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Selección de la cuarta edición del concurso de cuentos de Navidad

Selección de la cuarta edición del concurso de cuentos de Navidad

Volvemos a celebrar las Navidades en Zenda, otro año más, con un concurso de relatos (#cuentosdeNavidad) en el que han participado casi seiscientas personas. Presentamos ahora la selección de los diez relatos que optan a los premios. Este viernes anunciaremos los nombres del ganador y del finalista.

Este concurso, patrocinado por Iberdrola, cuenta con un jurado formado por los escritores Juan Eslava Galán, Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Paula Izquierdo y la agente literaria Palmira Márquez.

Para participar había que enviar los relatos navideños a nuestro foro, entre el 18 de diciembre y el 6 de enero. El ganador recibirá 2.000 euros, y el finalista 1.000 euros.

Bajo estas líneas reproducimos los diez relatos seleccionados. Al resto se puede acceder a través de nuestro foro Iberdrola. Gracias a todos por participar.

1

Cesta de Navidad

Yolanda Fernández Benit

«¡Malditos desagradecidos! ¿Qué se habrán creído?» murmuraba mientras descolgaba la última longaniza. Como era lógico había dejado para el final el chorizo, no quería que el resto de la chacina se impregnase del fuerte pimentón con el que había condimentado la carne. Apenas disponía de tiempo y no estaba dispuesto a desmontar la cortadora de fiambre para limpiarla entre corte y corte. 

Después de apurar hasta la última loncha se puso manos a la obra con la envasadora al vacío. No cargó demasiado los paquetes ya que el embutido bueno siempre se vende en pequeñas cantidades. Luego los marcó con las etiquetas, que él mismo había diseñado, con su código de barras y todo: «Tiernas Delicias. Calidad Suprema».

Seguro que esta vez no dirían a sus espaldas que era un tacaño por no incluir embutido. «Hay que ver como con un poco de chorizo, salchichón y una sabrosa cecina, mejora la presentación de estas cestas baratas», se dijo así mismo cuando vio el resultado final.

«Deben de pensar que soy millonario o algo así, como si no supiesen lo ajustadas que están las cuentas», seguía murmurando mientras cargaba en la furgoneta las cestas envueltas en papel de celofán.

Al cerrar la puerta del matadero en el que tantas veces había visto a su abuelo hacer la matanza y que ahora él había recuperado, se sintió satisfecho con el resultado. Todavía le quedaba un largo trecho hasta la ciudad y tenía que pasar por su empresa a dejar las cestas que repartiría al día siguiente.

Mientras conducía por aquella carretera solitaria iba pensando en que, si este año tenía éxito con las cestas, pronto debería comenzar con la siguiente matanza para tener el embutido curado a tiempo para el año siguiente. Iba a ser una pena tener que prescindir de un becario tan eficiente, pero se había prometido que aquella panda de desagradecidos que tenía por empleados no volverían a quejarse de sus cestas de Navidad.

2

 Al héroe desconocido

Joaquín Planchuelo Sainz

No me leerás.

Sí, tú, escrutiñador donoso de relatos, seleccionador de textos, cribador de cuentos, oscuro becario, no llegarás a pasear tu mirada por estas líneas.

Me consta, lo sé.

No te lo reprocho.

Enfrentarse a cuatrocientos, a quinientos relatos de escritores diletantes, de pretenciosos literatos, se me antoja una colosal hazaña.

Soy indulgente al juzgarte, te compadezco.

Nunca te recriminaré que llegues a recurrir a algún artilugio que genere números aleatorios, para que sea el azar quien te seleccione una cifra razonable de lecturas, unos cuarenta relatos: el 16, el 32, el 85…

Luego tendrás que afrontar su lectura; algo que en una temática de aventuras, de viajes, de crímenes, aún podría proporcionarte algún acicate.

Ahora se trata de algo muy diferente: ¡cuentos de Navidad!

Cursilerías sin medida, sentimentalismos desbordados, nostalgias, añoranzas infantiles, belenes, abuelitos, reencuentros y reconciliaciones, anecdotarios etílicos, rescate de vagabundos, misas de gallo, efusiones de alboradas de Reyes… ñoñerías, saturación de tópicos.

Tu salud puede afectarse.

Deseo que salgas con bien del envite.

Confío en que tu dignidad no se resienta; no permitas que nadie insinúe que tu oficio pertenece al ámbito mamporreril.

En absoluto.

Alguien debe hacer ese trabajo, pues es sabido que el jurado oficialmente designado solamente echará un vistazo a los cuentos que tú señales. Ellos, y no tú, decidirán quién vence.

Son personas consagradas, muy atareadas con el cuidado de sus gatos o absortas en su trabajo literario, que podría resentirse ante una intoxicación de tantas insustanciales historias urdidas por participantes tenaces.

Protegerlas es tu cometido y en ello encuentro una gigantesca dignidad; que sea anónima, acrecienta el mérito de tu tarea.

Por esa noble causa sacrificarás esta Navidad el tiempo que otros dedicaremos a disfrazarnos de Papá Noel, viajar a pueblos de ancestros, redactar christmas, pasear por calles hermosamente iluminadas, comprar regalos, disputar con cuñados, confundir a infantes, festejar cenas de empresa, digerir las de Nochebuena, afrontar —hastiados, resacosos— copiosas comidas de Navidad, decorar falsos árboles, o recibir puntual y rigurosamente instrucciones sobre el orden de las campanadas y los cuartos dictados por un reloj en Nochevieja…

Quizá tu tarea te prive del placer de ver un año más ese programa que todos los años se repite, en el que afortunados ganadores de lotería —que ha sido muy repartida y ha caído en algún lugar afectado por alguna desgracia— brindan con champán y saltan ante la administración en la que compraron el décimo privilegiado.

Tu inmolación es mi cuento de Navidad, desconocido héroe.

Aunque sé que éste, mi homenaje, no llegará a tus ojos exhaustos.

3

Competencia

Eduardo Enjuto

El hombre estrecha la mano del niño. 

—¿Tenemos un trato, chaval? —pregunta con una sonrisa. 

—Lo tenemos, señor —responde el niño muy serio—. No le fallaré. 

Al cabo de unos días se produce una explosión en plena cabalgata. Los tres conductores están heridos. Sus capas son jirones de tela y estrellas brillantes, y los carros llenos de regalos quedan destrozados. Una mujer asegura que ha visto a un niño entregar un paquete a Sus Majestades y salir pitando de allí en un patín eléctrico último modelo. 

Al otro lado de la ciudad, el hombre se sirve una copa de brandy y mira por la ventana. Los bomberos se dirigen a la columna de humo que se eleva entre los edificios. Brioso y Trueno braman en la terraza, les espera otra noche larga de trabajo y están nerviosos. 

—Viva la república —susurra el hombre antes de tomarse la copa de un trago. 

4

Una habitación propia en una casa ajena

Clautópica

Mi madre grita desde su cuarto de baño que me acerque a ver cómo va el horno. Me levanto desganada de mi escritorio y voy directamente a comprobar la temperatura. Mi madre vuelve a gritarme y con desaire le respondo -gritando yo también- que lo estaba haciendo, y que aún le falta. Mi madre calla. He descubierto que en Navidad vuelve a dominarme como si no pasaran entre nosotras los años. No sólo me organiza los días, me critica la ropa o me exige ordenar el cuarto; me hace gritar. Eso es lo más grave. Desde que me independicé, no he vuelto a alzarle a nadie la voz. 

Vuelvo por el pasillo, veo los mismos cuadros desde hace años, algunos desde antes de que yo naciera. Este hogar es un museo de nuestra memoria. Abro la puerta de mi cuarto y escucho a mi madre desde el salón bramando a mi hermano halagos exagerados. Cierro tras de mí y respiro profundamente, con un dramatismo dengoso. Anoche mi abuela me recordó que lo más importante en estas fechas es tomarme mi tiempo. Inspiro y espiro. Trato de pensar en blanco. Cierro los ojos. Los abro cuando la puerta me golpea brutalmente en la espalda. 

-Sí que estaba caliente- dice mi madre tratando de meter la cabeza en mi habitación. Recuerdo entonces la segunda recomendación de mi abuela; romper algún plato, y la tercera; meterme en la ducha incluso con ropa. 

5

Anís y Coñac

Jesús Bazán 

Sus ojos sedientos se abalanzan sobre mí, en busca de un mantecado o una copa de anís o coñac. A cámara lenta puedo ver la nostalgia y la avaricia reflejadas en ellos sobre el brillo de mi piel color crema. 

Me salpican, me golpean, me dejan pringoso y lleno de migas grasientas que caen sobre mí, mientras brindan y se desean feliz año, como si algo fuera a cambiar.

Llevo cuarenta años aquí, no me he movido nunca. Sé que al final volverán a dejarme limpio, preparado para volver al trabajo, aunque solo sea durante unos meses más, feliz de que todo haya terminado. 

6

Inocencia

Elena Bethancourt 

Mi familia me oculta algo. Lo sé. Al principio no me daba cuenta de nada, pero ahora —después de ocho navidades— estoy empezando a sospechar que Papá Noel no es exactamente la persona que creemos.

Somos muchos a cenar el veinticuatro y siempre aparece embutido en su traje rojo durante el postre. Lo raro es que, justo antes, alguien se levanta de la mesa, sale y no vuelve hasta mucho después. 

Por eso, esta Nochebuena estoy muy atento a los movimientos de todos, quién entra, quién sale y quién falta cuando llega él. El abuelo lleva barba blanca, pero no está para muchos trotes, papá no se aleja de la sidra, el primo Luis no se despega de su novia sueca, que no se entera de nada y según mamá no le durará hasta Reyes. Así que me voy a concentrar en mi tío Andrés.

Sirven el postre. No le quito ojo. Él a mí tampoco. Soy el único niño. Hago como que me embeleso con las luces del árbol y me como un trozo de turrón. Mira el reloj. Una vez, dos, tres. Dice que va al servicio. Bingo, a los seis minutos llega Papá Noel con el saco. Tiene la barba torcida, le asoma el cuello de la camisa y en la muñeca lleva el reloj de mi tío. Reparte los regalos a ritmo de Jo, jo, jo y se marcha. Intento salir tras él. Mi madre se cruza en mi camino, que a dónde voy sin abrir los regalos. Dudo. La esquivo. Corro por el pasillo, bajo las escaleras, llego a la calle. Ni rastro del trineo con los renos. Vuelvo a subir. Mi tío regresa a la mesa dos minutos más tarde. Parece cansado, será de tanto correr. Creo que se ha dado cuenta de que he resuelto el misterio. Me guiña un ojo, yo a él también. Su secreto está a salvo conmigo. Jamás le contaré a nadie que Papá Noel durante el año se hace pasar por mi tío Andrés. 

7

Ortopedias hermosas

María Villar Cembellin

Nadie les había avisado de que la vergüenza se parecía tanto a la soledad. Esther con su cadera pendular, Emilio con su cojera congénita, coincidían cada jueves en la ortopedia. Cabezas gachas, sonrojo y pudor, cada jueves; cada jueves, prolongadas miradas al suelo. Los niños apodaban a Esther “La Gelatinas” por su balanceo coloidal; más prosaicos, a Emilio le decían simplemente “El Cojo”. 

La vanidad de los contrechos, la coquetería de los feos, los jueves en la ortopedia fueron tornando en un galanteo silencioso. Resultaba grotesco —y por qué no decirlo, enternecedor— verles erguir sus figuras, disimular sus prótesis, ocultar sus asimetrías. ¿Cuánto de invalidez y cuánto de sensualidad había en el contoneo de ella? ¿Podríamos ignorar cierto ritmo bailarín en la cojera de él? 

Orgullosos y dignos, escorados uno hacia otro, en nochebuena salieron cogidos de la mano. Zozobrantes como barcos que no saben dónde van ni les importa. 

8

El embrujo de la soledad

Fernando Lallana

Sam Bartram no temía la soledad, aunque nunca le faltó al respeto. Con siete años ya bajaba a la mina y en su tierna espalda se dibujaron los arañazos propios de la implacable aspereza del subsuelo. Cuando se sumergía un centenar de metros, o quizá más, su imaginación lo transportaba a las entrañas de una enorme ballena. Lejos de atenazarlo, confiaba ciegamente en la maternal benevolencia del cachalote.  

Con los años cultivó destreza para el balompié, aunque sus mejores armas fueron unas manos portentosas. Cargar piedra había convertido sus extremidades en dos enormes capazos. Después de escalar por las categorías inferiores, alcanzó la portería del Charlton Athletic Club de la primera división inglesa. 

La tarde de Navidad de 1937, su equipo visitó Stamford Bridge, estadio del altanero Chelsea. El ambiente festivo del Boxing Day contagió el juego y el marcador señalaba al descanso un candoroso reparto de goles. Los jugadores agradecieron la tregua que fue aprovechada para sacudir el barro de las medias y cepillar unas botas de cuero que eran leño. Al comienzo de la segunda mitad, el Charlton comenzó timorato como era su costumbre. Sin embargo, familiarizado con los campos de minas, fue ganando confianza hasta someter a su oponente a una presión que culminó en asfixiante. Desde el arco, Sam vio cómo sus compañeros domaron a los bravucones londinenses hasta convertirlos en marionetas. No recordaba un dominio tan abrumador, rayando por momentos la displicencia. El guardameta, aún así, mantuvo sus muslos tensionados por temor a un repliegue.  

Los minutos avanzaban, la noche se echó encima y con ella una niebla espesa como el puré. Sam veía menos y menos a los jugadores. Estaba seguro de que dominaban el partido pues no le llegaba un balón. ¿Y no hacía ya un rato que le botaron el último córner? Aunque también era obvio que su equipo no lograba perforar la puerta contraria. De otra manera sus compañeros hubieran vuelto a sus posiciones de defensa y alguno tenido el detalle de acercarse a darle una palmada. Se habrían escuchado igualmente algunas voces del festejo desde el banquillo. 

El alboroto del graderío fue decayendo como un viejo tocadiscos. La bruma todo lo envolvió hasta poder beberse. La vista no alcanzaba más de dos metros. Llegó un momento en que a duras penas podía distinguir el color de sus medias. E identificar el punto de penalti era encontrar una aguja en un pajar. Sam llevó su mano a la boca y gritó un ¡vamos! con la esperanza de recibir devuelto otro ¡vamos! que nunca llegó. Por un instante se sintió solo, como un vaso de agua olvidado en una mesilla de noche. De vez en cuando estiraba sus brazos de nadador para evitar convertirse en una estalactita pendida del larguero. De repente se agitaba dando unos pasos –pequeños brincos con sus piernas de alambre- que volvía a retroceder inmediatamente con el celo de un guardia hacia su garita. 

La quietud y la abstracción invadieron su mirada melancólica y pálido cuello. Lejos de torcer el gesto volvió a sentir el inconfundible y sugerente sabor de la orfandad. Ni siquiera comparable con el pavo con ciruelas que cenaría esa Nochebuena sin más compañía que los villancicos escupidos por una vetusta radio. A pesar de una presencia sobria y austera, nadie trató a Sam con tanta delicadeza como su propia sombra. El brillo tenue y silencioso de la soledad embriagaba su interior como al niño sumergido en las tripas de la majestuosa ballena. No era capaz de explicar tan mágico embelesamiento, ni con nadie lo había compartido, pero su vivencia se tornó adictiva. A su vereda hallaba su yo más hondo, en esa recóndita nostalgia donde sólo un alma reconoce una caricia. La contemplación de ese destello delicado confirió a Sam la permanente confianza en un cobijo maternal, o sobrenatural, que le acompañó toda la vida.  

Al cabo de un rato, un agente de seguridad se le acercó por detrás y le increpó: 

-¿Qué haces? 

-¿Cómo?, respondió el guardameta sin volver la cabeza desconfiando de un contragolpe del Chelsea. 

-El árbitro suspendió el partido hace quince minutos. ¡No queda nadie en el estadio! 

9

Es Navidad

Gonzalo Visedo

La directora de RR. HH. me hizo pasar con una sonrisa más falsa que un decorado de cine. Todos la llaman María, evidentemente por ser su nombre, pero todos la conocen por su temido apodo: la Muerte. Así que si María la Muerte te hace subir al despacho, sin duda no es para felicitarte las fiestas. 

Temeroso, esperando lo peor, me hizo pasar al despacho y tomar asiento con una calcula amabilidad, un espacio minimalista con un árbol navideño estratégicamente situado detrás de ella. Sus primeras palabras tenían como excusa el conocido “nos gusta estar cerca del trabajador”, argumento al que se recurre mucho en toda asignatura de Relaciones Laborales que se precie, aunque sea de manera retórica. Todo ese calculado preámbulo lo decía sin perder de vista los folios alineados frente a ella: 

-Quería ponerte cara tras el correo que me enviaste, veo que con copia al Comité, que no pasa nada, nos llevamos fenomenal con ellos, así que disculpa el retraso en la contestación. Estos son unos días muy desquiciados en la empresa, tú ya lo sabes, aunque, por supuesto, nos encanta escuchar a nuestra gente–. 

Esas primeras palabras hicieron que me relajase un poco, especialmente cuando mi jefe me avisó de que querían verme arriba, por lo que me dio un vuelco al corazón. El motivo por el que me había llamado (o eso imaginaba) era el correo electrónico que le envié un mes atrás, con copia a todos mis jefes. Ni mucho menos esperaba que me recibiese en persona, sobre todo porque la sede central está en el Norte. Aun así, debía mantener la guardia en alto, uno no se puede fiar de esa mirada gélida, que apenas parpadeaba, en la que era imposible diferenciar si era humana o un robot llegado del futuro para aniquilarme. Con un rictus que se podría describir como forzado, apoyó sus codos en la mesa de cristal, cruzando sus manos como si me escuchase con atención, aunque imaginaba que (realmente) por su cabeza pasaban pensamientos del tipo “¿qué tendré en la nevera para esta noche?”. 

– Cuéntame— me dijo— aunque le faltó acotar con un “si te atreves”. 

Sabía que iba a ser muy difícil que hicieran caso a la petición que hice por escrito, de hecho ni esperaba respuesta, pero ya que estaba ahí no debía perder la oportunidad, así que volví explicar lo ya redacté en el correo, es decir, que, tras muchos (muchísimos) años trabajando para tan glorificada empresa, me veía en la necesidad de poder mejorar mi categoría laboral –porque la vida está difícil para todos—, aunque solo fuera para pasar del grupo “C” al grupo “B”, tal marca el Convenio Colectivo, que tampoco estaba pidiendo la Luna. Detallé a María –me atreví a tutearla, algo que provocó una sonrisa aún más forzada en su maquiavélica expresión—todo el trabajo hecho por mí, en ese tiempo; todas las responsabilidades asumidas por mí, en ese tiempo; y todos los beneficios que había obtenido la empresa gracias a mí, en ese tiempo. Para finalizar, no quise dejar pasar la oportunidad de recordar que, si mi compañero de unidad (Alabastro), al que mejoraron su categoría unos años atrás –si bien reconozco que tiene mucha más antigüedad en la empresa—, por qué no se podría hacer conmigo, sobre todo cuando realizamos el mismo trabajo. 

María permaneció en silencio unos segundos, instantes que resultaron eternos , sobre todo porque seguía fijando su mirada en las hojas encima de su mesa. 

-Verás…— dudó. 

-Rodolfo— le ayudé. 

-Sí, Rodolfo…, verás… entiendo tu inquietud, pero quisiera recordarte que tú firmaste lo que firmaste… 

– Sí, bien, eso es cierto, pero las cosas cam… 

– Déjame terminar: y, sobre todo, no puedes compararte con tu compañero Alabastro. 

– ¿Pero si hacemos exactamente lo mismo? 

– Sí, pero su mochila es distinta de la tuya. 

– Ya… la mochila.

Debería haberme callado en ese instante. 

– ¿Y no puedo tener la misma mochila? 

– Es complicado, querido Rodolfo— me respondió con un media sonrisa de cartón piedra. 

– Y entonces…, ¿qué podría hacer para mejorar? 

– Eso no depende de nosotros, sino de tus jefes, que son ellos quienes tienen que ver el trabajo que realizas. 

– Pero es que los jefes no saben qué hacemos. 

– Bueno, Rodolfo, eso ya trasciende mis competencias— adornando su sentencia final con un nuevo rictus forzado. 

Luego volvió a bajar la mirada hacia los papeles, solo que en esta ocasión cogió el primero que tenía frente a ella. 

– De hecho, te hecho subir para entregarte la decisión que ha tomado la empresa. 

– ¿La decisión?— pregunté, ingenuo de mí. 

Entonces María la Muerte me entregó el primero de los papeles que tenía sobre la mesa. 

– Por favor, léelo con detenimiento. 

 

Don Rodolfo Rojo 

Con cargo Elfo, antigüedad 200 años. 

Departamento de empaquetado navideño. 

En Laponia, a 23 de diciembre de 2020.

 

 Estimado señor Rojo: 

La empresa HA EXPERIMENTADO UN NOTABLE descenso de la actividad en los últimos decenios. En el documento anexo puede observar los datos que indican este descenso de producción y cómo estos años se reflejan en la rentabilidad de la empresa y su estado financiero. Por todo lo expuesto se hace necesario amortizar su puesto de trabajo con el fin de lograr optimizar al máximo los recursos. Con la amortización de su puesto de trabajo se reducen los costes de personal lo que provoca una mejora en la competitividad de la empresa. 

El despido tendrá efectos inmediatos a partir de la recepción de la presente comunicación. 

Atentamente, 

Nicolás Claus. 

CEO de la empresa NAVIDAD S.A. 

 

Levante la mirada, sin comprender del todo la situación, así que no pude reprimir soltar la primera frase que pasó por mi élfica cabeza: 

– Pero ¿por qué no me lo ha dado directamente? 

María la Muerte, negando con la cabeza en tono maternal, y ahora sí, exhibiendo una cálida sonrisa, me respondió: 

– Es Navidad. 

10

Esperanza 

Juan Orberá  

Era la tercera vez que Esperanza se asomaba al balcón para comprobar si la embarcación de su padre había regresado. Forzaba la vista para escudriñar la silueta de cada uno de los pesqueros que entraban por la bocana del puerto. 

«Es el Marina», se lamentaba. 

A su corta edad había aprendido a distinguir los barcos que atracaban allí. 

—Mamá, ¿Papá vendrá esta noche? 

—Sí, claro —dijo su madre, a sabiendas de que era muy complicado. 

Hacía ya cuatro días que su marido había salido de pesca a la isla de Alborán. En el último parte de la guardia costera informaron que un fuerte temporal de levante se aproximaba al estrecho y que ,en contra de la recomendación de esta, la tripulación del barco había decidido regresar, pasando a través de él. 

Miraba con fascinación como el viento desordenaba los rizos dorados de su hija que, con tanto esmero, le había peinado aquella mañana. Se acercó a ella y le dio un beso en la cabeza, antes de retirarse a la cocina. Esperanza respondió al gesto cariñoso de su madre con un abrazo. Después volvió a colocarse sobre la barandilla del balcón apoyando la barbilla sobre sus manos, sin despegar la vista del horizonte. 

Otras embarcaciones llegaron formando una hilera, pero ninguna era el pesquero Hermanos García que era con el que su padre faenaba. 

A cada barco que veía en la lejanía le dedicaba un momento de respiración contenida seguido de un resoplido de decepción al comprobar que no era el que buscaba. 

Escuchaba los vítores de alegría de otros vecinos que, al igual que ella, permanecían atentos a la llegada de sus maridos o padres o abuelos y que sí habían regresado durante la tarde. Ya sólo les quedaba desear que hubieran tenido una buena jornada de pesca, porque de ello dependía y mucho, como pasarían las navidades o si, ese año, los Reyes Magos serían más o menos generosos. 

La madre de Esperanza, enfadada consigo misma, se frotaba las manos en el mandil mientras intentaba recordar la sal que le había echado al asado, por más que lo probaba no conseguía distinguir el sabor exacto que tenía. Iba de un lado para otro de la cocina e intentaba pensar para que había abierto un cajón o por qué tenía agarrado con la mano un tenedor. Además un resquemor se había alojado en la boca de su estómago provocándole fuertes ardores que intentaba controlar presionándose el pecho. 

En cada parada que hacía, miraba a la niña con la visión nublada y la barbilla temblorosa e intentaba retomar de manera infructuosa lo que había dejado a medias. 

—Por favor, hija, vuelve dentro que se está levantando fresco. 

La niña se giró hacía la madre lo justo para negarse y volver a mirar al frente. 

—Por favor, Esperanza, entra y ayúdame a terminar la cena -insistió. 

A regañadientes, la niña obedeció a la madre, no sin antes lanzar un último vistazo en busca de una señal ilusionante. 

La mujer agarró a su hija por los hombros y, con sus manos temblorosas, la acercó a su estómago dolorido, mientras sus ojos buscaban fijos cualquier masa flotante que le resultara familiar, pero el mar sólo le devolvía el azul de sus ojos. 

Transcurrió la tarde y la noche oscureció todo. El viento silbaba y el haz intermitente del faro se distinguía por la ventana del salón, entre tanta negrura. 

Esperanza estaba terminando de poner la mesa y, cuando fue a poner el servicio de su padre, se detuvo un momento. Su madre, que estaba viendo la escena desde la cocina, se giró abatida y, agarrando con rabia el borde de la encimera, gritó, con la voz quebrada: 

—Esperanza, por favor, coloca la vajilla con los bordes plateados, la que a papá le gusta tanto.

La niña reaccionó a la voz y se dirigió rauda a ejecutar el encargo.

En la cocina, la radio de onda corta volvió a dar el parte meteorológico sin que este diese signos de mejoría. La mujer sacó una medalla de la Virgen del Carmen y comenzó a besarla, a  la vez que pedía que hiciera de estrella guía para que su marido regresase, sano y salvo.

Se hizo la hora de cenar. La Nochebuena no esperaba a nadie y sin más dilación, tuvieron que sentarse una frente a la otra.

—Esperanza, recemos un poco antes de comenzar.

La madre tendió su mano sobre la mesa para que la hija acercase la suya y agarrarla. La otra, la extendieron, vacilantes, hacía el hueco vacío que había entre ellas y cerraron los ojos.

Algunos cánticos navideños de los vecinos se filtraron, por las finas paredes de la habitación, desluciendo el momento. La mujer agradeció los alimentos que iban a tomar y pidió, en silencio, por el regreso de su marido. Una lágrima caliente le resbaló por la mejilla. Deseó que Esperanza aún permaneciera con los ojos cerrados. Con un ahogado «Amén» terminó el rezo.

Ambas abrieron los ojos y clavaron su mirada en la otra. Ninguna se atrevía a coger el cubierto para comenzar a comer, ninguna quería dar comienzo a la Nochebuena de aquella forma. Los labios de la pequeña comenzaron a temblar, le siguieron sus piernas para terminar uniéndoseles las manos, también.

—¿Tienes frío, amor? —dijo, la madre, inquieta.

La niña asintió con la cabeza, pero ambas sabían que no era verdad. La madre se dispuso a levantarse con la intención de abrazar a Esperanza, cuando se escuchó como alguien introducía la llave en la cerradura de la puerta.

La mujer volvió a sentarse despacio en la silla, agarrándose la medalla del cuello y las dos clavaron sus miradas en la entrada. Las manos que no se habían separado, se agarraron aún más fuerte. Sus respiraciones se aceleraron.

La puerta se abrió, tras ella, el marido y padre, unidos en un solo corazón. Madre e hija corrieron a abrazarle, entre lágrimas desatadas.

La Nochebuena había empezado…

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