¡Riau, riau!

Una rebelión sacrosanta. Ni la Guerra Servil liderada por Espartaco ni el linchamiento del corregidor Vargas en Madrid durante el Amotinamiento del Hambre. Nada tan justificado como esa sentada de corredores pamploneses contra los nuevos usos del encierro en los últimos sanfermines.

“Desnaturalizan la fiesta”, clamaban, acusando a los organizadores de coronar la más alta cima de la abyección: adiestrar a los cabestros de guía, forzando a los toros a correr agrupados y cubrir el recorrido más rápido. Tal perfidia hurta a los corredores de la gloria sublime, el riesgo heroico, de resultar empitonados como mandan los cánones. A los carros de fuego tauroadictos no les cabe ya otro peligro que ser arrollados y pisoteados por las reses, o por los cientos de guiris invasores de su ciudad.

"La ONU, la UE y la OTAN deberían intervenir. Tomar cartas en el asunto. Exponer a la ira y vergüenza pública a los turbios domadores de mansos"

La ONU, la UE y la OTAN deberían intervenir. Tomar cartas en el asunto. Exponer a la ira y vergüenza pública a los turbios domadores de mansos que —tras largas horas de ensayos y fracasos, es de suponer— lograron instruir tan prusianamente a un hato de bueyes. Su nefando crimen debe ser castigado.

[Dos puntualizaciones. Primera, los sanfermines son un paradigma de abstemia y sobriedad. Segunda, el emérito varón a quien se consagra el festejo, San Fermín, no existió jamás. Una certeza donde coinciden los historiadores contemporáneos, civiles o canónicos].

Volviendo al tema. Desde el siglo XII, los navarros son descritos como un modelo de virtudes. Ya el Codex Calistinus afirma que: Son un pueblo bárbaro, diferente de todos los demás en sus costumbres y naturaleza, colmado de maldades, de color negro, de aspecto innoble, malvados, perversos, pérfidos, desleales, lujuriosos, borrachos, agresivos, feroces y salvajes, desalmados y réprobos, impíos y rudos, crueles y pendencieros, desprovistos de cualquier virtud y enseñados a todos los vicios e iniquidades…”

Esta es la visión torticera de Aymeric Picaud, de quien debe señalarse que fue monje y francés (o sea, un tipejo deleznable). Acreditada su infame laya, el mentado cronista prosigue: “Los navarros fornican incestuosamente al ganado. Además, el hombre coloca en las ancas de su mula o de su yegua una protección, para que no las pueda acceder sino él. Incluso da lujuriosos besos a la vulva de su mujer y de su mula”. Como rebate a tanto vilipendio, decir que sólo un gabacho aquilataría la lujuria implícita en una muestra de afecto tan vulvar.

"Hemingway, beodo avezado, cayó seducido ante el embrujo de la celebración. Su novela es un puro canto a la dipsomanía y resulta difícil encontrar alguna página donde sus personajes no priven a modo"

Pamplona, urbe mesurada do las haya, data el uso de sus moradores por galopar ante cornúpetas en las postrimerías del XIX. Sus anales señalan que, entre 1880 y 1890, “eran muy pocos los corredores” (los crápulas de cada barrio, seguro). Leyendo la variopinta documentación municipal se deduce que, por entonces, los corredores cabrían en un autobús de línea y —¡sorpresa!— muchos llegados de fuera. Por esa razón, el primer herido anotado (año de gloria de 1889) fue un natural de Urroz, villa a cuatro horas de camino de Pamplona, quien atendía por Martín Asnoz (con zeta final, ojo).

Las mismas fuentes permiten deducir que, en aquellos tiempos, la mayoría de pamplonicas solían observar a astados y corredores desde fuera del recorrido. Así lo corroboran las fotos más antiguas conocidas, donde se aprecia que, comparado con la actualidad, el trayecto aparecía menos concurrido que el motel de Psicosis.

Todo cambia notablemente cuando Ernest Hemingway publica The sun also rises (El sol también sale), título alusivo a una cita del Eclesiastés, incluida en la primera edición norteamericana (la de Charles Scribner’s Sons de 1926). Tanto en Gran Bretaña como en España, la novela se publicó bajo el título de Fiesta, mucho más ajustado a la descripción sobre los sanfermines contenida en el libro: “La fiesta había empezado de veras, y durante siete días no paró, ni de día ni de noche. No se paraba de bailar, ni de beber, el barullo era constante.”

Hemingway, beodo avezado, cayó seducido ante el embrujo de la celebración. Su novela es un puro canto a la dipsomanía y resulta difícil encontrar alguna página donde sus personajes no priven a modo. Un detalle, una de las primeras provisiones del protagonista recién arribado a Pamplona es adquirir dos botas —una de cinco litros de capacidad y otra de dos— para afrontar el trance acorde a la tradición.

"Fiesta plantea la incógnita de cómo un relator tan eficaz como Hemingway construyó unos personajes tan planos, que transitan de la cogorza a la depresión a cada cinco páginas"

Fiesta plantea la incógnita de cómo un relator tan eficaz como Hemingway construyó unos personajes tan planos, que transitan de la cogorza a la depresión a cada cinco páginas. Sus detractores llegan a calificarla como hito de la novela en clave (etílica).

El libro fue, con todo, un éxito de ventas. Desde entonces, bandadas de anglosajones, ansiosos de sensaciones fuertes y con avidez vitivinícola, afluyeron a Pamplona, atiborrando una concurrencia con plétora ya de autóctonos y foráneos. San Hemingway, quien por cierto fue cogido por una vaquilla de las que sueltan en el ruedo y se le multó por agarrarla de los cuernos —vinum et musica laetificant cor, que decían los clásicos— supo obrar ese milagro. Tal es el celo de estos aspirantes al olimpo que, en 1995, un  estadounidense de Illinois se convirtió, con sólo 22 años, en el primer extranjero muerto a cornadas por un toro en el encierro (en Illinois radican las mayores fábricas mundiales de gilipollas).

Con ser los más principales, los de Pamplona no los únicos encierros que acontecen en Navarra. Villas como Cascante, Estella o Tudela, celebran también prácticas análogas. Últimamente, se insiste mucho en que tales usos son “cultura y legado popular” (lo que antes, erróneamente, se tachaba de cachondeo y jarana). En esta línea, cabe afirmar que toda España es un pozo cultural —un sistema espeleológico abismal, casi— pródigo en fiestas donde se corre, recorta, asaetea, alancea, aguijonea, ensoga, embola, atan teas a los cuernos, crujen a botellazos a las reses, o acaban haciéndolas precipitarse al mar.

Una cultura esa muy superior a la contenida en cualquier verso de Lope de Vega, cualquier óleo de Diego Velázquez, escultura de Mariano Benlliure, o suite de Manuel Falla. Un acervo que debe ser defendido de numantina manera (lo cual nos llevaría, gozosamente, del canibalismo al suicidio colectivo). Además, la Patria hispana, madre y maestra, ha exportado su legado a América, donde se registran notorias muestras de igual sabiduría, como las corralejas celebradas en Turbaco (Colombia) en 2015, por citar sólo alguna.

Ese compendio de saberes es de tan hondo calado, que ninguna cadena de televisión generalista —Atresmedia, Cuatroentera, RTVE (quiéntavistoyquientevé) o Telecinco (que tiene la rima dificililla)— se resiste a transmitirlo. Todas cubren en directo, en diferido, con uso de moviola, y hasta en bucle, ese bellísimo festival de gañafones, arremetidas y pitonazos propinados tanto por los astados como los que se arrean entre sí los corredores.

Adviértase que los encierros pamploneses no pueden correrse de cualquier manera. Para empezar, se prohíbe participar a menores de 18 años (lo cual no quita, claro, que ciertos padres introduzcan a sus críos en el goce de tales lances, poniéndolos ante la manada). Tampoco se permite agarrar, recortar, golpear, hacerse selfis, e inducir a que se revuelvan toros y cabestros. Cualquier foto o video que se clique en red permite verificar la rígida observancia de esta regla.

"Como blasón de identidad y distinción, los participantes navarros deberían usar codales reforzados con punzones, para cargar contra el resto de corredores cuando fuese menester"

Hay una última prohibición, excesiva por innecesaria. No pueden correrse los toros bajo los efectos del alcohol y las drogas. Debido a los quejicas de siempre, las autoridades afirman realizar los preceptivos controles, pero no hay en todo el territorio nacional (Chafarinas y Vélez de la Gomera incluidos) etilómetros y narcodetectores bastantes.

Por último, y en apoyo de la sentada de esos corredores (notable oxímoron), se impone una puesta al día. Esa modernización pasaría por triplicar el número de reses desencajonadas cada día. Además cabría untarles los pitones con curare y polonio radiactivo, alternativamente, conciliando así tradición y modernidad. Como blasón de identidad y distinción, los participantes navarros deberían usar codales reforzados con punzones, para cargar contra el resto de corredores cuando fuese menester.

Finalmente, la autoridad debería regular como categoría competitiva aparte los saltos de guiris ebrios desde la fuente de Navarrería, en sus dos vertientes: deslome sobre adoquín o caída en vidrios de botella rotos. Eso sí, dicha participación conllevaría el previo pago de una tasa no rembolsable de 500 euros por inscrito, para gastos de repatriación y/o entierro.

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