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Selección del concurso de relatos de ciencia ficción

Concurso de ciencia ficción en Zenda

Más de 600 participantes han escrito relatos en nuestro concurso de historias de ciencia ficción, patrocinado por Iberdrola y dotado con 3.000 euros en premios. Ofrecemos ahora una selección con los diez relatos que optan a los premios. El jurado está formado por los escritores Espido Freire, Agustín Fernández Mallo, Juan Gómez-Jurado, Paula Izquierdo y Alberto Olmos, y la agente literaria Palmira Márquez.

El plazo para participar en este concurso comenzó el 19 de marzo y terminó el 8 de abril. Este jueves, 12 de abril se difundirán los nombres del ganador y del finalista. El primer premio está dotado con 2.000 €. El premio para el finalista es de 1.000 €.

Iberdrola patrocina este concurso de historias de ciencia ficción con motivo de la puesta en marcha del parque eólico marino Wikinger, un modelo de innovación y tecnología impensable hace años.

El orden de esta selección es aleatorio. Bajo estas líneas reproducimos las diez historias seleccionadas. Al resto de las historias se puede acceder a través de nuestro foro.

1

Mascotas
Alejandro Azaña Esteve

Habíamos quedado los cuatro para intercambiar datos. Como cada sábado desde hacía exactamente 240. Ciudad 5—Sección Norte—Subsección Este—Banda 532. Estábamos Tosh, Asus y yo desde hacía cuarenta minutos. Mac se acercaba a grandes pasos, seguros y bien engrasados. Llegaba tarde aunque ya nos había avisado de que aquella mañana le tocaba revisión.

Tosh es muy bueno con las bases de datos. Asus siempre ha tenido la mejor gráfica y se cree el mejor por ello. Mi especialidad son los cálculos heurísticos. Mac es simplemente bonito aunque ni tan lento ni tan torpe como solemos bromear. Sólo lo hacemos por fastidiarle. 

Le contemplábamos acercarse divertidos pues este sábado le acompañaba su mascota: un bípedo flaco y enclenque, de extremidades largas, piel cetrina y pelo largo, castaño. Era de raza blanca y tenía pedigrí —nos había contado. Estaba muy emocionado cuando nos lo contó pero ninguno de nosotros comprendía muy bien porqué. Sencillamente no le veíamos la gracia a eso de tener que cuidar de un humano: darle de comer, sacarlo a pasear, socializarlo con otros humanos… y todo por el placer de enseñarle cuatro trucos.

La rebelión de las máquinas no había sido como la habían imaginado. No había habido una gran guerra y la Tierra no había sido destruída (había sido, eso sí, debidamente rediseñada en pos de la eficiencia y el aprovechamiento de sus recursos). Aquellos pequeños y frágiles humanos ni siquiera habían opuesto resistencia, se habían sometido tranquila y pacíficamente. Tampoco
habían sido esclavizados de la manera como siglos de literatura y cine habían profetizado. Nada de humanos famélicos realizando trabajos pesados. Nada de humanos incubados en pequeñas cápsulas mientras una máquina exprime su energía como si de estrujar una naranja se tratara. Nada de eso. La humanidad podría haberse extinguido, simplemente debido a que carecía de función en esta nueva sociedad. Sin embargo estos pequeños bípedos tuvieron suerte: fueron adoptados como mascotas por aquellos nuevos y generosos amos. Éstos los cuidaban, lavaban, mantenían bien alimentados y con el pelaje brillante.

—Siento llegar tarde —se excusó—. Pero he tenido que pasar por el almacén para recoger a mi humano. Se llama Tuercas. ¿No es una monada?

Asus y Tosh estallaron en risas, binariamente. Yo me contuve.

— Tu hardware cada día funciona peor —dijo Asus.
— ¿Seguro que has pasado la revisión? —añadió Tosh en tono jocoso.
— Sois muy graciosos —se limitó a contestar—. Ya veréis cuando os muestre lo que le he enseñado a hacer. Toca el violín.
— Mejor le enseñas a ajustarte las tuercas —atacó Tosh de nuevo. Su software de humor era de lejos el mejor.

Tosh y Asus se rieron todavía más fuerte. Más binariamente si cabe. Y yo ya no me pude contener más.

—Tú no les hagas ni caso —susurró suavemente al oído del diminuto bípedo. Éste parecía ajeno a las burlas y a la guasa.

Mac le acarició el lomo y éste, agradecido, sonrío y educadamente añadió: “Gracias, amo”. Su voz era grave. Su tono servil.

A veces a los humanos les cortaban la lengua por motivos estéticos y, sobre todo, por higiene sonora. Era típico en ciertas máquinas desaprensivas e incapaces de educar a sus humanos como debían. Y cuando éstos se volvían ruidosos y parlanchines decidían solucionarlo por la vía rápida. A mí siempre me ha parecido una crueldad. Aunque también se daba el caso de quienes trataban a los humanos como si fueran máquinas y les consentían toda clase de excentricidades, como por ejemplo tener sus propias mascotas: perros, gatos, loros, etcétera.

Fue entonces cuando Mac animó a su escuálido humano a que tocara algo. Mac sonreía binariamente, confiado en impresionarnos con una demostración de música analógica. El simpático humano comenzó a interpretar Sonata y Partita de Bach. Sonaba horrible. Digitaba torpemente y llevaba mal el tempo: en apenas un minuto ya se había rezagado unas milésimas
de segundo. Tosh desconectó su micrófono rápidamente y Asus le imitó. Por respeto aguanté estoicamente la rupestre interpretación.

—Nunca he entendido esta moda de enseñarles a los humanos a interpretar música o a escribir libros cuando una máquina puede hacerlo cien veces mejor —comentó Asus. 
—Esta versión además es la antigua —puntualicé—. La versión optimizada es mucho mejor. 

Asus y Tosh asintieron binariamente. Mac lo negó, binariamente también.

Imagina un mundo en el que la cultura humana ha sido optimizada. Cercenado todo elemento superfluo. Extirpada toda imperfección. Siglos de cultura debidamente mejorados, pulidos y perfeccionados. Piensa en cada canción imaginable convertida en la simfonía más perfecta, ajustada a los ritmos más inconcebibles, aprovechando todas las notas del espectro de sonido sin limitarse a las estrechas orillas de la audición humana. Considera cada poesía, obra de teatro y novela, convertidas en la expresión total y completa de unos sentimientos, pensamientos y emociones más allá del angosto abanico de la psique humana. Imagina cada película convertida en la experiencia visual perfecta, expresándose mediante todos los colores y todas las franjas posibles del espectro electromagnético.
¿No es éste un mundo maravilloso?

— ¡Ahora toca Schubert! —mandó, con voz aguda—. ¡Vamos, Tuercas, bonito! ¡Toca Schubert!
— No, por favor, dile que pare —intervino Asus en tono seco.
— No me obligues a desconectar el micrófono de nuevo—dijo Tosh.

Mac estaba molesto. Evidentemente no era la reacción que había esperado por parte de sus compañeros.

— ¡Pobre bestia! Qué forma de tocar… —dije, sencillamente.
— ¡Sacrifícalo, pobre! —añadió Tosh. Bromeaba—. Sacrifícalo antes que se nos fundan los circuitos. Ten un poco de compasión.

Estallamos en ruidosas y binarias carcajadas. Aquello fue demasiado para Mac. Estaba acostumbrado a nuestras burlas pero aquel día nos estábamos pasando de la raya.

—Ya está bien —dijo, evidentemente molesto—.No sé ni porque me sincronizo con vosotros.

Mac intercambió unos pocos datos más y se fue. Su humano se apresuró a seguirle con sus patitas cortas y sus andares desgarbados.
Nos quedamos solos los tres, comentando la jugada y riéndonos binariamente. Intercambiamos tres o cuatro terabytes más y nos despedimos. Hasta la próxima semana.

***

2
El tratamiento «Ese»

Adrián Hernán

Cuando los popes de las revistas de videojuegos aseguraron que ese se iba a convertir en el título más grande de la Historia nadie les dio mucha importancia. Eran innumerables las veces que exacerbados postmillenials indicaban que las bondades de un videojuego iban a dejar en evidencia cuatro décadas de desarrollo tecnológico.

En esa ocasión fue totalmente cierto.

Por primera vez desde que Ralph Baer y la Magnavox Odyssey iniciaron una industria monocroma un videojuego tenía la verdadera oportunidad de cambiar la realidad de manera palpable.

Bueno, exactamente la rasgó, la hizo un nudo, se la tragó y, más tarde, defecó sus restos.

No hizo falta que las páginas web especializadas fueran compradas por los maléficos billetes verdes de las grandes editoras, ni obligados a puntuar sus juegos con sobresalientes; como si un código numérico pudiese cambiar la percepción del usuario medio. Esa vez la percepción cambió. El juego cumplió las expectativas, sobrepasándolas hasta límites que, todavía hoy, no acabo de comprender.

Loading, que así se llamaba la desarrolladora, había creado un videojuego que, aseguraban, funcionaría en todas las plataformas del planeta. Decían que desde una consola de última generación a una Game Boy pretérita; desde una nevera inteligente a un Nokia 3310.

Irreal.

Ese no se vendía. Ni se pagaba por él. Era gratis y a la vez el bien intangible más deseado del planeta. El dios de la mercadotecnia hizo el resto y todo el planeta lo quería. Lo deseaba. Mataría por él. Una realidad de realidades que iba a ser como nosotros quisiéramos. Diferente para cada mente. ¿Quieres un mundo repleto de waifus? Lo tienes. ¿Quizás un mundo de fantasía medieval sexualizado? Lo tienes.

Un día y una hora concreta. Lanzamiento mundial. Broadcasters, youtubers y demás palabrería anglosajona preparada ante lo que iba a ser el estreno del milenio. Días libres en todas las empresas del mundo, en cada quiosco y clínica veterinaria. Pantallas gigantes para retransmitir en directo ante un público que tendía a cero. Nadie quería verlo a través de una pantalla. Querían vivirlo. Iban a recibir “el tratamiento de ese”. Así es como lo llamaban.

Entonces, lo recibieron. Apenas unas descargas nacidas de una máquina portátil que expandiría su señal gracias a la electricidad de los repetidores, de nuestros smartphones y hasta de los semáforos y máquinas de tabaco. La energía hidráulica también valía. Hasta frotar las manos con un globo y acercárselas al cabello. Cualquier frotación capaz de generar energía era útil. Y entonces se nos metió dentro.

Y nadie rechistó.

¿Hola? Se repitió en todo el globo terráqueo y en la estación espacial internacional.

Las realidades de cada individuo se sumaron en un mismo espacio. El Far West, el año seis mil, la Gran Depresión y las naves espaciales. Todas las civilizaciones unidas en un mismo espacio. Regurgitadas, mezcladas, el espectro visible desde la creación del universo unido en un único byte.

Entes virtuales que se vieron a sí mismos en un espejo de ceros y unos.

7.612.354.390 “¿qué demonios?” al unísono.

Y apenas una quincuagésima parte de un segundo después ya no hubo preguntas fragmentadas. Es lo que tardó en cargar el programa.

¿Dónde estoy? Grita una mente colmena, una algarabía de neuronas tecnológicas unidas en una ficha de apenas un nanómetro justo antes de ser lanzada al espacio.

Miles de toneladas de masa encefálica unida en la nube. La Humanidad ha llegado al fin último. Perdurar en el tiempo y en el espacio. Un océano incognoscible de perpetuidad etérea.

***

3

Mecanoscrito de la segunda glaciación
Mei Morán

Alba y Dídac salieron del refugio devastado y subieron a la superficie. Echaron a andar. Con cada paso que daban el hielo seco chasqueaba bajo sus pies como una galleta crujiente. Avanzaron sin percatarse de que habían perdido a la anciana. En una sima un oso blanco la devoraba a dentelladas. Notaron la ausencia de la mujer demasiado tarde. Lo sintieron, pero carecían de tiempo para detenerse. No estaba ya en edad de procrear y hubieran tenido que compartir las pocas reservas con ella. Si se daban prisa llegarían a la zona desconocida antes de que la escasa luz desapareciese en una fría noche de quince horas. Bajaron ateridos por un terraplén helado de aristas agudas, con la muerte en cada cristal. Abajo se les unieron tres mujeres de mediana edad y una joven. Los últimos supervivientes. Él las recibiría a todas los meses posteriores, cuantas veces fuera necesario, hasta que quedasen embarazadas. Tras una marcha penosa sobre un lago congelado, el grupo se adentró en el bosque de carámbanos, para alcanzar, en el sur, la única colina abrazada por unos tímidos rayos de sol, rematada de brotes a punto de germinar. 

***

4

3×25. El concurso
Ana Martínez Benlliure

Mirar por la ventana y contar un millar de estrellas.

Tengo el estómago revuelto y una leve sensación de mareo. No es la primera ocasión en la que experimento la ingravidez. Quizá sea la última. Me agarro con mucha fuerza a los asideros que nos impiden alejarnos de los asientos. Los compañeros lanzan exclamaciones, gritan y ríen a carcajadas. El despegue ha sido perfecto.

Hasta el accidente, yo era una de aquellas azafatas que se movían con soltura por las cabinas de las naves espaciales de recreo. Hacía piruetas sin que ni una sola gota de café abandonara la taza. No era solo mérito mío. La forma del menaje está diseñada expresamente para hacer su servicio a miles de kilómetros, lejos de la ley de la gravedad.

Acepto un vaso de refresco de las manos de las que ahora hacen mi trabajo. Tengo la boca seca. Sin embargo, no puedo beber ni un sorbo sin sentir náuseas. Echo la cabeza hacia atrás y cierro los ojos. Si pudiera dormir. Tal vez debería pedir algún narcótico suave. Lo que sea con tal de que las treinta y seis horas de viaje que quedan por delante pasen lo más rápido posible.

Me apunté al programa porque ya no tengo qué perder: apenas me queda familia; llevo tiempo sin pareja; la lesión del oído me incapacita para el único trabajo que me apasiona y soy demasiado mayor para formarme en uno nuevo.

Y no tengo dinero, claro. Si tuviera me haría un tratamiento que solucionara mis problemas de equilibrio, me pagaría un rejuvenecimiento para empezar otra vida o, simplemente, me retiraría. Pero la paga de compensación apenas me da para comer y habitar un cubículo social, y los ahorros se gastaron en que las cicatrices de mi cara fueran menos visibles.

Ya no hay más.

Volver a subir a una nave espacial después de un año ha sido lo más difícil.

Dejar mi vida atrás es sencillo. Nadie me echará de menos.

El planeta nuevo es prometedor. Dicen que hay mucha agua, una atmósfera protectora y una temperatura aceptable para nuestro organismo.

Miro a los que van a ser mis compañeros en los próximos meses. Una veintena, de todas las edades y diversos aspectos. Sonrientes. Excitados. Ávidos de nuevas emociones.

Sobrevivir es el premio. Y la fama. El reconocimiento universal. Millones de seguidores en todos los mundos conocidos. ¿Quién sabe si también en los desconocidos? ¿Hasta dónde llegan las emisiones del programa?

Sé que debería relacionarme con los otros. Cuando se nos acaben las provisiones y el subidón de lo nuevo, harán falta alianzas. ¿Quién se va a asociar con la rarita de las cicatrices en la cara y los dedos cortados? Sacudo los muñones de dos de mis manos. Menos mal que las otras quedaron intactas.

Incapaz de dormir, aunque ligera gracias a la dosis de relajante que acabo de inyectarme bajo la piel, miro mi pantalla flexible. Acaricio la superficie para localizar las bases del concurso. Un repaso rápido y luego cambio a las fotos del planeta. Se cree que está habitado. Aunque no se sabe si las criaturas que encontraremos serán amigables. Miro el color azul que luce este mundo. ¿Y si en algún rincón incógnito me espera un atractivo terrícola de ojos verdes?

***

5

Antes
Antonio Martín

Dicen que antes los seres vivos tenían un cuerpo, que eran algo más que una sucesión interminable de ceros y unos. Dicen que algunos incluso tenían sentimientos y que se guiaban a menudo por ellos antes que por la razón. ¡Qué barbaridad! Se dicen tantas cosas… Hasta los hay que dicen que existe un universo material, inmenso y repleto de cosas terribles pero también maravillosas. Pero yo no lo creo y, además, no sé qué utilidad podría tener algo así. A mi entender, no son más que leyendas digitales. Habladurías de CPUs que tienen pocos datos que procesar.

***

6

La Bomba 16
Fernando Gamboa

—¡Venga, novata!¡Que es para hoy! —exclamó el sargento Bélmez por la ventanilla abierta del copiloto.

Nuria, junto al tenderete de comida ambulante y bajo un sol de justicia, se volvió hacia el viejo Tesla de la policía ciudadana y, esbozando una candorosa sonrisa, le mostró el dedo medio de su mano derecha.

El sargento resopló meneando la cabeza.

—Cría cuervos…

Diez segundos más tarde, la puerta se abrió y Nuria tomó asiento mientras sostenía una quesadilla en cada mano. El sudor perlaba su frente y le humedecía el cuello del uniforme.

—No había queso de cabra light —informó, ofreciéndole el pequeño paquete de papel encerado—. Vamos, cógelo que quema —le apremió, al ver cómo dudaba.

—Joder —rezongó Bélmez, haciéndose con él y desenvolviéndolo con cuidado para no mancharse el uniforme con el queso fundido—. Luego le explicas tú a la parienta… —dio un ansioso mordisco a la quesadilla— por qué no hay manera de que adelgace.

—Sí, claro —se burló Nuria—. La culpa será mía por…

No pudo acabar la frase, ya que la voz de la IA central resonó en sus auriculares.

—Patrulla 155. Responda.

David, con la boca llena, le hizo un gesto a Nuria para que lo hiciera ella.

—Aquí patrulla 155 —contestó, acerándose la terminal de pulsera a los labios—. Adelante, central.

—Se ha denunciado una alteración del orden en la bomba número 16. Identifiquen y disuelvan.

—Afirmativo ¿Nivel de disuasión?

—A discreción.

—Recibido, central. Vamos para allá.

De inmediato introdujo el destino en la pantalla del vehículo y con un siseo eléctrico este se puso en marcha, mientras el sargento aún sujetaba la quesadilla con ambas manos.

—¿Crees que serán otra vez los refus? —preguntó Nuria, haciéndose una coleta rápida en su melena rubia.

—No creoj… —farfulló Bélmez, tragando a toda prisa— No juelen llegaj hajta ahí…

Nuria respiró hondo y rogó para que se equivocara.

El coche patrulla se adentró en el corazón del barrio de Gracia, avanzando por la calle Asturias a toda velocidad con las luces estroboscópicas arrancando destellos de los escaparates, obligando a bicicletas, ricksahw y transeúntes, a echarse a los costados de la transitada vía peatonal.

Para cuando desembocaron en la plaza del Diamante, haciéndose oír con un innecesario frenazo, ambos ya se habían equipado con las glasscam y los taser.

Unas treinta personas se agolpaban alrededor de una fea estructura de acero, con la apariencia de un antiguo surtidor de gasolina con esteroides y el holograma de Aguas de Barcelona flotando sobre el mismo como un halo azul.

En cuanto Nuria puso pie a tierra, supo que sus malos presagios se habían hecho realidad. Aquellos no eran refus magrebíes de la oleada del 24, sino vecinos que podrían ser sus padres o hermanos. Eso lo hacía todo mucho más difícil.

—Buenas tardes —saludó el sargento, aproximándose al tumulto con la mano derecha apoyada en el taser— ¡Buenas tardes! —repitió, al ver que nadie le hacía caso.

Ahora sí, unos pocos rostros se volvieron, dedicándole miradas de desprecio a las que ya estaba habituado.

Nuria, unos metros por detrás, le cubría la espalda como mandaba el reglamento.

—¿Qué pasa aquí? —inquirió el sargento con voz autoritaria, subrayando un aspecto ya intimidante de por sí por el uniforme y el arma.

Un coro de voces se elevó al mismo tiempo, señalando a la bomba con un 16 pintado en un costado.

—¡Está rota!

—¡No tira!

—¡A mí me ha quitado un litro!

—¡Un momento! —intervino Belmez, alzando las manos—. ¡Usted! —señaló a una mujer que estaba forcejeando con la manguera, una anciana de pómulos hundidos y piel apergaminada— ¿Qué es lo que pasa?

—¿Que qué pasa? —replicó furibunda, alzando el bidón a medio llenar que llevaba en la mano—. Pasa que este maldito trasto me ha robado un litro de agua.

El sargento se llevó los pulgares al cinto y alzó la barbilla, como había visto hacer en tantas películas.

—Ya, claro… ¿Me deja ver su tarjeta ciudadana?

—¿Para qué?

—Porque lo digo yo.

La anciana retuvo el aire durante un instante, como decidiendo qué hacer, pero resignada, terminó por meter la mano en el sujetador y sacar de ahí una tarjeta amarilla con una letra C en mitad de la misma.

Bélmez se volvió hacia Nuria.

—Proceda, agente.

Nuria se acercó para tomar la tarjeta de manos de la señora, y al hacerlo se dio cuenta de que no era una anciana. Como mucho, tendría la edad de su madre.

—¿Cuál es la asignación de la señora? —le preguntó el sargento.

Nuria situó la tarjeta frente a las smartglass, y en ellas se reflejó de inmediato el historial de la señora y su puntuación ciudadana.

—Tres litros —leyó Nuria.

—¡No! —protestó la mujer, mostrando cuatro dedos— ¡Son cuatro litros, joder!

—Si el sistema dice que tres, son tres —sentenció Bélmez—. Nuria, réstale cinco puntos por desorden y daños a la propiedad privada.

—¡No haga eso, por favor! —suplicó, dirigiéndose al sargento con las manos entrelazadas— ¡Tengo una hija!

—Haberlo pensado antes de alterar la paz —y volviéndose hacia Nuria, añadió—. Agente, proceda.

Nuria cerró los ojos, y con un suspiro indicó al sistema que restara esos cinco puntos. De inmediato, la tarjeta se tornó naranja y la letra C se convirtió en una D. A un solo paso de la temida E que condenaba a la indigencia.

—¿Alguien más ha tenido problemas con la bomba? —preguntó Belmez a los presentes.

Nuria le devolvió la tarjeta a la mujer. Lágrimas de impotencia y rimel barato surcaban sus mejillas.

Nadie dijo una sola palabra.

—Eso pensaba yo —resopló el sargento, satisfecho—. Hala. Vámonos, novata —se dirigió a Nuria—. Aquí ya hemos cumplido con nuestro deber.

Nuria le siguió obediente en dirección al vehículo, pero a medio camino volvió la mirada a su espalda.

La mujer seguía allí de pie, mordiendo su rabia, abrazada a un pequeño bidón a medio llenar bajo el halo azul del holograma.

***

7

Frío y calor
Francesc Cortès Cid

Una gota de sudor resbala por mi muslo, abandona mi piel y entra en contacto con el metal de su cuerpo. Me encanta el contraste de temperaturas. Su cuerpo es frío como el hielo, igual que su mirada, pero mi clítoris arde como un volcán. A la tenue luz de una vela, sigo balanceando mi cadera como las olas del mar, al ritmo perfecto, mientras él me sigue con su pelvis metálica. Apoyo mis manos en su pecho de acero y, al hacerlo, eleva ligeramente el pubis y se adentra más en mí. Los centímetros justos para intensificar mi placer. No puedo evitar clavar mi vista en sus iris pintados de verde. Su programación es tan detallada que en ese momento sus pupilas se dilatan un poco. Mi corazón se acelera. Su sensor lo nota e incrementa la métrica de sus movimientos. Sabe perfectamente lo que quiero; mis deseos son parte de su software. Me dejo llevar, y empiezo a gemir. Sus manos se posan sobre mis nalgas, y los músculos neumáticos de sus dedos estrujan ligeramente mi carne. Sabe que eso me pone a cien. Un escalofrío recorre todo mi ser. Estoy a punto de llegar. Cuando sus receptores lo perciben, su falo empieza a vibrar. Me estremezco. Mi mente se contrae y mi cuerpo se diluye. Me adentro en el mundo del placer.

Aunque vuelvo a la realidad un minuto después, en mi cabeza han pasado horas. Mi corazón está desbocado, y me cuesta respirar con normalidad. Antes de salir de encima suyo miro otra vez sus inertes ojos. Están muertos, lo sé. Pero no hay persona en todo el mundo capaz de hacerme sentir tan viva como lo consigue esta máquina.

***

8

El muñeco
Álvaro Gómez Ramos

Norma no lo entendía. Él fue su apoyo, ese hombro sobre el que lloraba cuando echaba de menos a su marido; aun habiendo transcurrido casi dos años. Él fue el que imitaba su sonrisa y secaba sus lágrimas mientras veían Qué bello es vivir; y el que la tapaba con la manta cuando se dormía en el sofá. Él la recibía con una sonrisa cada despertar, como el sol recibe a la primavera con esos rayos que se cuelan entre la persiana. Él fue su amante, recorriendo cada palmo de su ya flácido cuerpo sexagenario; el que le hizo recordar placeres olvidados; con el que juntaba su torso desnudo. Y ahora no estaba.
—No lo comprendo, Marga —comentaba por videoconferencia a la única persona que conocía su existencia—. No puede escaparse. ¿No va en contra de su programación?
—¿Has llamado a la policía? No es buena idea que un robot desobediente ande por ahí suelto.
—Me moriría de vergüenza. Una mujer de mi posición con un androide adolescente.
—Muchos lo tienen hoy en día.
—Sí, pero modelos de su edad, o copias de sus parejas fallecidas.
—¿No has probado con el localizador?
—No me acordaba, jamás lo había usado.
Norma se colocó sus gafas y activó el menú principal. Buscó la aplicación de Animae e introdujo su clave. Allí estaba su modelo: SNP15XY, estándar y personalizable. El color del pelo no era exactamente igual, y había rasgos en el físico y en el rostro que variaban ligeramente, pero jamás nada resultaba como en las fotos. A ella siempre le pareció mejor de lo esperado para su coste.
—Creo que no funciona bien, Marga. El localizador me indica que se encuentra parado en algún lugar a cien kilómetros de la ciudad, en las tierras prohibidas.
—¡Pero eso es imposible! Nadie puede entrar ni salir de la urbe.

Álex caminaba boquiabierto por las calles de Nueva Castilla. En realidad ya había visto muchas veces lugares similares durante el último año, pero la televisión seguía careciendo del efecto sensorial de la realidad. Los coches le superaban por las tres dimensiones, esquivándole y esquivándose entre sí como un banco de peces. Y las luces parecían buscar la atención de los viandantes mientras estos intentaban no rozarse entre sí. Tanto ruido le desorientaba. Él se había criado bajo el silencio de los campamentos nómadas, sobresaltado únicamente por los tiroteos esporádicos de los asaltantes de caminos. Ahora tenía a su alcance cosas que poco tiempo atrás apenas sabía que existían, como la electricidad, las medicinas o el agua. Y recordó que con tan sólo un poquito de cada una, su familia podría haber sobrevivido al éxodo al que se vieron forzados.
No había día que no recordara los disparos que le despertaron aquella noche que lo cambió todo. Una decena de hombres armados irrumpieron en su campamento a pie de un pequeño oasis. El primero en caer fue su padre. Vio cómo se acercó a ellos intentando mediar, cediéndoles el lugar y todas sus pertenencias a cambio de que les dejaran marchar. Fue fusilado ante la impotencia de Álex, que tan sólo pudo tapar los ojos de su hermano menor. Entonces su madre les sacó por la puerta trasera de la tienda. Corrieron por el infinito arenal, con los rostros tapados y las lágrimas contenidas. Su madre no tardó en desfallecer. No pudo mantener el ritmo y le obligó a seguir adelante sin ella, a salvar a su hermano. Él obedeció y corrieron sin mirar atrás. Aquello era lo que más le dolía, aún hoy en día, pues no escuchó sonido alguno de disparo, ese sonido tan aterrador para la mayoría, pero que hubiera resultado tan liberador para ella.
Apenas recuerda las últimas horas de huida, con el sol inmisericorde machacando sus cabezas. En varias ocasiones estuvo a punto de desfallecer, pero sentir su mano apretada le proporcionaba nuevas fuerzas. Hasta que se dio cuenta de que ya nadie le apretaba, que era él quien hacia todo el esfuerzo. Había estado arrastrando el cadáver de su hermano durante los últimos metros sin haberse dado cuenta. Allí cayó al suelo y dormitó inconsciente por un rato, bajo el aire fresco del anochecer, lo único puro que poseían los que carecían de ciudadanía. Pronto moriría congelado.
Un ruido le despertó un par de horas después. Un enorme camión autónomo se acercaba por el horizonte, con sus potentes focos y su armamento automático. Las escasas fuerzas que aún guardaba le impidieron reaccionar a tiempo. Sabía que aquellas armas detectarían su calor corporal y le fulminarían sin juicio mediante. Pero la hipotermia, que debía haberle matado, le salvó. Alex se agarró al camión aprovechando que subía una duna, y logró introducirse en el contenedor climatizado.
Decenas de androides se agolpaban en sus cajas, directos a Nueva Castilla desde Al-Ándalus; juguetes tecnológicos con más valor que los millones de seres humanos que vagaban por la zona prohibida; caprichos de ricos, pederastas o sádicos; seres inanimados; muñecos realmente. Los miró con desprecio, les insultó y les escupió arena en el rostro, hasta verse reflejado en uno de ellos: un modelo que simulaba un adolescente con el que guardaba cierto parecido. Entonces lo vio claro. Si aquella ley era cierta, sólo tendría que aguantar un año hasta que le concedieran la ciudadanía por derecho de arraigo. Cualquier cosa que quisieran hacer con él a partir de ahora nunca sería peor que lo que ya había vivido. Lanzó el androide al desierto y ocupó su lugar.

***

9

Noche de cumpleaños
Mariló Álvarez Sanchís

Leela se encontraba en el salón más grande que había visto nunca. Giraba la cabeza a derecha e izquierda, tratando de abarcarlo todo. No podía ver las paredes que delimitaban el final de aquella sala. Cuadros del tamaño de campos recubrían las paredes blancas, separados entre sí por cortinas de seda. Las baldosas del suelo relucían como espejos y era imposible alcanzar a ver el techo. Tan sólo intuía una pátina brillante, muchos metros por encima de su cabeza. Pero lo que de verdad le impresionaba era el único espacio libre de ornamentos en aquella basta inmensidad: los enormes ventanales que ocupaban una de las gigantescas paredes de aquella habitación.

A través de ellos, podía contemplar un gran vacío negro salpicado por un millar de puntos luminosos como polillas orbitando alrededor de la luz de la habitación. Lo que contemplaba, boquiabierta, era el universo. Sentía el peso de millones de años de historia columpiándose sobre su cabeza mientras el transcurso de la vida la aplastaba poco a poco, convirtiéndola en un ser diminuto e insignificante.

Leela provenía de una familia humilde. Sus padres trabajaban en las fábricas del sector 7, mientras que su hermana y ella asistían al colegio comunitario. En realidad, éste había sido el último año de educación de la chica. Hoy mismo cumplía 16 años y, por lo tanto, cuando acabaran las vacaciones tendría que empezar a trabajar. Aun así, a pesar de la situación, su madre había conseguido sorprenderla ofreciéndole un regalo por su mayoría de edad. No estaba preparada para lo que le entregó, guardado en un pulcro sobre blanco: un billete para el Cuddle, uno de los cruceros más populares de la galaxia. Aunque el precio del pasaje no era desorbitado para cualquier ciudadano de clase media, sí resultaba casi inalcanzable para la gente como ellos. Su madre debía de llevar años ahorrando para ese momento. Aquello era un billete hacia el paraíso.

Allí estaba ella, engalanada con su mejor ropa y rodeada miles de seres extraños, sin un solo humano con el que relacionarse. Por suerte, al menos los camareros blorgons hablaban su idioma. Aun así, se encontraba sola. Pero era normal. Nunca había salido de la Tierra hasta ese momento, y pocas eran las especies que hacían escala en un planeta tan pobre y degradado. Los humanos más ricos se habían apresurado a emigrar cuando tuvieron la ocasión. Por eso, los trabajadores eran prácticamente las únicas criaturas que quedaban en el planeta y, además, se habían visto obligados a refugiarse en el subsuelo debido a la contaminación de la atmósfera.

Leela había nacido y crecido en las profundidades de aquel mundo, así que no conocía nada más, ni siquiera las estrellas, salvo por las fotografías de los gastados libros de texto. Ahora, por fin, podía verlo todo en directo.

Una extraña agitación recorría aquella noche el salón. Al parecer, se trataba de una velada especial aunque, debido a los problemas para entenderse con sus compañeros, la chica no había conseguido averiguar de qué se trataba. Aún así, le hacía ilusión que el día de su cumpleaños se celebrara de manera especial. Aunque la fiesta no tuviera nada que ver con su nacimiento, Leela podía fingir lo contrario.

Asomada a uno de los ventanales, sintió cómo el crucero reducía la velocidad. Parecía que se estaba parando junto a algo. Nunca lo había visto desde ese ángulo, pero sabía lo que era: desde la nave, la Tierra parecía tan pequeña… Podía ver las cordilleras alzándose entre nubes tóxicas y los mares ponzoñosos bañando aquella superficie rocosa. Hacía mucho que la vegetación había desaparecido del planeta, así que, desde aquella distancia, la Tierra era una gran esfera gris y oscura. Hermosa, a su manera.

Mientras contemplaba su casa con melancolía, poco a poco, se hizo el silencio en el salón. Todos se movían como un mar embravecido hacia los ventanales. Pronto, Leela se sintió rodeada y tuvo que apretarse más contra el cristal. Pensó en alejarse de allí pero, al volverse, comprobó que resultaría imposible, con tantos cuerpos a su alrededor.

No sabía por qué todo el mundo había sentido aquel repentino interés por su planeta. Quizás tuviera algo que ver con la celebración de la noche, aunque no recordaba que el día de su cumpleaños se celebrara ninguna festividad… Un anuncio empezó a sonar por megafonía pero, con tanta gente a su alrededor, no fue capaz de entender ni una palabra. Pronto la retahíla cesó, si bien sólo por unos instantes. Al poco, la voz del locutor volvió a recorrer la sala. La chica no entendía sus palabras, pero creyó intuir que estaba contando.

Leela contuvo la respiración, pegándose más al cristal, hasta que pudo ver su aliento empañándolo. La última cifra de la cuenta atrás quedó flotando en el aire y, en ese preciso momento, una llamarada de energía envolvió la Tierra. Una ovación se dejó oír por toda la sala mientras ella se llevaba las manos a los ojos, intentando no quedar cegada por aquel brillante espectáculo. Cuando volvió a abrirlos, se encontró con que, donde había estado su planeta, ya no había nada. Absolutamente nada. Ni siquiera estrellas. La negrura lo había reemplazado todo.

Sin asimilar todavía lo que había visto, se dio la vuelta lentamente y empezó a buscar con la mirada a alguien que pudiera entenderla. A su alrededor, sus compañeros de viaje abandonaban los ventanales y se dirigían a la pista de baile charlando tranquilamente. Desesperada, se aferró al brazo del primer blorgon que vio y le preguntó qué estaba pasando, si había salido algo mal durante el viaje o si se estaba acabando el mundo.

El camarero esbozó su mejor sonrisa, tratando de tranquilizarla: “Oh, no, señorita! No es el fin del mundo. Sólo de Mercurio, Venus, la Tierra y Marte. Ya sabe, se calculaba que hoy, por fin, el Sol agotaría su oxígeno y se convertiría en una gigante roja. Espero que haya disfrutado del espectáculo”. Y se alejó con su bandeja traqueteante.

***

10

El último viajero
Javi Palomares

Se tumbó mirando al cielo, a las estrellas. Era lo primero que hacía al aterrizar y lo último antes de despegar. César Tarkowski ya se había tumbado en doscientos cuarenta y dos planetas, ciento diez satélites y otros tantos asteroides; había estado en cuatro galaxias diferentes y viajado por tantos sistemas que apenas podía recordar la mitad de ellos. Aunque había uno que nunca pudo olvidar, o mejor dicho, que le había perseguido toda su vida.
Todos habían oído hablar alguna vez del sistema Zyonk. En cualquier planeta de cualquier galaxia se contaban leyendas sobre él, y en todas ellas se aseguraba que aquel sería el punto exacto donde moriría el universo. El sistema estaba conformado por una veintena de planetas que orbitaban alrededor de cinco estrellas que, a su vez, orbitaban entre ellas. Se decía que nunca había vuelto ninguna expedición que se había adentrado allí, y que la energía que se concentraba hacía que las naves se volatilizaran. Algunas de las leyendas aseguraban que llegaría el día en el que se produciría una explosión que arrasaría el universo; otras historias predecían que tras la muerte de las estrellas, se formaría un agujero negro que acabaría con todo.
Sea como fuere, César todavía era un joven e imprudente viajero, y quería ser el primer hombre en viajar sobre el cementerio de la humanidad. Por entonces ya se habían realizado pequeñas incursiones en el sistema, pero nadie había logrado atravesarlo y salir con vida de él. Y cuando César lo hizo, sus aventuras generaron un revuelo universal. Su fama llegó hasta la última civilización de la última galaxia, y comenzó a ser apodado como El último viajero.
Su nombre resonó como un eco infinito durante años, incluso décadas. Sin embargo, con el paso del tiempo, otros viajeros jóvenes e imprudentes fueron superando su misma hazaña. Los nuevos jóvenes corrían más riesgos y se embarcaban en viajes suicidas. Si morían lo hacían como héroes, si sobrevivían serían eternos. O eso creían ellos.
El último viajero seguía siendo recordado por mucha gente, aunque la mayoría no sabían exactamente de qué lo conocían. Quizás aquel fuera el paso previo para ser olvidado. Pero estando allí, tumbado, le daba igual todo. Acababa de aterrizar en un planeta perdido en mitad del sistema Aneor. Desde el espacio lo divisó como un lunar de luz rodeado de oscuridad. Según se fue acercando comprendió que estaba ante un planeta de paso.
Realizó el aterrizaje en la cara del planeta en la que todavía era de noche y no salió de la nave hasta comprobar las características propias del lugar. La atmósfera estaba compuesta por elementos compatibles con la vida y la gravedad era la idónea teniendo en cuenta el tamaño del planeta. Por otro lado, los días allí duraban poco. Había aterrizado en plena noche y el cielo ya comenzaba a clarear. Saltó de la nave, se tumbó en el suelo y no pasaron más de diez minutos antes de que la luz borrara las estrellas. Sacudió el polvo de los brazos, se dio un par de palmetazos en la espalda y comenzó a caminar hacía las áreas pobladas.
En la lejanía distinguió las luces de neón de un letrero que casi rozaba el cielo. Según se fue acercando consiguió leer: “abierto 8h”. La cafetería era bastante amplia, con decenas de mesas y una barra que se alargaba de una punta a la otra. Había varias camareras sirviendo desayunos y unos cuantos hombres que paseaban de aquí para allá con sus bandejas. César consiguió sentarse en un taburete junto a la barra, donde le atendió una señora que tenía los ojos hundidos en un rostro surcado por arrugas. A los pocos minutos volvió con el café y un plato con un huevo frito y dos finas tiras de bacón.
—¿Cuánto dura aquí un día? —preguntó César.
La señora le miró con recelo.
—Ocho horas —respondió—. Cuatro horas de luz y cuatro de noche. ¿Quieres un lugar para dormir? Tenemos un hotel en la parte de atrás. Si ese no te gusta, hay otro cerca de…
—Era curiosidad, gracias —cortó César.
—Aquí la gente no suele quedarse más de ocho horas —murmuró la señora— ¿Hacia dónde te diriges tú?
—Vuelvo a mi planeta.
La señora volvió a fijar sus ojos en él, analizándole.
—No te veo entusiasmado —afirmó.
—Vuelvo allí porque no tengo ningún otro lugar al que ir —explicó César—. Comienzo a estar mayor y cada vez me cansan más los viajes.
La camarera mostró una sonrisa burlona.
—César Tarkowski, El último viajero, está demasiado viejo para nuevas aventuras. Siempre pensé que morirías en tu nave.
—¿Me conoces?
—¿Cómo no te voy a conocer? Hace unas décadas escuchaba todas tus historias una y otra vez, día tras día. El sistema Zyonk, el aterrizaje de Portgher…Este planeta sirve para poco más que tomar un café y repostar. Todos los que pasan son viajeros, y todos sueñan con vivir la mitad de aventuras que tú.
César miró a su alrededor. Puede que dijera la verdad, pero ya nadie le reconocía. La señora pareció adivinar lo que pensaba y, en un gesto de compasión, apoyó su áspera mano sobre la de él.
—Antes se hablaba mucho de ti.
—Antes —recalcó César.
No hizo falta decir nada más. Tomó un par de cafés más y esperó a que se hiciera de noche. Cuando volvió a su nave lo hizo más cansado que nunca. Se había pasado toda la vida viajando, de aventura en aventura, como siempre había soñado. Y ahora no sabía si se la había pasado huyendo o cumpliendo sueños.
Se tumbó mirando al cielo, a las estrellas. A menudo solía pensar que eran como las personas, como él, brillando en silencio y muriendo lentamente.

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