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Romanerías y confesiones: los dos modos de un diario

Romanerías y confesiones: los dos modos de un diario

En uno de los pasajes más declarativos de Biología de los wingdings, García Román escribe: «Los viejos Wingdings de Microsoft Word son los Homo antecessor de los emojis y de toda la emotividad contemporánea». La imagen es una buena puerta de entrada al libro: lo que aquí se ensaya es precisamente una arqueología de nuestros signos afectivos, de esos glifos mínimos con los que intentamos traducir la vida. El diario que sostiene el volumen, escrito en parte a raíz de una beca, funciona como un laboratorio en el que la experiencia se ve continuamente absorbida, deformada o disuelta en un sistema de símbolos.

El origen del proyecto ayuda a entender su forma híbrida. Biología de los wingdings nace de un archivo de fragmentos y descartes procedentes de El cuaderno del apuntador, las geniales notas a pie de página del mítico El fósforo astillado. Estos textos, que me atrevo a bautizar como romanerías, están a medio camino entre la greguería, el aforismo y el chiste absurdo. Cuando, durante la beca, García Román decide comenzar un diario, junta ambas corrientes: las notas previas, nuevas notas y la escritura del día a día. De ese cruce sale un libro donde la cronología convive con piezas autónomas que podrían leerse casi en cualquier orden.

"El diario no es un catálogo de metáforas que se comen la anécdota; es también, y de manera paradójica, un texto abiertamente confesional"

Aunque se trata de un diario, muy alejado de un dietario con fechas, García Román puebla el libro con un personaje recurrente, un muñeco dibujado que opera como su alter ego. Lo simbólico se hace carne y la carne se hace símbolo. Las vivencias del autor y de su alter ego se mezclan, y nunca está perfectamente claro cuáles son de uno y cuáles del otro.

En ese contexto aparece uno de los conceptos centrales de Biología de los wingdings: la «escritura disolvente». El poeta explica: «Cuando la metáfora está crecida, lista para ilustrar el caso, se zampa el caso. Es la escritura disolvente». Es decir, la metáfora no viene a aclarar lo vivido, sino a devorarlo, como si el lenguaje no pudiera representar la realidad sin al mismo tiempo desfigurarla. Frente al diario confesional que detalla cada gesto —«no quiere contarle sus minucias y sus tonterías a la gente»—, la escritura disolvente propone una antipoética de los sentimientos: «Lo que a priori no puede ser poesía, ese es nuestro poema».

"El propio García Román se burla de que Biología de los wingdings termina en un aeropuerto y, a la vez, deja que el lenguaje se enrede con gusto en la rutina"

Sería injusto reducir el libro a esa teoría. García Román confiesa el fracaso de esa escritura conforme pasan las páginas. El diario no es un catálogo de metáforas que se comen la anécdota; es también, y de manera paradójica, un texto abiertamente confesional. La vida entra en tromba: la enfermedad y las caídas de la madre («Debe tener su razón que recuerde aquí cada enfermedad o caída de mi madre»), la muerte del padre («Mi padre murió al entrar la noche. Fue un cáncer de páncreas. Yo tenía 19»), las sesiones con la terapeuta («Mi terapeuta alemana se quedaba dormida mientras le hablaba»), el insomnio, los gatillazos («En realidad, la disfunción eréctil podría resultar en una socialización más genuina y creativa, menos pragmática, una Historia sin cruzadas ni máscaras de gas»). Esta parte se escribe sin apenas pantalla metafórica, con una franqueza que desmiente el pudor programático del autor.

El propio García Román se burla de que Biología de los wingdings termina en un aeropuerto —«¿De verdad, vas a acabar un libro con el despegue de un avión? ¡Clichetazo!»— y, a la vez, deja que el lenguaje se enrede con gusto en la rutina: «Por eso escribimos diarios, porque el lenguaje quiere levantarse, cepillarse los dientes, defecar, ducharse, desayunar, trabajar, almorzar, fornicar, roncar». Frente a la figura teórica de la metáfora caníbal, hay un placer muy claro en registrar los detalles, en anotar sin más un pijama de Garfield o un reguerito de sangre en la nariz de una chica en una foto de fiesta («El rojo ensalza el pelo rubio»).

"No es casual que todos estos nombres compartan cierta desconfianza hacia la narración lineal: el fragmento no es un género menor sino una forma de resistencia, un modo de pensar que rehúsa la totalización"

La convivencia de estos dos regímenes —escritura disolvente / escritura no disolvente— es una de las mayores virtudes del volumen. En algunas entradas, ambos modos incluso aparecen pegados: «Un monstruo devora todo de ti menos tu rostro. Estoy seguro de que las auroras boreales poseen alguna, aunque sea mínima, forma de conciencia». No es un caso aislado: la prosa de García Román tiende a superponer líneas de pensamiento separadas apenas por un punto y seguido, como si dudara entre dejar que el símbolo se trague el caso o contar sencillamente lo que pasa por la cabeza del poeta. Esa yuxtaposición funciona como un principio de montaje: no organiza el sentido por continuidad narrativa, sino por fricción, por choque de registros.

La tradición en la que este libro se inscribe es múltiple. El propio autor ha citado como parientes cercanos a Lichtenberg —sus fragmentos y cuadernos—, al Kafka más grotesco, a Celan y Büchner, al diario de Hugo Ball, a Lorenzo García Vega y, de forma más lateral, a las greguerías de Ramón Gómez de la Serna. Algo de todo eso se reconoce: en la afición al aforismo, en el humor que roza a veces lo cruel, en la sintaxis que se retuerce sin perder nunca su limpieza. El lector también puede distinguir otras resonancias: las Prosas apátridas de Ribeyro, el Diario de la beca de Levrero, cierto Vila-Matas de dietario híbrido o, más lejos, la constelación fragmentaria de Pascal Quignard. No es casual que todos estos nombres compartan cierta desconfianza hacia la narración lineal: el fragmento no es un género menor sino una forma de resistencia, un modo de pensar que rehúsa la totalización.

"No hay regeneración ni consuelo, solo la obstinación por encontrar belleza en lo enfermo, en lo que no termina de funcionar: el cuerpo, el sistema político, la familia, el lenguaje mismo"

García Román juega con esa genealogía y a la vez desmonta la greguería desde dentro: «Lo malo de la greguería es que el verbo la abre en canal y, como va sin inercia o trama, se le cuela la atmósfera de un museo de cera». Las romanerías que salpican Biología de los wingdings tienen un tono propio. Algunas son piezas de puro absurdo: «Jugar al ajedrez a oscuras y llevar las blancas, ser el equipo visitante». Otras basculan hacia la imaginería política: «Quien mejor sabrá valerse el Día del Juicio: el fabricante de balanzas». Otras rozan el chiste conceptual: «Quien crea en la telekinesis que levante mi mano». El mundo que el libro dibuja es un lugar donde un cisne puede aparecer de pronto nadando «por un barrio obrero» porque el río se ha desbordado, y donde Instagram, The Office o una pieza barroca (Purcell, Rameau, Leclair) se unen a erupciones volcánicas vistas por YouTube o a una pandemia que el autor confiesa disfrutar: «Me agradaba el toque de queda durante la pandemia… El verde es más verde sin libertad».

Este gusto por la catástrofe recorre el libro puntualmente con una mezcla de cinismo y fragilidad: «Sí, se me dan bien las catástrofes. Solo los terremotos mecen la cuna de los huérfanos». El poeta se declara «tifoso del Apocalipsis», y sin embargo se le cuela una ternura casi infantil en los diminutivos, en esa rodilla que «se echó al suelo para declararse» convertida de pronto en «la columna Trajana de millones de células, el corazón en lo alto». El amor es definido como «el amor enfermo, el único verdadero», una fórmula que condensa bien la poética del volumen: no hay regeneración ni consuelo, solo la obstinación por encontrar belleza en lo enfermo, en lo que no termina de funcionar: el cuerpo, el sistema político, la familia, el lenguaje mismo.

"Late una crítica a la subjetividad contemporánea, obsesionada con el yo y sus procesos internos, y que ha sustituido la trascendencia por una introspección sin salida"

También la reflexión política atraviesa el diario, aunque casi siempre de soslayo. Hay textos que podrían figurar en un ensayo: «Que todo lo que puede decirse del capitalismo sea una obviedad es otra arma del capitalismo»; una intuición próxima a lo que Mark Fisher llamó «realismo capitalista»: la dificultad de siquiera imaginar alternativas. Pero la posición ideológica del narrador, o su alter ego, está lejos de ser estable. De hecho, sospecha de su propio progresismo y de ahí nacen confesiones incómodas como esta: «Tal vez yo rinda mi progresismo de baratija a una ideología carlista o requeté, tal vez soy la flor de ese cactus que nadie espera, pero que los muertos sí esperan, la última flor, desubicada, de la desesperación de mi familia». La frase revela esa ambivalencia constante entre el deseo de justicia y la fascinación por el desastre, entre la herencia familiar y el rechazo a lo heredado.

La dimensión religiosa de Biología de los wingdings es quizá uno de los aspectos más interesantes. Dios aparece rebautizado como «el Espíritu», y el narrador confiesa estar «cansado de mundo físico, pero también cansado de mundo espiritual». La voz de la conciencia no es, para él, un fenómeno psicológico: «Ningún antepasado nuestro creía que esa que llamamos voz de la conciencia viniera de nuestro cerebro. ¿Por qué algo que percibimos fuera va a venir de dentro? Solo una cultura narcisista le haría dar ese rodeo». En esta breve reflexión late una crítica a la subjetividad contemporánea, obsesionada con el yo y sus procesos internos, y que ha sustituido la trascendencia por una introspección sin salida.

"García Román no llega, afortunadamente, hasta las últimas consecuencias de su texto, pero sí nos entrega un tramo de vida brutalmente honesto, divertido, melancólico e inteligente"

En el fondo, García Román formula una poética explícita de la belleza y del fracaso de la literatura: «Miramos con sonrojo a los delfines, mariposas, la luna, las luciérnagas; el fracaso de la literatura es de tal calibre que desconfiamos de lo bello real, nos exaspera». La frase podría leerse como un lamento, pero el libro entero es, en realidad, un intento de buscar lo bello en cualquier lugar. No hay delfines ni luciérnagas; hay colonoscopias, turnos de corrección, erecciones fallidas, iglesias evangélicas que acosan por teléfono, pantallas, volcanes en streaming. Y, por debajo, la insistencia en que «si los dejas sueltos, los hechos de la vida se ponen ellos solos a buscar narrativa, como si se aburrieran».

Quizá ese sea el gesto más hermoso de Biología de los wingdings: aceptar que las tramas clásicas «se acaban antes de la decrepitud de sus personajes», mientras que el diario nos permite «leer al autor en el día de su salto al otro mundo». García Román no llega, afortunadamente, hasta las últimas consecuencias de su texto, pero sí nos entrega un tramo de vida brutalmente honesto, divertido, melancólico e inteligente. El lector encontrará aquí no un diario más sino un brillante y libérrimo libro, una biología muy personal de los signos mínimos con los que intentamos, contra toda evidencia, darle forma legible a lo que nos ocurre.

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Autor: Juan Andrés García Román. Título: Biología de los wingdings. Editorial: Sloper. Venta: Todos tus libros.

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