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Ser rojo, de Javier Argüello

Ser rojo, de Javier Argüello

Ser rojo (Literatura Random House), de Javier Argüello, es la novela de una vida familiar, sin ficción, la historia de tantas familias con destinos marcados por los acontecimientos políticos de sus países, en este caso, Argentina y Chile. Este es la historia de Omar y Lolita, los padres del autor, que se conocieron en un viaje en barco hacia Viena para asistir a un Festival de las juventudes comunistas, hace casi medio siglo. Ahí empieza todo. Personas que entregaron su vida a la lucha por el bien común, por encima del interés individual, y aunque no guardaron ni arrepentimiento ni rencor, esa historia acabó convertida en un sueño roto.

Arguello forma parte de esa vida y ahora sintió la necesidad de contarla. A partir de varias entrevistas a sus padres, rearma una fabulosa y breve narración, trufada de anécdotas, que explican presente y pasado y encierran momentos íntimos, luminosos y de gran honestidad.

Zenda adelanta el primer capítulo de Ser rojo.

1

El avión aterriza en Rusia y me invade una emoción profunda. No la vi venir. De hecho no sé a qué se debe. He llegado para asistir a un festival de cine que se desarrolla en San Petersburgo y que reúne películas de cualquier formato que no sea el largometraje. Hay animaciones y documentales. Yo traje un corto de ficción. Venir a Europa desde Argentina no es algo que uno haga todos los días, así que aprovecho para llegar unas semanas antes y conocer Escandinavia. Visito Oslo en los días sin noche, voy en tren hasta Suecia y recorro los bosques y los lagos. Participo de la fiesta de Midsummer en las islas cercanas a Estocolmo y luego vuelo a Rusia para asistir al festival.

Una mujer de la organización me va a buscar al aeropuerto. Habla muy poco inglés, así que en el trayecto me dedico a mirar por la ventanilla. Poco a poco el campo va dando paso a la ciudad y las casas van creciendo hasta convertirse en edificios, y las calles pequeñas y sin aceras se transforman en anchas avenidas. Me habían dicho que San Petersburgo era una ciudad como de cuento y es verdad, pero es un cuento triste. Los enormes edificios y los majestuosos palacios son grises y están sucios, la gente exhibe un gesto grave en el rostro y los coches y los tranvías son viejos y oscuros y chirrían a cada paso y parece que se fueran a desarmar. El edificio del hotel es hermoso, pero está igual de abandonado que el resto. Mi habitación no tiene cortinas y en esa época la ciudad no conoce la oscuridad. Una nevera, una mesa y una silla completan el escueto mobiliario.

Sin dar tiempo a que me cambie, los de la organización me recogen y me llevan a la ceremonia inaugural. El teatro en el que tiene lugar parece que estuviera en obras. Paneles con cartones escritos a mano anuncian las películas que se exhibirán y a sus autores. Me busco y me divierto intentando leer mi nombre en cirílico: Kcавье Аргуэлло. El director del festival se dirige a los asistentes como un político de pueblo que inaugura un monumento. Tiene el cabello y la barba blancos y parece un tanto desorientado, como si llevara una copa de más. Es cercano, sin embargo, y consigue que disfrutemos de la cadencia de sus palabras. Parece un poco un patriarca que se alegra de ver a la familia reunida. Las mujeres que lo acompañan son hermosas. Los hombres parecen tallados en piedra y tienden a la grandilocuencia al hablar. Cuesta entender la genética que dispuso para ellas semejante delicadeza y para ellos tal tosquedad. En el cóctel que sigue a la ceremonia me mezclo con un grupo que habla en ruso y me limito a sonreír cuando los otros lo hacen. Como no puedo seguir lo que dicen me entretengo con los rostros. Las distancias que separan sus bocas de sus ojos parecen más breves de lo que uno juzgaría adecuado. Para mi sorpresa el idioma tiene un sonido dulce. Nada que ver con la dureza de las erres y de las uves a la que me tienen acostumbrado las películas americanas. Pasa una bandeja con copas de vodka y todos tomamos una. Brindamos y doy un sorbo a la mía, pero al ver que los demás la vacían hago lo mismo. A los tres minutos la situación se repite. A la quinta ronda me tengo que ir a sentar. Los demás mantienen el ritmo durante una hora y media. No puedo creer que sigan de pie y que sean capaces de organizar frases coherentes.

Me dedico a recorrer el edificio. Parece que estuviera abandonado o que sus propietarios hubieran emprendido un largo viaje del que no se sabe cuándo volverán. El suelo está lleno de polvo y el mobiliario está cubierto en gran parte por telas blancas. En un salón vacío me encuentro con un piano. Levanto la tapa y me pongo a tocar la única melodía que conozco: Gymnopédies de Erik Satie. Una de las chicas de la organización se acerca y me pregunta si toco el piano en Argentina. La verdad es que no, ni en Argentina ni en ninguna parte. Vuelvo al hotel andando y con la luz del atardecer empiezo a intuir el señorío de la ciudad en la que me encuentro. Parece ser que era un pantano cuando Pedro el Grande la fundó y a fuerza de tozudez la transformó en la Venecia del norte. Puentes y canales y enormes avenidas y una iglesia ortodoxa con cúpulas de fantasía me hacen caer en la cuenta del lugar al que he llegado. El año es 1997. Hace menos de un siglo Rusia era un país feudal. Hace menos de seis años todavía era la Unión Soviética. La idea de un hombre que trabaja según su capacidad para abastecerse según su necesidad y que no conoce el egoísmo ni la propiedad privada vino a transformar drásticamente aquel panorama rural. Y estalló la revolución y cayeron los zares y se organizaron las comunas. Y los soviets y el politburó. Y el sueño comunista encendió las esperanzas del mundo entero, o al menos de una parte. Y extendiéndose por el mundo cruzó el océano y llegó hasta América, y desde el México zapatista bajó a través de la cordillera de los Andes para encontrarse con la sangre de Tupac Amaru y del Che. Y se extendió por la selva y por el altiplano hasta alcanzar la inmensidad de La Pampa. Una Pampa poblada por gentes venidas de todas partes que habían llegado a la Argentina huyendo del hambre y de la guerra y de distintos tipos de persecuciones. Y entre todos ellos, a un muchacho de un pueblo perdido en la llanura que, recién llegado a la capital y aún deslumbrado por las luces de la gran urbe, oyó hablar de esas ideas y se afilió al partido comunista. Años después el partido lo mandaría a un encuentro de juventudes comunistas en Viena, y en el barco, cruzando el Atlántico, conocería a una joven a la que, con la excusa del festival, sus tías habían enviado a Europa para que viera el mundo. Al volver se casarían y tendrían dos hijos, y ayudados por una beca se irían a vivir a Santiago de Chile justo en el momento en el que la Unidad Popular de Salvador Allende se disponía a instaurar todas aquellas ideas en un país que las había votado. Y en medio de toda esa euforia de sueño cumplido, entre gente descalza que repartía flores por la Alameda, nací yo. De pronto la emoción que sentí cuando el avión tocó tierra en Rusia me resulta menos ajena. Yo no había caído en la cuenta, pero mi cuerpo sí. Llegar a Rusia era de algún modo volver al principio. O a uno de los principios, más bien. De no haber sido por lo que había ocurrido en ese sitio mis padres nunca se hubieran conocido. Y yo no habría nacido en el lugar en el que nací. De pronto lo supe, de pronto tomé conciencia: la historia de mi vida tenía mucho que ver con la historia del lugar al que había llegado.

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Autor: Javier Argüello. Título: Ser rojo. Editorial: Literatura Random House. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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