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Selección de Historias de animales

Selección de Historias de animales

Hemos celebrado el 4 de octubre el Día Mundial de los Animales con este concurso de relatos, del cual tenemos ya la selección de los diez cuentos que optan a llevarse los dos premios. Este viernes anunciaremos el ganador, que recibirá 2.000 euros, y el finalista, cuyo premio es de 1.000 euros.

En este concurso de Zenda, patrocinado por Iberdrola, han participado más de cuatrocientos autores, que han podido publicar sus #Historiasdeanimales en Instagram, Twitter y Facebook, además de en sus blogs, y que las han presentado en nuestro foro.

El jurado de este concurso lo forman los escritores Juan Eslava Galán, Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Paula Izquierdo y la agente literaria Palmira Márquez.

Ofrecemos las diez historias que optan a los premios. Al resto de los relatos se puede acceder a través de nuestro foro. Gracias a todos por participar.

1

La tasca de los héroes y canallas cansados

Chema Aquino

Aquella noche, el bar apestaba especialmente a alcohol, sudor y tabaco, y sin embargo estaba lleno. Sobre el escenario, embutida en un traje que le quedaba pequeño y con excesivo carmín en los labios, una tal Moby Dick cantaba con voz rota una triste canción. Decía algo de un amor obsesivo, aunque no le presté mucha atención.

En la barra, un hombre grandote y risueño contaba a tres borrachos aburridos cómo había pasado de ser un abogado mileurista a ser un coach con miles de seguidores en Instagram. Olvídate de la preocupación -le decía al único que parecía prestarle atención- busca siempre, siempre, por encima de todo, lo más vital. 

En la esquina más sombría, un orondo señor que se hacía llamar Napoleón trataba de convencer al bueno de Platero -un ingenuo de los que aún miran con ojos de inocente-  de que algunos animales son más animales que otros. Si haces lo que yo diga, camarada, dejarás de ser de los otros.

A mi mesa se sentó -más bien se desparramó- un flacucho de bigotes finos y mirada perdida. El pobre desvariaba casi todo el tiempo, pero en un momento de lucidez me confesó que no eran molinos, rediós, ¡sino gigantes! Creo que por nombre tenía Rocinante.

Me fui con la excusa de ir al baño, aunque al abrir la puerta tuve un desagradable incidente. Un señor bastante bajito, vestido con la chaqueta de un traje, los pantalones de otro y dos zapatos diferentes, me empujó sin disculparse y salió despavorido del bar. Iba pendiente de un maldito reloj, preocupado porque ya eran más de las tres.

Desde el interior del baño oí unos susurros que procedían de la calle. Me subí a la papelera para alcanzar la ventana que daba al callejón. Ahí fuera, dos siluetas oscuras parecían conspirar contra la vida de alguien.

-Eso es una locura, Plutón -oí que decía una de las voces.

-¿Acaso no ves el hueco que tengo por ojo? ¿No crees que las marcas de mi cuello merecen venganza? Ese maldito perro tendrá su merecido.

Oí cómo se alejaban, así que volví para sentarme en una mesa, esta vez a solas. Rocinante no decía ya nada con sentido, y además me apetecía tomarme una copa en silencio. Sé que aquel era un sitio de mala muerte, donde viejos héroes y canallas se reunían para darle brillo a sus tristes historias, pero allí me sentía como en casa. Allí podía olvidar -aunque sólo fuera por unas horas- que mi destino era, y será, volar eternamente para repartir cartas entre magos y brujas.

2

Rufo el pasmado

Eduardo Hernández Rosa

Rufo, un nombre estúpido para un bicho estúpido. Cuando aquel animal peludo, rechoncho y apestoso llegó a mi vida, me sentí el menos afortunado de mis conocidos. ¡Si hubierais visto al anterior que tuve a mi cargo! Ese sí que me hacía sentir orgulloso.

Además de noble e inteligente, era esbelto, de elegantes andares y lucía con orgullo un pelaje blanco y brillante que avivaba su porte distinguido. Lamentablemente, el tiempo siempre escribe el mismo final y Ciro, que así se llamaba, murió a una edad avanzada mientras dormía.

No recuerdo un día más triste. Ni siquiera el día en que me entregaron al inútil de Rufo. Las comparaciones son odiosas.

Rufo se cruzó en mi vida porque no lo quería nadie. Nunca justificaría su abandono, pero lo cierto es que su fealdad no es la peor de sus muchas tachas.

Tiene las patas cortas, el cuerpo flácido, una respiración molesta y pese a que aún es joven, hay zonas donde está perdiendo pelo. Al principio pensaba que se trataba de la muda, pero tiene una parte prácticamente despoblada.

Un amigo de la familia a punto de graduarse en la Complutense, afirma que padece algún tipo de tara genética. Y como ni le pica, ni le duele, ni dispongo de dinero para un especialista, así se queda.

Pese a su lamentable estado, he intentado que se aparee. Durante un tiempo albergué la esperanza de que sus crías salieran más agraciadas y pudiera quedarme con alguna que no me avergonzara. Pero lo cierto es que ni para eso sirve.

Cada vez que salíamos a pasear lo intentaba emparejar con las hembras del barrio, más acostumbradas a verle, pero siempre rehuían o le ignoraban y él acababa cabizbajo y con el rabo entre las piernas. Entre las de él. Que ese era el problema. Así que pronto me di por vencido.

Encima, el muy zote, anda siempre pasmado. Se pasa las tardes tumbado en su colchón rascándose las partes nobles. Si estuviera castrado, al menos me ahorraría esa visión. ¡Y lo que costó que se acostumbrara al baño semanal! Qué cruz.

No os voy a mentir. Pese a todos sus defectos y sus escasísimas virtudes, le tengo cariño. Mucho cariño. Cierto que ni juega, ni corre, ni protege la casa, ni hace trucos. Es más, solo come, caga y mea. Pero me quiere.

Siente auténtica devoción por mí y a mí me nace corresponderle. Es un buen chico y a estas alturas no sabría vivir sin él. Sé que mi deber es cuidarle, ayudarle a mejorar y darle todo el amor que el mundo le niega. No lo puedo evitar. Va en mi naturaleza.

Así somos los labradores. Y supongo que todos los perros. Puede que Rufo García Morales, de cuarenta y dos años, solterón y haragán profesional, no sea el mejor humano del mundo. Pero es mi humano.

 

3

¿Hay alguien ahí?

Rubén Marzo Alarcón

En una grabación desclasificada recientemente por la NASA:

—Houston, aquí Armstrong. Acabo de bajar del módulo. Es un pequeño paso para el hombre, pero un gran paso para la humanidad. Esto es bonito, parece un desierto de los nuestros. ¿Lo veis?

—Aquí Houston. Afirmativo.

—Un momento. ¿Qué es esto? Aquí hay unas huellas.

—¿Huellas? Enfoque mejor. No se aprecian bien.

—Sí, sí. No parecen humanas y van en esa dirección. ¿Las ven?

—Afirmativo, pero no las sigan. Repito: ¡No las sigan! Es una orden.

—¿Qué es eso? Dios mío. No puede ser. Sobre aquella colina. Esa sombra se está moviendo.

—No se acerquen. Es una orden, Neil. Y, por favor, cambie de emisora. Utilice la de Tango, por favor. Repito, corten la conexión.

—Lo siento, pero es que… Esto es increíble. Parece que… Nos ha visto. Corre hacia aquí.

(Unos segundos de silencio)

—¿Neil? Responda, Neil, por favor.

—Dios mío…

—¿Neil?

—Dios mío. (Se oye una carcajada). Es ella. No era cierto lo de los rusos. Ha estado aquí todo este tiempo. Intenta lamerme la mano a través de la escafandra y, aunque no la oigo, parece que ladra de alegría.

 

4

La dictadura de los gatos

Diego Rinoski

En Chauen gobiernan los gatos. Ellos marcan los días festivos en el calendario y sintonizan la televisión después de las tormentas. Los gatos deciden el límite de velocidad en las carreteras, hacen la ley y la trampa, aprueban o no los casamientos. Los gatos pintaron las calles del color de las lobelias y por eso Chauen es azul. Quizá demasiado azul. Porque son los gatos (y no los perros, ni las cabras) los amos de la medina, los que interrumpen la marcha de los turistas por las callejuelas, los que caminan como si fueran dioses de cuatro patas a los que poco les importan los hombres y sus guerras y sus quehaceres del día a día. Y también son ellos, los gatos, los que se enzarzan en falsas peleas cuando les viene en gana, y tiran al suelo una maceta azul que estalla en mil pedazos, ¡plas!, y los turistas asustados, ¡Oh!, y la escoba de la paisana, que llega tarde, golpea los adoquines, ¡puf!, la misma escoba que luego barre los pedazos rotos de la maceta, ¡ras!, y la tierra húmeda y marrón, ¡ras!, y las flores moribundas y azules, ¡ras, ras, ras! Y mientras tanto los gatos maúllan a carcajadas desde lo alto del minarete, como falsos muecines llamando a la oración. Así se fragua la dictadura de los gatos en Chauen. Pero sus habitantes lo tienen asumido, miran para otro lado, se encogen de hombros; aseguran que podría ser peor. Dicen que si gobernaran los zorros o los dromedarios… ¡a saber de qué color pintarían las calles!

 

5

Calandria

Ginebra Lagar

La lluvia de la mañana ha levantado el olor en las hojas de los  eucaliptos. Las ruedas de la silla las van pisando mientras giran  y avanzan, despacio, por el camino del río. Margarita va sentada en ella, con la mirada perdida y el cuerpo quieto, ajena a lo que la rodea, sin saber siquiera que es otra persona la que empuja el peso de sus ochenta años.

Cuando pasan el embarcadero, un canto de estorninos le hace subir la mirada a las copas de los árboles. El canto de los pájaros le ha recordado aquella tarde de mayo en la que encontró un polluelo de gorrión  escondido entre los macetones de su calle. Cuando reparó en que era demasiado pequeño para volar, emprendió una persecución incansable de puerta en puerta, viendo cómo el animal atravesaba de una acera a otra, despegando unos centímetros del suelo, entre la prisa y el espanto, para volver a aterrizar y despegar repetidamente, hasta ser atrapado por sus manos, pequeñas y regordetas, que lo protegerían, pensaba ella, mucho mejor que las pilistras de los portales. Si se concentra bien, todavía puede sentir el cuerpecito blando y caliente, latiendo entre sus manos.

La madre le dijo que no quería bichos dentro de la casa, y el abuelo, que ese polluelo se moriría. Pero ella no podía dejarlo fuera, a merced de la brutalidad de los niños o el instinto de caza de los gatos. Así que vació una caja de zapatos, cubrió el fondo con retales de diferentes tipos de telas, desechadas en  las sesiones de costura de la abuela y, después, agujereó la tapa con las tijeras. A hurtadillas, cogió de la cocina un vaso de leche y, con un trozo de pan, fue mojando poco a poco la miga, para acercarlo al pico del pajarito. Cuando pensó que había comido suficiente, lo depositó con cuidado sobre el colchón improvisado y cerró la caja para que, tras un sueño reparador, volviera a la vida con energías renovadas.

Lo más difícil fue convencer a su madre de que la dejara cuidarlo, pero era tan vehemente su deseo de proteger al animal, tan fuerte su determinación de salvarle la vida, que no hubiera habido en el mundo voluntad capaz de disuadirla . Decidió que era una gorriona y que se llamaría Calandria, porque una calandria era la mejor amiga de Violeta, la princesa del cuento que su madre le narraba muchas mañanas mientras la peinaba, y que ella no se cansaba de escuchar. La hipnotizaba la parte en la que la princesa, secuestrada, se comunicaba con su calandria desde una torre, y ésta, con su canto, la mantenía informada de todo lo que ocurría en el mundo exterior. Envidiaba la relación de las dos amigas, que siguieron manteniendo su lazo de amistad a pesar de las dificultades. Por eso le hizo a ella tanta ilusión rescatar a su gorriona Calandria. Por eso le dio de comer y la mantuvo caliente. Pensaba que, de algún modo, Calandria sabría que ella le había salvado la vida y se establecería entre las dos el mismo vínculo inalterable que tanto le fascinaba en el cuento.

Al día siguiente del rescate pajaril, nada más levantarse, corrió a la caja-cuna de su gorriona y la encontró muy quieta, toda redondita, como un pequeño ovillo suave y latiente; volvió a dar de comer a su nueva amiga  y, para afianzar más su complicidad, buscó de nuevo las tijeras y cortó un pequeño trozo de la cinta azul celeste que ataba su pelo. Rodeó el exiguo cuello del animalillo y lo ató delicadamente, formando algo parecido a un lazo. Esa cinta de raso sería el símbolo de su hermanamiento. Lo recuerda como el día más feliz de su vida. Se estuvo paseando por toda la casa contándole cosas a su Calandria, mostrándole los sitios donde dormía, donde jugaba…todo era muy nuevo para ella, pero pronto se acostumbraría y, cuando pasara un tiempo, ambas habrían aprendido sus respectivos lenguajes y podrían contarse cosas desde lejos. ¡Ay! ¿Cómo podría ella haberse imaginado que Calandria no le correspondía? Al día siguiente, cuando se despertó corrió a por su pequeña amiga, pero sólo encontró una caja abierta y vacía, donde todavía podía percibir la forma que había dejado el cuerpecito tibio durante la noche, impregnado de olor a leche y pan mojado. La madre y la abuela le explicaron nerviosas, precipitadamente, interrumpiéndose entre ellas, que la había alimentado tan bien y cuidado con tantas atenciones, que Calandria había cogido mucha fuerza y esa mañana “¡abrió de un salto la caja y salió volando!”. Debía estar muy contenta, porque su compañera viviría ya con su familia y nunca más caería al suelo. Pero ella no estaba contenta, porque no habían tenido tiempo de aprender cada una el idioma de la otra. La llamó, por si reconocía su voz, la buscó por el patio y por toda la casa sin hallar ningún rastro, ni una pluma. Entonces salió a la puerta, buscó entre las macetas y corrió calle abajo hasta llegar al huerto de naranjos tras las casas. Arrojaba su voz al viento, “¡Calandriaaa, Calandriaaaa!”, para que él la elevara hasta lo más alto de cada árbol, como si su frecuencia fuera un hilo largo  y astuto que pudiera buscar por entre las ramas y traer a su querida amiga, enganchada al final de su nombre. Recuerda haber buscado mucho tiempo, tal vez semanas, y es asombroso que, hoy, tras toda una vida transcurrida y la invasión del olvido usurpando su memoria, todavía se detenga a observar, atentamente, cada vez que ve un pajarillo de color tierra o percibe un mínimo aleteo de plumas en algún lugar cercano, preguntándose si será Calandria, que ha perdido su cinta de raso azul cielo y viene a contarle historias que ella no entiende.

 

6

El clan Gris

Iván Castañeda Revuelta

El jefe del clan Gris siempre había sido un ejemplo de valentía y arrojo. Todos los jefes de los clanes vecinos lo habían admirado y temido. También los solitarios, los itinerantes como yo, le habíamos mostrado respeto. Sin embargo, cuando el jefe envejeció, comenzó a cuestionarse su valía. Ya no era el mismo jefe. Se le había ido estrechando el espíritu y, aunque las victorias del clan Gris continuaban sucediéndose, a menudo se antojaban ineficaces. Por eso tomé la decisión de medirme con él, aprovechar la oportunidad de abandonar mi vida errante. Esperaría a la próxima estación para estar fuerte y lo retaría. Y no se trataba de una pugna por la hembra. Era una cuestión de propia naturaleza: una responsabilidad que yo había asumido.

Pasaron dos lunas y se solaparon las últimas nevadas con el deshielo. Fue una mañana de caza, a la orilla del arroyo que surcaba la colina de los corzos, cuando me olió. Me dejé ver y lo enfrenté. Clavé mis ojos en sus pupilas veladas y lentamente me fui acercando a él. Me enseñó sus colmillos teñidos de tiempo y orgullo en un intento de disuasión. El gesto del jefe se había tornado iracundo y traicionero: agachaba las orejas y barría el fango de la ribera con el rabo; lucía negra rabia en las encías y un quebradizo pelaje gris. Por primera vez desde que yo lo conocí, el jefe tenía miedo. Lanzó una dentellada al albur. Sus mandíbulas mordieron el aire y resonaron en la ladera al chocar entre sí. Retrocedió. Yo me mantuve erguido y levanté el rabo y la pata en señal de dominio. Todos parecieron mostrar sumisión, incluso él. Volví la mirada hacia la hembra del clan, que acudía hacia mí con sospechosa parsimonia. Y entonces aullé de dolor: el jefe había atravesado mi lomo con una mordedura cobarde, aprovechando mi descuido. Me abalancé sobre él y le clavé los colmillos en el cuello hasta tumbarlo sobre los cantos del arroyo. Mientras lo sometía, por mi memoria se sucedieron todos los momentos en los que tiempo atrás el jefe había demostrado generosidad y nobleza. Recordé su ayuno tras la cacería del conejo, en favor de nuestro sustento; su valiente defensa ante los clanes rivales, sus juegos conmigo cuando mi cabeza apenas se alzaba por encima de los brezos. Liberé a mi progenitor. Se levantó y cruzó el arroyo con la derrota en su marcha, y en mi alma. Esa fue la última vez que lo vi.

Ante el legendario clan Gris, ante los míos, husmeé la brisa del claro: corcino.

 

7

Zoología de interior

Enrique Mochón Romera

Son bisontes. Lo sabe desde que escuchó el primer contacto de sus pezuñas sobre las baldosas. Han ido apareciendo de uno en uno pasada la medianoche, andando mansamente por el pasillo, husmeando en la cocina y los dormitorios, bramando agobiados entre los saneamientos del baño, hasta acabar ocupando el piso entero. Sólo en el salón habrá unos cincuenta ejemplares. Nada más clarear el alba cientos de estorninos han entrado en bandada por las ventanas, y al poco todos tenían unos cuantos posados sobre sus lomos. Les ha puesto hierba fresca y agua para poderlos estudiar en detalle. Trabaja con denuedo, examinándolos y recogiendo muestras, realizando bocetos, apuntando toda clase de datos y observaciones. Siente una emoción difícil de explicar remetiéndose entre ellos. Acaricia la dura pelambrera de sus jorobas, los agarra por los cuernos y mira con fijeza a sus ojos, maravillándose de su gesto impasible —“asunción natural de la realidad hallada”, anota en su bloc—; les golpea cariñosamente el hocico con la palma de la mano. Subido ahora en un taburete, con rodillas temblorosas, se dispone a tomar una foto. Flota ya cierta tensión en la manada, manifiesta en un sordo rumor de fondo, antes de destellar el flash. 

 

8

Cuervos

Javier Madrid

¡Rapaces! Prestadme atención que no lo voy a repetir. Como cabeza de familia los ojos se los saco yo. ¿Queda claro? Para evitar revuelos dividiremos en partes iguales riñones, corazón y cerebro; en ese orden. Ojo al desgarrar las vísceras que se pone todo perdido. Y por supuesto, nada de picotear. Entiendo que sois pequeños, que los tendones son duros y que tanto pellejo puede resultar correoso, pero como decía mi padre que en paz descanse: “a mal comer o bien comer, tres veces beber”. Y para terminar, con los doscientos seis huesos del esqueleto del abuelo, construiremos un nido en aquel algarrobo de allí.

 

9

Torres más altas

Elena Betancourt

Por esta parte del mundo ya no necesitan de mis servicios como antes. Tengo muy poco trabajo. Están todos ahí sentados, hablando con los que no están, sin tocarse apenas. Me estoy quedando fofa: con un encargo de vez en cuando no basta para estar en forma ni para mantener a mi familia. Por eso anoche fui decidida hasta la central eléctrica, lo picoteé todo y provoqué el gran apagón. Mi táctica está dando sus frutos: algunas parejas se han visto más en estas diez horas a oscuras que en diez años de electricidad.

La semilla está sembrada. Ahora a esperar en el nido del campanario. Con suerte dentro de nueve meses tendré tanto trabajo que no haré otra cosa que volar.

 

10

En mil palabras

Antonio Vázquez dos Santos

Mil palabras, le escuché decir. Un máximo de mil palabras, volvió a repetir con voz grave y entrecortada. Parece tan fácil, dijo ya con la mirada perdida en la opacidad del cristal de la ventana, fundido por el agua de la lluvia que sonaba como un redoble de tambor. La noche era ya esa dama opulenta convertida en vapor, colándose por los entresijos de la habitación donde estábamos él y yo. La llama desteñía la oscuridad con su luz parda; y derretía también la cera en la que se apoyaba, haciéndola llorar, o acaso haciéndola correr de sí misma, como corrían sus remordimientos por su alma temblorosa, en una mirada todavía perdida. Otra vez los de Zenda, dijo con voz grisácea, perdiéndose las palabras nada más salir de sus labios. Mil palabras. ¿Qué son mil palabras?

El desengaño y el dolor le cruzaban afilados las entrañas como cuando el acero helado taja la carne enemiga. En sus pupilas, aún crepitando en la laguna blanca de sus óvalos, se reflejaban los días perdidos, nuevos otra vez, que la tristeza le traía en una bandeja de plata. Desde la muerte de su mujer, él y yo éramos uno solo. O así lo quería yo, más bien. Yo no me pregunto las cosas ni intento filosofar como vosotros los humanos. Lo mío con él era amor por amor y pasión por pasión. Porque la verdad que nunca recibí un caricia sin el velo de la exuberante apariencia frente a los suyos. Mi presencia era dar lástima al transeúnte que pasaba por la calle sin nombre ni rostro. Me usaba para dar pena y conseguir alguna moneda. No me quería para nada más.

Todo en un máximo de mil palabras. Y volvió a llorar. Me acerqué encogido, arrugando mi espina ruborizada de golpes desordenados, ansiando esa caricia que nunca llegaba, pero que me resistía a no encontrar. Lo miré, con cierto celo tímido, mientras él se perdía en la pureza del blanco del perro acariciado por esas manos de seda: el de la imagen. “Concurso de historia de animales”, ponía bajo la foto de aquel cuadrúpedo afortunado; sencilla y llana fortuna que me resistía a abdicar. Mil palabras, reincidió con una lágrima que bañó la punta de mi hocico. Y se perdió la luz sin sombra de sus ojos en los míos, como nunca antes. Mil palabras. Mil palabras que pagarían nuestro alquiler, susurró para sí, deshaciéndose por primera vez en un abrazo de arena bajo un suelo de ceniza. Lloramos.

Quizá las mil palabras no sean suficientes para dar forma al repeluco que limpió el tiempo de mis heridas. Quizá las mil palabras no sean más que un tropel de letras invisibles para bien del jurado. Nunca sabremos la precisa razón de por qué no ganamos. Tampoco cómo seguiremos adelante. Pero lo que no pudo el negro monótono de mi pelaje, lo despertó aquel concurso de historias de animales.

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