y le contaron todo lo acaecido. Mas los baro­nes y caballeros, llenos de envidia y rabia, se negaron a aceptar que Arturo fuera su rey legítimo. Por ello se pospuso la decisión hasta la Pascua; y tras la Pascua hasta Pentecostés, o Domingo Blanco, como se decía por aquel entonces; y aun así, aunque muchos reyes y caballeros vinieron a probar sus fuerzas, solo Artu­ro fue capaz de sacar la espada del yunque.

Entonces las gentes empezaron a aclamarle: «¡Arturo! ¡Nuestro rey es Ar­turo! ¡Es la voluntad de Dios que sea nuestro rey! ¡Dios salve al rey Arturo!». Y se arrodillaron ante él, nobles y villanos juntos, ricos y pobres, y le pidieron merced por haberse demorado tanto en proclamarle. Y Arturo los perdonó de corazón y, poniéndose de hinojos él mismo, le entregó al arzobispo la espada maravillosa para recibir de este la alta y sagrada Orden de la Caballería. Y en­tonces vinieron condes y barones, caballeros y escuderos, y rindieron vasallaje a Arturo jurando servirle y obedecerle como era su deber.

Entonces el rey Arturo reunió en torno a él a todas las huestes de Bretaña —a la flor de los caballeros experimentados que había servido a su padre, y a los más jóvenes cuyo mayor anhelo era probar su lealtad y su valía—, y con ellas se lanzó contra los sajones y contra los bandidos y ladrones que llevaban tantos años asolando las tierras y cometiendo todo tipo de actos de crueldad y villanía.

Pronto volvió a restablecer la paz y la seguridad en el sur de Gran Bretaña, tras lo cual instaló su capital en Camelot. Pero los demás reyes que reinaban también en la isla y sus alrededores —los reyes de Orkney y Lothian, de Gwy­nedd y Powys, de Gorre y Garlot— sintieron celos de ese muchacho descono­cido que hacía llamarse rey de toda Bretaña, y le hicieron saber que vendrían a él con presentes, pero que sus presentes los darían con recios mandobles de espadas afiladas entre los hombros y la cabeza.

Entonces Merlín se presentó súbitamente ante Arturo y le condujo a la ciu­dad de Caerleon, en el sur de Gales, a una recia torre bien provista para un sitio. Los reyes enemigos también fueron a Caerleon y cercaron la torre, pero no pu­dieron expugnarla ni matar a Arturo ni a ninguno de sus fieles seguidores.

Pasados quince días se abrió la puerta de la torre y Merlín se presentó en lo alto de la escalinata. Desde allí preguntó a los reyes y caballeros hostiles por qué venían en armas contra el rey Arturo.

—¿Por qué has hecho de ese muchacho, ese Arturo, nuestro rey? —gritaron.

—¡Estad en silencio y escuchad, todos vosotros! —ordenó Merlín con voz perentoria, con lo que se hizo un gran silencio entre todos los allí reunidos, un silencio de asombro y maravilla mientras escuchaban las palabras del buen en­cantador—. Os he de contar grandes cosas que aún desconocéis —comenzó el mago—. Arturo es en verdad vuestro rey, rey de pleno derecho de todas estas tierras. Sí, y aun de Gales y de Irlanda, de Escocia y de Orkney también, y de Armórica, al otro lado del mar; y de muchas otras tierras sobre las que también se ha de extender su señorío. ¡Arturo es el único y legítimo hijo del buen rey Uter Pendragón! Por mis artes sagradas tuve noticia de su nacimiento y de los avatares de su reinado. Uter fue a Tintagel bajo la apariencia de Gorlois tres ho­ras después de la muerte de este: de esa guisa consoló a la reina Igraine y ganó su corazón para hacerla su esposa. Pero, y esto lo supe entonces por mi ciencia, su hijo Arturo, que aquí tenéis, vendría al mundo para muy grandes cosas y muy elevados destinos. Poco después de su nacimiento en la oscuridad de Tintagel, Uter, que prestaba oídos a mis consejos, me confió a su hijo. Yo lo llevé a Avalón, a la Tierra del Misterio. Y los habitantes de esa isla, a los que no conocéis, pero a los que bien podéis llamar hadas y elfos, urdieron un hechizo puro y por­tentoso en torno a aquel niño, una magia de increíble poder. Tres dones conce­dieron a Arturo: el primero, ser el mejor de todos los caballeros; el segundo, ser el rey más grande que esta tierra jamás conozca; y por último, vivir muchísimos años, muchos más de lo que nadie pueda llegar a imaginar. Estas virtudes, las que corresponden a un príncipe bueno y generoso, se las concedieron a Arturo los habitantes de Avalón. Y en Avalón los herreros elfos están forjando ahora Excalibur, la espada de su derecho: la limpia y brillante hoja que solo se ha de le­vantar en defensa de la justicia, que resplandecerá sobre la tierra hasta que llegue la hora en que sea reclamada de nuevo… ¡Arturo es vuestro rey! Sus dominios irán creciendo con el paso de los años: no solo Bretaña y las islas del mar, no, ni Armórica y la Galia, sino Logres, la Tierra Bendita, el Reino de Dios sobre la tierra, que Arturo os mostrará por un breve espacio de tiempo hasta que vuelva a caer la oscuridad.

Y Merlín calló, y un gran silencio siguió a sus palabras, pues todos los allí reunidos presentían que estaban al comienzo de una época de grandes prodi­gios, y que Arturo era algo más que un simple rey que gobernase porque su padre hubiera sido rey, o porque fuera el más fuerte de entre todos ellos.

Arturo los observaba por detrás de Merlín, desde lo más alto de la escalinata. De repente, todos al unísono hincaron la rodilla ante él en muestra de acata­miento y juraron ser sus fieles y leales súbditos todos los días de su vida.

Entonces el arzobispo coronó a Arturo y la multitud le aclamó una vez más: y ese fue el auténtico inicio de su reinado.

—Mañana empezaremos a juntar nuestras fuerzas —dijo el rey Arturo—, y, cuando estemos preparados, marcharemos al norte y al este a luchar contra los sajones y a expulsarlos de Bretaña. Luego construiremos castillos y atalayas en la costa para que nunca más vuelvan a nuestra tierra. Reconstruiremos las iglesias que han destruido y erigiremos otras nuevas para mayor gloria de Dios. Nuestros caballeros recorrerán los caminos castigando a quienes estorben la paz o cometan felonías. Y si algún hombre o mujer se encuentra en apuros, o tiene quejas o sufre afrenta alguna, que venga a mí, ya sea el más elevado de mis baro­nes o el más humilde de mis súbditos, pues nunca se dejará de remediar su mal o de atender su cuita.

El rey Arturo celebró ese día un gran banquete en el Castillo de Caerleon, pero antes de que la fiesta hubiera terminado sucedió el primer portento de los muchos que habían de acontecer en la tierra maravillosa de Logres durante su reinado.

De repente se presentó en el patio un joven escudero montado sobre un ca­ballo, que llevaba de las bridas otro corcel en cuya silla iba atravesado el cuerpo de un caballero que acababa de ser muerto.

—¡Venganza, mi señor rey! —exclamó el escudero cuando Arturo salió del salón para enterarse de lo que sucedía—. ¡Quiero venganza! Aquí traigo a sir Miles, muerto sobre su corcel, un caballero tan esforzado y valiente como no se podrá encontrar igual sobre la tierra. En el bosque a no muchas leguas de aquí, el rey Pellinor ha plantado su pabellón junto al camino, al lado de una fuente de agua fresca, y da muerte a todos los caballeros que aciertan a pasar por allí. Por ello os ruego deis cristiana sepultura a mi señor y que alguno de vuestros caba­lleros vaya a vengar esta desgracia.

Había un escudero en la corte de Arturo, de nombre Griflet, no mayor que el mismo Arturo, que se hincó entonces de rodillas ante el rey y le suplicó por los servicios que le había prestado que le hiciera caballero para poder ir a luchar con Pellinor.

—Te falta edad para semejante batalla —respondió el rey Arturo—, y tampo­co tienes aún la fuerza necesaria.

—¡Aun así, señor, hacedme caballero! —suplicó Griflet.

—Mi señor —musitó Merlín al oído de Arturo—, sería una gran pena perder a Griflet, pues ha de ser hombre de valía cuando llegue a su edad, y fiel caballero vuestro toda la vida. Además, Pellinor es el hombre más fuerte del mundo de entre los que portan armas y es seguro que Griflet resultará muerto si llegan a cruzar espadas.

El rey Arturo asintió y se volvió hacia su joven escudero:

—Griflet —le dijo—, arrodíllate y te armaré caballero según tu deseo. —En cuanto concluyó la ceremonia, Arturo continuó—: Ahora, sir Griflet, ya que os he hecho caballero, me debéis un don.

—Mi señor, pedidme lo que deseéis y es vuestro —respondió Griflet.

—Prometedme entonces por vuestro honor de caballero —ordenó Arturo— que, cuando encontréis al rey Pellinor junto a la fuente del bosque, lidiaréis solamente con lanza, a pie o a caballo, y que no lucharéis con él de ninguna otra manera.

—Así lo prometo —dijo Griflet; y a continuación montó sobre su caballo con gran celeridad, agarró su lanza, embrazó el escudo con la zurda y partió levantando una gran polvareda. Al llegar a la fuente vio un rico pabellón, y ante él un caballo ya presto y ensillado junto a un árbol en el que había apoyados una gran lanza y un escudo pintado de colores brillantes.

Sir Griflet golpeó el escudo con el cuento de su lanza con tanta fuerza que aquel se vino al suelo haciendo mucho ruido. Al oír ese alboroto el rey Pellinor salió de su pabellón; se trataba de un hombre alto y fuerte, imbuido de la fiereza de un león.

—¡Señor caballero! —gritó—. ¿Por qué derribáis mi escudo?

—Señor, porque es mi deseo medir mis fuerzas con vos.

—Más os valdría no hacerlo —respondió el rey Pellinor—. No sois más que un caballero joven e inexperto, mucho menos fuerte que yo.

—Aun así lucharé contra vos —dijo Griflet.

—Bien, no es ese mi deseo —dijo el rey Pellinor mientras se ajustaba la armadura—; pero que suceda lo que tenga que suceder. ¿De quién sois caba­llero?

—Señor, ¡soy de la corte del rey Arturo! —exclamó Griflet. Y con esto se apartaron a ambos extremos del camino, dieron media vuelta, bajaron las lanzas y se lanzaron el uno contra el otro a todo correr de sus caballos. La lanza de sir Griflet golpeó el escudo del rey Pellinor y se rompió en mil pedazos, pero la lanza del rey Pellinor atravesó el escudo de Griflet y se fue a partir tras hundir­se profundamente en su costado, con lo que sir Griflet y su montura acabaron rodando por el suelo.

El rey Pellinor se llegó hasta sir Griflet y se inclinó sobre él, que se había que­dado quieto allí donde había caído, y le quitó el yelmo.

—Bien, era un joven animoso —dijo Pellinor—. Si vive, será un caballero de proeza. —A continuación colocó a Griflet atravesado en la silla y mandó el ca­ballo de vuelta a Camelot, sin necesidad de que nadie lo guiara.

El rey Arturo sintió gran ira cuando vio a sir Griflet tan malparado. De inme­diato se puso su propia armadura, bajó la visera del casco para que nadie pudiera verle el rostro y, espada en mano, cabalgó hasta el bosque para tomar cumplida venganza del rey Pellinor.

Pero en su camino se encontró con tres bandidos que atacaban a Merlín y que parecían a punto de matarlo con sus grandes palos.

—¡Huid, rufianes! —gritó Arturo, arremetiendo furioso contra ellos; y los tres cobardes se dieron la vuelta y huyeron en cuanto vieron que los embestía un caballero.

—¡Ah, Merlín, a pesar de toda vuestra magia y sabiduría hubierais muerto de no haber acudido yo en vuestra ayuda! —dijo Arturo.

—No lo creáis —respondió Merlín, con su misteriosa sonrisa bailándole en los labios—. Podría haberme salvado fácilmente, si ese hubiera sido mi deseo. Sois vos el que va a una muerte segura, pues os guía vuestro orgullo, si Dios no lo remedia.

Pero Arturo prefirió ignorar la advertencia de Merlín y siguió adelante re­sueltamente hasta que llegó al rico pabellón junto a la fuente. Allí le esperaba el rey Pellinor sentado sobre su gran caballo de guerra.

—¡Señor caballero! —exclamó Arturo—. ¿Por qué estáis aquí, justando y derribando a todos los caballeros que pasan por esta fuente?

—Porque esa es mi costumbre —respondió Pellinor con voz firme—. Y si hombre alguno desea hacerme desistir de ella, ¡que lo intente a su propia costa!

—Yo os la he de hacer cambiar —exclamó Arturo.

—Y yo he de defenderla —respondió Pellinor sin alterarse.

Entonces se apartaron un trecho para acometerse a todo correr de sus caba­llos, con tanta fuerza que las dos lanzas se hicieron astillas al chocar contra el escudo del rival. Entonces Arturo echó mano a la espada, pero Pellinor le dijo:

—Todavía no, crucemos lanzas otra vez.

—Con gusto lo haría —dijo Arturo—, si tuviera otra conmigo.

—Lanzas no nos han de faltar —respondió Pellinor, y le ordenó a su escude­ro que trajera otras dos de la tienda.

Una vez más justaron los dos reyes, y una vez más se rompieron las lanzas en pedazos sin que ninguno de los dos cayera derribado del caballo. Justaron una tercera vez, y la lanza de Arturo se quebró, mas no la del rey Pellinor, que le alcanzó con tanta fuerza en medio del escudo que caballo y caballero rodaron por tierra.

Arturo se puso en pie de un salto dominado por el furor; sacó la espada y dando grandes voces desafió a Pellinor, que echó pie a tierra y sacó su propio acero. Entonces comenzó una batalla terrible, con gran intercambio de tajos y mandobles; se acuchillaban y tajaban con saña y los trozos de escudo y arma­dura saltaban por todas partes. Los dos tenían tales heridas que la pisoteada hierba de delante de la tienda aparecía teñida de sangre. Descansaron un poco para enseguida volver a embestirse con gran denuedo, y las hojas chocaron con tal violencia que la de Arturo se rompió en dos pedazos, dejándole con el pomo inútil en la mano.

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Autor: Roger Lancelyn Green. Traductor: José Sánchez Company. Ilustrador: Aubrey Beardsley. Título: El rey Arturo y sus caballeros de la tabla redonda. Editorial: Siruela. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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