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Siempre la misma nieve y siempre el mismo tío, de Herta Müller

Siempre la misma nieve y siempre el mismo tío, de Herta Müller

El discurso de agradecimiento de Herta Müller al recibir el Premio Nobel de 2009 comienza así: «La peripecia de una niña que cuida vacas en un valle hasta llegar aquí, hasta el Ayuntamiento de Estocolmo, es muy extraña». No hay textos que expliquen mejor que sus ensayos ese camino desde la aldea rumana hasta el mundo de la gran literatura.

La obra de Herta Müller es una construcción rica y compleja que se nutre de sus experiencias, y como tal refleja la profunda sensibilidad de una autora que se ha posicionado en la defensa de sus ideales más allá de la esfera política, como una forma de concebir el mundo. Los textos que componen este libro hablan de su niñez y de su juventud, relata la persecución que sufrió por parte de los servicios secretos, reflexiona sobre cuestiones de su propia escritura y comenta las lecturas de autores clave para ella por su faceta literaria o política.

Zenda publica las primeras páginas de una obra muy personal de una de las autoras más lúcidas de nuestro tiempo.

Cada palabra sabe del círculo vicioso

«¿Llevas un pañuelo?», me preguntaba mi madre todas las mañanas en la puerta de casa, antes de salir a la calle. Yo no llevaba. Y, como no llevaba, tenía que volver a mi cuarto a coger un pañuelo. No lo llevaba ningún día, porque cada mañana esperaba la pregunta. El pañuelo era la prueba de que mi madre, por la mañana, me cuidaba. En las horas que seguían y para el resto de cosas del día ya tenía que arreglár­melas sola. La pregunta «¿Llevas un pañuelo?» era una mues­tra indirecta de cariño. Una muestra directa habría resultado embarazosa —eso no es cosa de campesinos—. El amor se disfrazaba de pregunta. Solo así se podía expresar en tono seco, como una orden, como cualquier instrucción sobre el trabajo. En tono hosco, incluso subrayaba la ternura. Todas las mañanas me encontraba delante de la puerta: una vez sin pañuelo y la segunda con pañuelo. Y entonces ya sí salía a la calle, como si llevando el pañuelo también se viniera mi madre conmigo.

Y veinte años más tarde estaba viviendo sola en la ciudad, independiente hacía mucho, empleada de traductora en una fábrica de maquinaria. A las cinco de la mañana me levantaba, a las seis y media empezaba el trabajo. Por las mañanas, el al­tavoz emitía el himno dedicado al patio de la fábrica. Durante el descanso para el almuerzo, los coros de trabajadores. Los trabadores que se sentaban a comer, en cambio, tenían los ojos vacíos como la hojalata, las manos manchadas de aceite y llevaban la comida envuelta en papel de periódico. Antes de llevarse a la boca su pedacito de tocino, tenían que rascarle la tinta negra con la navaja. En el tren de aquella rutina pasaron dos años, un día idéntico a otro.

El tercer año, la monotonía de los días se acabó. En una misma semana vino tres veces a mi oficina, siempre a primera hora, un tipo enorme, muy alto y de huesos imponentes, un gigante de los servicios secretos de ojos azules muy brillantes.

La primera vez se quedó de pie, me insultó y salió por la puerta.

La segunda se quitó la cazadora, la colgó de la llave del armario y se sentó. Aquella mañana había llevado yo un ramo de tulipanes de casa y los estaba arreglando en un jarrón. Se dedicó a observarme y elogió mi inusual conocimiento del ser humano. Tenía una voz viscosa. No me dio buena espina. Le discutí el elogio, asegurando que yo sabía de tulipanes, pero no del ser humano. Y añadió con muy mala idea que él sí que sabía de mí, y mucho más que yo de tulipanes. Luego se echó la cazadora al brazo y se fue.

La tercera vez se sentó y fui yo quien se quedó de pie, por­que dejó el maletín encima de mi silla. No me atreví a poner­lo en el suelo. Me insultó llamándome tonta de remate, vaga y zorra más echada a perder que una perra vagabunda. Movió los tulipanes justo hasta el borde del escritorio, y plantó en el medio del tablero una hoja de papel y un bolígrafo. Gritó: ¡escribe! Yo, de pie, me puse a escribir lo que me dictaba: mi nombre y mi fecha de nacimiento y mi dirección. Luego escribí que, con independencia del grado de parentesco más cercano o más lejano, no le diría a nadie que —y entonces lle­gó la palabra horrible— colaborez. Esa palabra ya no la escribí. Dejé el bolígrafo en la mesa, fui hacia la ventana y me asomé a la calle polvorienta. No estaba asfaltada, tenía un montón de baches y casas jorobadas. Aquella ruina de calle sigue lla­mándose hoy Strada Gloriei, calle de la Gloria. En la calle de la Gloria había un gato subido en una morera sin hojas. Era el gato de la fábrica, tenía una oreja rajada. Por encima de él se veía un sol temprano, como un tambor amarillo. Dije: N-am caracterul («No tengo carácter para eso»). Se lo dije a la calle del otro lado de la ventana. La palabra «carácter» puso his­térico al tipo de los servicios secretos. Hizo pedazos el papel y los tiró al suelo. Se le debió de ocurrir que luego tendría que presentarle a su jefe su intento de reclutarme, porque se agachó a recoger los pedacitos y los echó al interior del male­tín. Luego dio un profundo suspiro y, en su derrota, lanzó el jarrón de tulipanes contra la pared. El jarrón se hizo añicos y sonó a crujido, como si hubiera dientes en el aire. Con el ma­letín bajo el brazo añadió en voz baja: «Ya te arrepentirás; te tiraremos al río». Yo dije como para mí misma: «Si firmo eso, no podré seguir viviendo conmigo y tendré que hacerlo yo. Mejor que lo hagan ustedes». Ahí ya estaba abierta la puerta de la oficina y él se había marchado. Y, en la calle de la Gloria, el gato de la fábrica ya se había subido al tejado de un salto. La rama del árbol le servía de trampolín.

Al día siguiente empezaron a hacerme la vida imposible. Tenía que irme de la fábrica. Todas las mañanas, a las seis y media, tenía que presentarme en el despacho del director. Todas las mañanas estaba acompañado por el jefe del sindica­to y el secretario del Partido. Igual que, en tiempos, todas las mañanas me preguntaba mi madre: «¿Llevas un pañuelo?». Todas las mañanas me preguntaba el director: «¿Has encon­trado otro trabajo?». Yo siempre le respondía lo mismo: «No lo estoy buscando. Me gusta trabajar en esta fábrica. Quiero quedarme aquí hasta la jubilación».

Una mañana llegué al trabajo y me encontré con mis grue­sos diccionarios en el suelo del pasillo, junto a la puerta de la oficina. La abrí y, en mi mesa, se sentaba ahora un ingeniero. Dijo: «Aquí se llama a la puerta para entrar. Este es mi sitio, a ti aquí no se te ha perdido nada». Irme a casa no podía, porque eso les habría dado una excusa para despedirme por ausentarme de mi puesto de trabajo sin justificación. No te­nía despacho, y, sin embargo, ahora sí que tenía que acudir al trabajo cada mañana como si no pasara nada; no podía faltar bajo ningún concepto.

Al principio, mi amiga, a la que cada tarde le contaba todo durante el camino de vuelta por aquella misérrima Stra­da Gloriei, me hacía un hueco en su propia mesa. Pero una mañana salió a la puerta de la oficina y me dijo: «No puedo dejarte pasar. Todos dicen que eres una espía». El acoso se había dejado en manos de los de abajo, haciendo correr ese rumor entre los compañeros. Eso fue lo peor. De los ataques te puedes defender; frente a la calumnia estás perdido. Cada día, contaba con que podía pasarme cualquier cosa, incluso perder la vida. Pero con aquella maldad no podía. Ningún cálculo lograba hacerla soportable. La calumnia te inunda de suciedad; te ahogas porque no puedes defenderte. A ojos de mis compañeros era exactamente aquello que me había nega­do a ser. De haberme prestado a espiarlos, habrían confiado en mí sin enterarse de nada. En el fondo, me estaban casti­gando por protegerlos.

Como no podía faltar al trabajo bajo ningún concepto, pero no tenía ni mesa y mi amiga ya no podía dejarme utili­zar la suya, me encontré en las escaleras sin saber qué hacer. Las subí y bajé unas cuantas veces… y, de repente, volví a ser la niña de mi madre, pues «llevaba un pañuelo». Lo extendí en un escalón, entre el primer y el segundo piso, lo alisé bien para que se quedara bien colocado y me senté encima. Me puse los diccionarios en las rodillas y empecé a traducir las descripciones de las máquinas hidráulicas. Yo me había con­vertido en una broma de las escaleras, y mi oficina, en un pa­ñuelo. Durante el descanso para comer, mi amiga se sentaba conmigo. Seguíamos comiendo juntas como antes, primero en mi oficina y después en la suya. Por el altavoz del patio seguían oyéndose los coros de trabajadores con sus cánticos sobre el gozo del pueblo. Mi amiga comía y lloraba por mí. Yo no. Tenía que mantenerme dura. Durante mucho tiempo. Varias semanas eternas, hasta que me despidieron.

Durante aquellas semanas en que fui la broma de las es­caleras, se me ocurrió buscar la palabra «escalera» en el dic­cionario, a ver qué descubría sobre ella. El primer escalón de una escalera se llama «arranque», y el último, «desembarco». La parte horizontal donde se apoya el pie, la «huella», va so­bre la «contrahuella». Curiosamente, en alemán se llama Trep­penwange, que sería literalmente: la «mejilla de la escalera». Y luego el hueco de la escalera se llama también «ojo de la esca­lera». Por mis traducciones conocía palabras muy bonitas que designan las piezas de las máquinas hidráulicas y pringadas

de aceite («cuello de cisne», «cola de golondrina», «tornillo madre»…). De igual modo me dejaban fascinada ahora los poéticos nombres de las partes de la escalera, la belleza del lenguaje técnico. Si la escalera tenía mejillas y ojos… entonces tenía cara. Sean de madera o de piedra, de hormigón o de hierro, ¿cómo es que los seres humanos les ponen su propia cara incluso a las cosas más prosaicas de este mundo? ¿Cómo es que les ponen los nombres de su propia carne al material muerto? ¿Cómo es que lo personifican atribuyéndole partes del cuerpo? ¿Será que los especialistas técnicos solo encuen­tran soportable su trabajo gracias a esta ternura oculta? ¿Será que todos los trabajos de todas las profesiones funcionan se­gún el mismo principio que la pregunta de mi madre por el pañuelo?

En mi infancia, en casa teníamos un cajón de pañuelos. Dentro había dos filas y, en cada una de ellas, a su vez, tres montones diferenciados.

A la izquierda, los pañuelos de caballero para mi padre y mi abuelo.

A la derecha, los pañuelos de señora para mi madre y mi abuela.

En el centro, los pañuelos infantiles para mí.

El cajón era la imagen de nuestra familia en formato de pañuelo. Los pañuelos de caballero eran los más grandes y en los bordes tenían rayas de color oscuro (marrón, gris o gra­nate). Los pañuelos de señora eran más pequeños y con los bordes azul claro, rojo o verde. Los pañuelos infantiles eran los más pequeños y no tenían bordes, aunque en el pequeño cuadrado solía haber alguna florecita o algún animalito pin­tado. De las tres categorías a su vez había pañuelos de diario, los de la fila de delante, y pañuelos de los domingos, los de la fila de atrás. Los domingos, el pañuelo tenía que combinar con el color de la ropa, aunque nadie lo viera.

Nunca hubo objeto en la casa, ni siquiera nosotros mis­mos, tan importante como el pañuelo. Un pañuelo es uni­versal (vale para todo): para los mocos, para la sangre de la nariz, para una herida en una mano, un codo o una rodilla, para llorar o para morderlo y así reprimir el llanto. Un pa­ñuelo mojado y frío en la frente alivia el dolor de cabeza. Con cuatro nudos en las puntas te protege la cabeza de una insolación o de la lluvia. Cuando querías acordarte de algo, hacías un nudo en el pañuelo. Para llevar bolsas pesadas, te envolvías la mano en él. Ondeándolo en el aire decías adiós al tren que salía de la estación. Y como la palabra rumana «tren» se parece mucho a la palabra trän, que en el dialecto del pueblo es «lágrima», en mi cabeza también el chirrido del tren sobre los raíles se asociaba siempre a llorar. En el pueblo, cuando alguien se moría en casa, se apresuraban a sujetarle la barbilla con un pañuelo para mantener cerrada la boca cuando se iniciara el rigor mortis. Si alguien caía muerto al borde del camino, siempre había alguien que le cubría la cara con un pañuelo…, así que el pañuelo era la primera es­tación de su descanso en paz.

En los calurosos días de verano, los padres mandaban a los niños a regar las flores del cementerio a última hora de la tarde. Se iba en pareja o en un grupito de tres, y te quedabas siempre pegado al otro, de tumba en tumba, dándote prisa. Luego te sentabas en los escalones de la capilla, siempre todos bien apretados, mirando cómo de algunas tumbas salían pe­queñas fumatas blancas. El jirón de vapor permanecía un rato flotando en el aire negro y se deshacía. Para nosotros eran las almas de los muertos (tenían formas de animales, de gafas, de botellitas y tazas, de guantes o de calcetines). Y entre ellas, aquí y allá, veías un pañuelo blanco con el borde negro de la noche.

Más adelante, en las conversaciones con Oskar Pastior, du­rante el tiempo en que reunimos juntos el material para la novela sobre su deportación al campo de trabajos forzados en Ucrania, me contó que, una vez, una anciana rusa le había regalado un pañuelo de batista blanca. A lo mejor tenéis suer­te mi hijo y tú, le había dicho, y os dejan volver a casa pronto.

Su hijo tenía la misma edad que Oskar Pastior y estaba tan lejos de casa como él, en la dirección opuesta, le contó la an­ciana, en un batallón de castigo. Oskar Pastior había llamado a su puerta muerto de hambre, con la intención de cambiarle un pedazo de carbón por algo de comida. La señora le hizo pasar y le dio una sopa caliente. Y, como a Pastior le empe­zó a gotear la nariz en el plato, le dio el pañuelo de batista blanca que aún no había estrenado nadie. Con su borde de vainica, puntaditas minuciosas y flores de hilo de seda, el pa­ñuelo era una belleza que abrazaba al mendigo y lo hería al mismo tiempo. Una mezcla: por un lado, consuelo de batista; por otro, una cinta métrica de puntaditas de seda (las rayitas blancas de la escala de la reducción a la miseria extrema). El propio Oskar Pastior era una mezcla para la señora: un per­fecto extraño que viene mendigando y un hijo perdido en el mundo. En aquel doble papel, él se sintió tan afortunado como desbordado por el gesto de una mujer que también era dos personas para él —una rusa desconocida y una madre preocupada que preguntaba: «¿Llevas un pañuelo?»—.

Desde que conozco esta historia, yo también tengo una pre­gunta «¿Llevas un pañuelo?» válida en todas partes, tendida a medio mundo al brillo de la nieve medio congelada y medio derritiéndose. ¿No atraviesa todas las fronteras entre monta­ñas y estepas, hasta internarse en un gigantesco imperio sem­brado de campos de trabajo y de castigo? ¿No hay forma de acabar con la pregunta «¿Llevas un pañuelo?» ni siquiera con la hoz y el martillo, ni siquiera en el estalinismo de la reeduca­ción a través de tantos campos de trabajos forzados?

Aunque hablo rumano desde hace décadas, en aquella con­versación con Oskar Pastior reparé por primera vez en que, en rumano, «pañuelo» se dice batista. De nuevo, topé con la sensualidad de la lengua rumana, que te mete las palabras en el corazón con una sencillez irresistible. El material no da rodeos; se identifica a sí mismo como pañuelo ya terminado, como batista; como si todos los pañuelos de todas partes y en todo momento fueran de batista.

Oskar Pastior guardó el pañuelo en su maleta como reli­quia de una madre doble con un hijo doble. Y, pasados los cinco años de internamiento, se lo llevó a su casa. ¿Por qué? Su pañuelo blanco de batista representaba la esperanza y el miedo. Y, cuando sueltas la esperanza y el miedo, te mueres.

Después de la conversación sobre el pañuelo blanco, pasé media noche componiéndole un collage a Oskar Pastior en una tarjeta blanca.

Aquí hay puntos bailando dice Bea
vas a parar a una copa larga de leche
colada blanca en tina de cinc verde gris
todos los materiales se parecen al final
para que veas
yo soy el viaje en tren y
la cereza en la jabonera
no hables nunca con desconocidos y
sobre la central.

Cuando, a la mañana siguiente, fui a verlo y a regalarle el collage, me dijo: «Tienes que añadir “para Oskar”». Yo dije: «Lo que yo te regale es tuyo. Ya lo sabes…». Y él dijo: «Tienes que añadirlo, que a lo mejor la tarjeta no lo sabe». Así que me llevé la tarjeta de vuelta a casa y pegué las letras: «para Oskar». Y se la volví a regalar a la semana siguiente, como si la primera vez hubiera tenido que volverme desde la puerta sin pañuelo y ahora me encontrase otra vez delante de la puerta con un pañuelo.

Con un pañuelo termina otra historia más:

Mis abuelos tuvieron un hijo llamado Matz. En los años treinta, lo mandaron a estudiar a la Escuela de Comercio de Timisoara, para que así luego se hiciera cargo del negocio de cereales y de la tienda de ultramarinos de la familia. En aquella escuela daban clase profesores del Reich alemán, au­ténticos nazis. Al terminar su formación, quizá pudiera de­cirse que Matz también era comerciante, pero lo que estaba claro es que era un nazi consolidado. Le hicieron un lavado de cerebro en toda regla. Así que, al salir de la escuela, Matz era un nazi ferviente; lo habían cambiado por completo. La­draba consignas antisemitas como un poseso y era del todo impenetrable. Mi abuelo intentó hacerle entrar en razón en varias ocasiones —la fortuna familiar entera se la debían a los créditos que le habían concedido comerciantes judíos amigos—. Y, como eso no sirviera de nada, más de una vez también lo abofeteó. Pero Matz ya tenía el juicio perdido. Se las daba de ideólogo del pueblo, perseguía a los jóvenes de su edad que intentaban zafarse de ir al frente. A él le habían asignado un puesto en una oficina del Ejército rumano. Pero la teoría aprendida quiso que pidiera llevarla a la práctica y se presentó voluntario a las SS para ir al frente. Unos meses más tarde volvió al pueblo para casarse. Después de la lección de los crímenes que se cometían en el frente, recurrió a una fór­mula mágica que habría de servirle para escapar de la guerra unos días. La fórmula rezaba: «permiso matrimonial».

Mi abuela guardaba dos fotos de su hijo en el fondo de un cajón: una fotografía de boda y una fotografía post mortem. En la fotografía de la boda hay una novia de blanco, un palmo más alta que él, delgada y seria (una virgen de escayola). Lle­va una corona de flores de cera que parecen copos de nieve posados en su cabeza. A su lado está Matz con su uniforme nazi. En lugar de un novio, es un soldado. Un soldado que se casa y, para mi abuela, su último soldado que vuelve a casa. Apenas se reincorporó al frente, nos llegó la foto post mortem. En ella se ve lo último que queda de un soldado reventado por una mina. La fotografía tiene más o menos un palmo de tamaño y se ve un campo negro y, en el centro, un pañuelo blanco con un montoncito gris encima, que es la persona. En mitad de todo el negro, el pañuelo blanco se ve tan pequeño como un pañuelo de niño, con un grotesco dibujo en el cen­tro del cuadradito. Para mi abuela, también esa foto tiene su mezcla: lo que se ve sobre el pañuelo blanco es un nazi muer­to; lo que guarda su memoria es un hijo vivo. Mi abuela lle­vó esa imagen doble guardada en su libro de oraciones toda la vida. Rezaba todos los días. Es probable que también sus oraciones tuvieran una doble naturaleza. Es probable que re­flejaran el desgarro que supone que su hijo querido fuera al mismo tiempo un nazi poseso, y también que pusieran a Dios ante la doble súplica de amar a ese hijo y perdonar al nazi.

Mi abuelo había servido en la Primera Guerra Mundial. Sabía bien de lo que hablaba cuando, al respecto de su hijo Matz, decía con frecuencia y con amargura: «Sí, cuando on­dean las banderas, el sano juicio se te va por la trompeta». Esta advertencia era igualmente válida para la dictadura que siguió y en la que yo misma viví. A diario se veía cómo a los oportunistas se les iba el sano juicio por la trompeta. Yo deci­dí no tocar la trompeta.

Eso sí, de niña me obligaron a tocar el acordeón en contra de mi voluntad. Porque teníamos en casa el acordeón rojo del difunto soldado Matz. Los tirantes del acordeón me que­daban larguísimos. Para que no se me resbalaran de los hom­bros, el profesor de acordeón me los sujetaba a la espalda atándolos con un pañuelo.

¿Puede decirse que son justo los objetos más insignifi­cantes —llámense trompeta, acordeón o pañuelo— los que atan las cosas más dispares de la vida?, ¿que los objetos dan vueltas y que, en sus variaciones, hay algo en ellos que obe­dece a la repetición, al círculo vicioso? Se puede creer, pero no se puede decir. Ahora bien, lo que no se puede decir se puede escribir. Porque para eso escribir es una actividad muda, una tarea que va de la cabeza a la mano. La boca se puentea. Yo durante la dictadura hablé mucho, por lo ge­neral porque había decidido no tocar la trompeta. La ma­yoría de las veces, hablar tuvo consecuencias insufribles. Sin embargo, la escritura comenzó en silencio, en las escaleras de la fábrica donde me vi obligada a hacerme a la idea de muchas más cosas de las que se podían decir. Lo sucedido ya no era susceptible de ser articulado hablando. A lo sumo se habría podido hablar de todos los detalles externos aña­didos, pero nunca de su alcance. Eso únicamente alcanzaba yo a deletrearlo sin sonido en el interior de mi cabeza, en el círculo vicioso de las palabras cuando se escribe. Mi re­acción al miedo a la muerte fue el hambre de vivir. Era un hambre de palabras. Únicamente el torbellino de palabras era capaz de comprender mi estado. Deletreaba lo que no podía decirse con la boca. En el círculo vicioso de palabras, yo corría detrás de lo vivido hasta que algo aparecía en una forma en la que, hasta entonces, no lo conocía. En para­lelo a la realidad, se puso en marcha la pantomima de las palabras. La pantomima de las palabras no respeta las di­mensiones reales —lo mismo reduce los hechos principales que expande detalles secundarios—. El círculo vicioso de las palabras se adueña de lo vivido y, de cabeza, lo somete a una especie de lógica onírica. La pantomima no respe­ta nada, nunca deja de ser miedosa y sufre tanta adicción como empacho. El tema de la dictadura está presente de por sí, puesto que la normalidad nunca regresa cuando te la han robado prácticamente por completo. El tema siem­pre está implícito, si bien las que se adueñan de mí son las palabras. Son ellas las que llevan el tema adonde se les an­toja. Ya nada es verdad, y es verdad todo.

Mientras fui la broma de las escaleras, me sentí tan sola como de niña cuando me mandaban al valle a cuidar las vacas. Comía hojas y flores para que me considerasen parte de ellas, puesto que las plantas sabían cómo hacer para vivir, en tanto que yo no lo sabía. Las llamaba por sus nombres. El nombre «cardo de leche» se refería de verdad a la planta pinchosa que tenía los tallos llenos de leche. Otra cosa es que la planta atendiera al nombre de «cardo de leche». Así que también probaba a llamarla por nombres inventados —como «costilla de pinchos» o «cuello de erizo»— en los que no aparecían ni «cardo» ni «leche». En el engaño de todos aquellos nombres de mentira en presencia de las plantas de verdad se abría una grieta al vacío, el ridículo de verme hablando sola en voz alta en vez de con la planta. Con todo, aquel ridículo me hacía bien. Yo cuidaba de las vacas, y la sonoridad de las palabras cuidaba de mí. Y sentía que:

Cada palabra de la cara
sabe algo del círculo vicioso
y no dice nada.

La sonoridad de las palabras sabe que tienen que engañar, porque los objetos también nos engañan con el material del que están hechos, y lo mismo hacen los sentimientos con los gestos que los acompañan. Y en el punto de intersección en­tre el engaño de los materiales y el de los gestos anida la so­noridad de la palabra con su verdad inventada. Al escribir, no se puede decir que se tenga confianza en el engaño, más bien es que el engaño es honesto.

En mi época de la fábrica, siendo la broma de las escaleras y siendo el pañuelo mi oficina, también encontré en el dic­cionario la hermosa expresión «escalera de interés». Se re­fiere a cómo van subiendo los intereses de un préstamo. Los intereses en ascenso suponen, para quien tiene que pagar, un gasto, y para el otro, un beneficio. Al escribir se dan las dos cosas —cuanto más profundizo en el texto, y cuanto más me exprime lo escrito, más sale a la luz lo vivido—, y esto es algo que no se daba en el momento de vivirlo. Son las palabras las que lo descubren, porque antes no lo sabían. Cuando mejor reflejan lo vivido es cuando lo pillan por sorpresa. Se vuelven tan potentes que lo vivido tiene que agarrarse a ellas para no deshacerse.

Me parece que los objetos no conocen su material, que los gestos no conocen sus sentimientos y que las palabras no conocen a la boca que las dice. Sin embargo, para asegurar nuestra propia existencia, necesitamos los objetos, los gestos y las palabras. Cuantas más palabras podamos tomar, más li­bres somos, después de todo. Cuando nos prohíben valernos de la boca, buscamos afirmarnos a través de gestos, incluso a través de objetos. Son más difíciles de interpretar; durante un tiempo se mantienen libres de sospecha. Nos pueden ayudar a enfundarnos de una dignidad que, durante un tiempo, se mantiene libre de sospecha.

Poco antes de nuestra emigración a Alemania, el policía del pueblo se presentó una mañana temprano en casa de mi madre. Ella ya estaba en la puerta cuando le vino a la cabeza «¿Llevas un pañuelo?». No llevaba. Aunque el policía estaba impaciente, mi madre volvió a entrar en la casa a por el pañue­lo. En el puesto de policía, el agente se puso como una furia. Mi madre no sabía suficiente rumano como para entender su vocerío. Después, el policía salió del despacho y cerró la puerta desde fuera. Mi madre se pasó el día allí encerrada. Las primeras horas, se quedó sentada a la mesa llorando. Luego se puso a recorrer la estancia y a limpiar el polvo de los muebles con el pañuelo húmedo de lágrimas. Luego cogió el cubo de agua que había en el rincón, descolgó la toalla del clavo don­de estaba y fregó el suelo. Yo me quedé espantada cuando me lo contó. «Pero ¿cómo se te ocurre limpiarle el despacho a ese tipo?», le pregunté. Y ella, sin ninguna vergüenza, me contes­tó: «Busqué una tarea para que se me pasara el tiempo. Y el despacho estaba sucísimo. Menos mal que llevaba uno de los pañuelos grandes de caballero».

Entonces entendí que aquella humillación añadida pero voluntaria le había servido para ganar dignidad durante el arresto. En un collage le busqué palabras:

Pensé en la rosa firme del corazón
en el alma inútil como un colador
pero el dueño insistió en su empeño:
¿el mando quién se lo lleva?
yo dije: salvar la piel
él gritó: la piel no es nada
más que una mancha de batista humillada
y con poca cabeza.

Me gustaría encontrar una frase para todos aquellos a quie­nes, a diario y hasta hoy en día, una dictadura les roba la dignidad…, aunque fuera una frase con la palabra «pañuelo», aunque fuera la pregunta «¿Llevas un pañuelo?».

¿Es posible que la pregunta del pañuelo en realidad nunca se haya referido al pañuelo, sino a la profunda soledad del ser humano?

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Autora: Herta Müller. Traductora: Isabel García Adánez. Título: Siempre la misma nieve y siempre el mismo tíoEditorial: Siruela. VentaAmazonFnac y Casa del libro.

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