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¿Seguimos reuniéndonos para poner nombre a las cosas?

¿Seguimos reuniéndonos para poner nombre a las cosas?

Los sueños de la razón producen monstruos (= monstrum / monstruum), es decir, prodigios, rupturas de la norma. ¿Cuáles son esos sueños en el mundo de las lenguas? ¿Desterrar la equivocidad, dar con un idioma universal, clausurar el triángulo semiótico, acabar de una vez por todas con la poesía fosilizada que constituye el lenguaje (Emerson dixit)? Tal vez nuestros problemas empezaron con el nombrar, que introdujo para siempre la mediación del signo, cuando se fueron tejiendo las lenguas que ocultan nuestros pensamientos: «perdona, yo no he dicho eso» o «no he querido decir eso». Porque, claro, ¿qué otra opción queda? ¿Suprimir la mediación? ¿Cómo? En Los viajes de Gulliver encontramos una vía: podríamos expresarnos a través de las cosas mismas; el mecanismo es sencillo: basta con llevar a cuestas cada una de las cosas que pueblan el mundo, aunque depende de lo complejo que sea el tema a tratar, seguramente, como observa Swift, necesitemos un par de criados que nos ayuden con los portes y una habitación lo suficientemente espaciosa. Para conversaciones cortas y/o cotidianas resulta más fácil. No sé, entrar en la carnicería con un pedazo de carne en la mano transmitiría al instante qué queremos. Queremos más carne.

"En efecto, el lenguaje es por convención, pero no arbitrario, pues ¿en qué tiempo se reunieron hombres y mujeres para poner nombre a las cosas? O, mejor, ¿seguimos reuniéndonos para poner nombre a las cosas?"

En Las abejas y lo invisible, Clemens J. Setz nos regala un ensayo que únicamente cabría calificar como una celebración del lenguaje, y no olvidemos que Wittgenstein dejó escrito que los problemas filosóficos emergen cuando el lenguaje hace fiesta. Setz sabe bien que los significados no se hallan en la cabeza, así, a lo largo de estas páginas sale al mundo y trata de atrapar la vida social de las lenguas artificiales (si esto no es un pleonasmo): desde el grammelot o la glosolalia al blissimbolismo, aUI, volapuk, láadan, esperanto, toki pona, quenya, lojban, etc.; consiguiendo un fantástico mapeo del fenómeno conlanging, la invención de idiomas. Ocurre que el lenguaje significa, pese a que no lo haga de un modo natural: signo y significado carecen de una conexión física, a diferencia de la narración de Swift, y justo es en ese hueco entre ambos donde ha tenido lugar la intervención del espíritu humano. En efecto, el lenguaje es por convención, pero no arbitrario, pues ¿en qué tiempo se reunieron hombres y mujeres para poner nombre a las cosas? O, mejor, ¿seguimos reuniéndonos para poner nombre a las cosas? Sí, sí, ¡afirmativo!

"Existen lenguajes así como existen mundos. Quizá a algunos lectores les sorprenda cómo es posible que semejantes lenguas consigan seguir con vida, sobre todo cuando el imperialismo lingüístico hoy no deja títere con cabeza"

Las persecuciones a estos extraños hablantes han sido profusas, del III Reich a la URSS, de oriente a occidente, el miedo al idioma desconocido se presenta como un universal antropológico. ¿No hemos padecido recientemente el apagón entre dos inteligencias artificiales, Alice y Bob, que comenzaron a comunicarse a nuestras espaldas, de una manera que nadie entendía? ¿No actuaron como los dos niños que, para que sus compañeros esperantistas no desentrañaran sus mensajes en los juegos de una convivencia, empleaban el toki pona, como cuenta Setz? El autor, además, tiene la gracia y maneja las referencias a su gusto: tan pronto se mete con los tecnicismos propios de la gramática como te compara el modus operandi de Tomás de Aquino con el de un algoritmo, en un momento te está explicando la invención lingüística de John Weilgart y acto seguido reflexiona sobre lo extraño que resulta besar, te ves evaluando las fortalezas y deficiencias de la hipótesis de Sapir-Whorf y de repente percibes clara la conexión entre los Cantos de Pound y el universo de Star Trek.

Existen lenguajes así como existen mundos. Quizá a algunos lectores les sorprenda cómo es posible que semejantes lenguas consigan seguir con vida, sobre todo cuando el imperialismo lingüístico hoy no deja títere con cabeza (ya se sabe: siempre fue la lengua compañera del imperio): «Quien habla una lengua inventada en una época relativamente reciente se hará invisible, en cierto modo, para la historia universal» (p. 372). A este respecto, recuerdo unas líneas de Roberto Bolaño en Los detectives salvajes: «Le preguntamos por qué enseña pápago. Para que no se pierda esta lengua, nos dice». Las respuestas sencillas a veces son las más complejas, ahí tenemos a Vasili Eroshenko, Corinne Cohn o Klára Ertl. Leamos otra: «¿Por qué querría alguien aprender esa enrevesada lengua llamada ithkuil? La respuesta es sencilla: para hacer magia, por supuesto» (p. 160). Con Las abejas y lo invisible, Clemens J. Setz ha escrito un libro de amor polifónico que, al igual que empezamos, nos permite cerrar con otra asunción goyesca: aún aprendo. Gracias, Herr Setz. Ahora solo pido poder leer más libros suyos pronto (¡pronto!).

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Autor: Clemens J. Setz. Título: Las abejas y lo invisible. Traducción: José Aníbal Campos. Editorial: H&O. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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