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Con el corazón en la mano

Juliette Gréco y Miles Davis

Los libros, la música y el cine, sin banderas políticas y con la mente abierta. Zenda ofrece el prólogo de Visto y oído (Sibirana Ediciones), libro de Pedro G. Cuartango que constituye una declaración de amor a escritores y creadores cuya imaginación nos transporta al reino de lo inefable. Un viaje no hacia una región desconocida sino, como subrayaba Montaigne, hacia el conocimiento de lo que somos y sentimos a través de los otros. 

¿Cómo vivir sin los libros, la música o el cine? Es sencillamente imposible. Al escribir este prólogo, estoy escuchando la obertura de Tanhauser, la ópera de Richard Wagner, y las notas me llegan al corazón. Wagner era un personaje detestable, pero alcanzó los más altos niveles de creatividad con sus composiciones.

Estoy convencido, por ello, de que el arte no tiene banderas políticas ni el artista debe ser una persona ejemplar. Hay que acceder a un libro, un concierto o una película sin prejuicios, con la mente abierta y sin dejarse condicionar por las críticas o las opiniones de los demás.

Los artículos que forman parte de esta selección recogen impresiones puramente subjetivas y, por ello, ruego al lector que las tome como tal. Nunca he pretendido imponer mis criterios al prójimo, pero creo que mis observaciones pueden ser una referencia útil para acercarse a las obras de las que hablo.

El título del libro es Visto y oído, porque obviamente el arte entra por los sentidos. Los ojos son los órganos que nos permiten leer o ver una película y los oídos son necesarios para escuchar un disco o un concierto. Pero yo diría que son los cinco sentidos los que participan al disfrutar de lo que nos gusta.

Me he pasado media vida leyendo y siempre digo que leer es una forma de vivir, de acceder a mundos lejanos a los que viajamos a través de las páginas de un libro. Hay gente que afirma que hay que leer para aprender y adquirir una formación y ello me parece una razón más que justificada. Pero yo he leído desde niño por pura pasión.

Cuando tenía ocho o nueve años, leía todo lo que caía en mis manos, especialmente periódicos. Mis padres me regalaban unos libros de tapas verdes, en los que se resumían las tramas de las novelas de Defoe, Stevenson, Dumas y otros clásicos. Pero mi personaje favorito era Guillermo Brown, la criatura de Richmal Crompton. Era un niño travieso que untaba la cara de mermelada a las chicas y hacía todo tipo de travesuras. También me fascinaban los cuadernos ilustrados de Tintin, el único periodista que jamás ha escrito una sola línea, y las novelas infantiles de Enid Blyton, hoy olvidada.

Mi padre me reñía porque, cuando se reunía la familia para comer, yo tenía la vista depositada en algún libro sobre mis rodillas. Más tarde, cuando llegue a la adolescencia, me decía que me iba a volver loco debido a mi afición a la literatura rusa. Chejov, Tolstoi y Dostoievski me atraían mucho.

Cuando accedí a la Universidad, a comienzos de la década de los años 70, descubrí a Marcel Proust, cuyo rastro me condujo a París. Recorrí las calles y los escenarios de En busca del tiempo perdido y me imaginaba a Swann en su coche de caballos por los Campos Elíseos. Tenía un cuaderno de tapas de color rosa, comprado en una librería del Barrio Latino, lleno de anotaciones sobre la obra de Proust. Pero lo he buscado sin éxito. Lamento mucho haberlo perdido.

Por aquella época, leí también a Flaubert, a Stendhal y a Balzac, que han sido tres autores que siempre me han fascinado. Creo que los escritores franceses del siglo XIX son insuperables. Balzac, con su extravagante biografía y sus frustradas aventuras amorosas, nos legó una inmensa obra en la que queda reflejada la sociedad francesa de su época mejor que ningún libro de historia. Marx decía que su Comedia Humana era como un espejo.

Otro autor que me ha cautivado ha sido Thomas Mann, que tenía una capacidad demoniaca paras acceder a los lugares más recónditos del alma. La lectura de La montaña mágica me produjo una mezcla de sentimientos de admiración y repulsión que no puede explicar. Cuando Mann describe el olor marchito de las flores en el sanatorio de Davos, siento la necesidad de respirar y abrir la ventana.

Hay también en esta recopilación de artículos referencias a pensadores como Spinoza, Hume, Kant, Hegel y Ortega, que han amueblado mi cabeza con sus reflexiones. Todos ellos han producido textos que no son nada fáciles de entender, pero cuyo interés compensa el esfuerzo.

Siempre he creído que se aprende más al leer la Ética de Spinoza que al inscribirse en un curso convencional de filosofía. Recomiendo a los lectores que se molesten en leer alguno de estos libros capitales en la historia del pensamiento occidental.

Leer es siempre un placer. No existe nada mejor que tumbarse en un sofá en una tarde de invierno y abrir una novela al calor de una manta y una buena lumbre. Pero tampoco está mal la opción de ponerse un buen disco de música clásica como una ópera de Mozart o de Vivaldi, por el que siento preferencia.

Hay un artículo en esta recopilación en el que aludo a la sonata opus 111 de Beethoven, una obra que me trastorna y en la que el compositor de Bonn nos transmite la cercanía de la muerte que le acechaba al componer esa pieza. El mejor libro sobre este asunto es el Doktor Faustus de Mann, la historia de un músico que vende su alma al diablo para triunfar.

La música intensifica la empatía. Eso es lo que me sucede a mí, que tengo una especie de instinto para captar el estado de ánimo del compositor de la obra. Las cantatas de Bach me transmiten alegría de vivir, Beethoven siempre tiene un toque nostálgico y romántico y Brahms me pone muy triste.

También me gusta el jazz. Hay uno de mis artículos en el que aludo a la relación entre Juliette Gréco y Miles Davis, que estaban muy enamorados y que rompieron por los prejuicios raciales que les rodeaban. Gréco se casó luego con Michel Piccoli. Vi en una ocasión a la pareja en los años 70 en París paseando por los Jardines de Luxemburgo. Iban cogidos de la mano y entonces me vino a la cabeza su antigua relación con el gran trompetista.

Y siento predilección por el cantante y compositor italiano Gino Paoli, que se disparó en el pecho por un amor imposible. La bala no le mató, pero quedo alojada cerca del corazón. Gracias a eso, Paoli escribió Senza fine, una canción que me conmueve, y también el tema de Antes de la Revolución, la película de Bernardo Bertolucci.

Bertolucci es precisamente el director de El último tango en París, prohibida en España hasta después de la muerte de Franco, que también tiene una magnífica banda sonora compuesta por Gato Barbieri.

Nunca he apreciado una película que no tuviera una buena banda sonora al igual que nunca he apreciado una canción que no pudiera visualizar en un recuerdo o un sentimiento. Lo que el cine y la música comparten es su enorme poder evocador.

Me considero un cinéfilo en el sentido etimológico de la palabra, que significa amor al cine. Cuando vivía en París en los años 70, me pasaba tardes en la Cinemateca francesa, que estaba en los bajos del Palacio de Chaillot. Allí veía los filmes de Truffaut, Godard, Rohmer, Chabrol y los realizadores de la nouvelle vague.

Aquellas películas no sólo eran una creación artística. Transmitían un gusto por la vida y una forma de vivir que me marcaron. Jules et Jim, de Truffaut, fue una película que me dejo una honda huella, sobre cuando, por puro azar, estuve en la casa en la que Rocher concibió la novela que inspiró el filme.

El cine ha sido una pasión para mí. Tengo una estrecha amistad con José Luis Garci, que, además de haber hecho películas maravillosas como El crack, es un gran conocedor de la historia del séptimo arte. Ambos compartimos el amor por el gran cine americano que representa mejor que nadie John Ford.

Ford alcanza un nivel sublime en películas como Liberty Vallance, Fort Apache o El hombre tranquilo, en las que John Wayne interpreta el papel de un héroe romántico, aun a costa de pagar un alto precio.

Una película que me gusta mucho y que ha resistido el paso del tiempo es Casablanca, de Michael Curtiz. Hay un artículo en esta recopilación en el que analizo la relación entre el personaje de Rick, el dueño del bar, y de Lazslo, el líder de la resistencia. No me voy a extender sobre ello porque las claves están en ese texto.

Pero si hay algún realizador por el que siento debilidad es por Federico Fellini, que retrató como nadie el mundo del circo, de los payasos, de la vida bohemia. Fellini era un gran fabulador que dibujaba todas sus escenas porque tenía una imaginación muy visual. No en vano había comenzado su carrera como dibujante de una revista ilustrada de Roma.

Perdone el lector por estas notas dispersas, que confío en que hayan servido para transmitir mi afición a los libros, a la música y al cine, cuyas fronteras -insisto en ello- son muy permeables. Creo que, en lugar de extenderme más, es mejor que el lector eche un vistazo a mis artículos. Espero que sea magnánimo con su juicio porque lo que sí que puedo asegurar es que están escritos con el corazón en la mano.

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Autor: Pedro G. Cuartango. Título: Visto y oído. Editorial: Sibiriana. Venta: web de la editorial

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