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Sobre el nacionalismo, de Eric Hobsbawn

Sobre el nacionalismo, de Eric Hobsbawn

Los usos del término «nacionalismo» han aumentado vertiginosamente desde hace unos años con la creciente marea de partidos nacionalistas. En esta recopilación de los escritos de Eric Hobsbawm (1917-2012) sobre el nacionalismo, vemos algunas de las consideraciones históricas críticas que aplicó a este asunto tan controvertido. Es este uno de los momentos relevantes, puesto que nos encontramos con que internet y la globalización del capital amenazan con borrar muchas fronteras nacionales. Mientras, y en parte como reacción, el nacionalismo parece resurgir con renovadas fuerzas. Hobsbawm tuvo mucho cuidado de considerar seriamente estos movimientos y no condenar el nacionalismo y el patriotismo como algo simplemente absurdo.

Zenda publica las primeras páginas de la introducción a este libro, escritas por Donald Sassoon.

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INTRODUCCIÓN

Donald Sassoon

A Eric Hobsbawm no le gustaba el nacionalismo. Como escribió en 1988 en una carta dirigida a un historiador nacionalista de izquierdas: «Sigo estando en la curiosa posición de rechazar, desconfiar, desaprobar y temer al nacionalismo allá donde exista, quizá aún más que en la década de 1970, si bien reconozco su enorme fuerza, que se debe aprovechar para progresar, si ello es posible. Y a veces lo es. No podemos dejar que la derecha monopolice la bandera. Pueden lograrse algunas cosas movilizando los sentimientos nacionalistas… Sin embargo, yo no puedo ser nacionalista ni tampoco, en teoría, ningún marxista lo puede ser».

Su antinacionalismo no resulta sorprendente. Era un judío que se oponía al sionismo; un británico que nació en Egipto en el año de la Revolución rusa. Su abuelo era polaco. Su madre, vienesa. Su padre nació en Inglaterra. Sus padres se casaron en Suiza. Su esposa, Marlene, nació en Viena y creció en Mánchester. Él se crio en Viena y Berlín, y era un muchacho cuando los nazis llegaron al poder, una experiencia que le produjo una impresión imperecedera. En su autobiografía escribió que Berlín hizo de él un marxista y comunista de por vida, un proyecto político que, admitió, había fracasado totalmente. «El sueño de la Revolución de Octubre —escribió— sigue habitando en algún lugar dentro de mí… Lo he abandonado, o mejor dicho rechazado, pero no lo he borrado.» La suya no fue una infancia feliz: su padre falleció cuando él tenía doce años, y su madre, cuando tenía catorce.

Es casi como si el término «cosmopolita desarraigado» hubiera sido acuñado para él, de no ser por el hecho de que era muy inglés en sus maneras, aunque un inglés que dominaba cinco idiomas. Con estos antecedentes, no es de extrañar que se acercase al saber convencional —incluyendo la historiografía convencional—, con una buena dosis de escepticismo.

En esta recopilación de los escritos de Hobsbawm sobre el nacionalismo, vemos algunas de sus consideraciones históricas críticas sobre este asunto tan controvertido, lo cual es más relevante que nunca, ya que nos encontramos en el umbral de una era en la que internet y la globalización del capital amenazan con borrar muchas fronteras nacionales mientras que, en parte como reacción, el nacionalismo parece resurgir con renovadas fuerzas.

Los historiadores, explicaba Hobsbawm, «tienen una responsabilidad para con los hechos históricos en general, y a la hora de criticar el abuso político-ideológico de la historia en particular». Si se me permite la expresión, él poseía un poderoso detector de «disparates»; una herramienta esencial en una profesión en la que una inteligencia crítica es tan importante como el buen juicio y la erudición. Hobsbawm reunía todas estas características.

No cabe duda de que le producía cierto placer —aún puedo ver su sonrisa traviesa— señalar que esto del nacionalismo, al que por lo general se considera un asunto antiguo, es, en realidad, algo bastante reciente: ya se trate del certamen de los Jocs Florals (Juegos Florales), reinstaurados en Cataluña en 1859, bajo el lema Patria, Fides, Amor (Patria, Fe, Amor), en una época en la que el nacionalismo catalán no se centraba en la cuestión lingüística, o bien de su equivalente galés, el Eisteddfodau, recuperado ese mismo año, aunque el galés no se normativizó hasta el siglo XX. (Véase «¿Todas las lenguas son iguales?», en esta compilación.)

La historia cuestiona las creencias hasta un punto que no tiene parangón en otras disciplinas. Sostener que la Tierra no está en el centro del universo y que el Sol no gira a su alrededor, o que nuestros ancestros eran monos, puede resultar desestabilizador para las religiones abrahámicas, pues la ciencia parece invalidar las historias aceptadas relativas a la creación, pero, en nuestros tiempos, la mayoría de las religiones han aprendido a soportar la ciencia. Sea como fuere, para la mayoría de la gente —no toda—, que el Sol gire alrededor de la Tierra o al contrario no tiene mayor importancia. La vida sigue. La propia identidad no se ve amenazada. Pero que en la era moderna —es decir, desde el siglo xix— se nos diga que Italia o Alemania son naciones recientemente «inventadas»; que Clodoveo, «el primer rey cristiano de Francia», nació en Bélgica —que por aquel entonces no existía—, y que no hablaba francés, como tampoco lo hacía Carlomagno; que Pakistán fue «inventado» en la década de 1930 —Hobsbawm menciona irónicamente, y más de una vez, un popular libro titulado Five Thousand Years of Pakistan, escrito por el arqueólogo británico Mortimer Wheeler—, puede resultar inquietante para quienes aprendieron todas estas cosas en la escuela y para quienes la identidad nacional es importante. Y hoy las identidades, y no solo las identidades nacionales, son más importantes que nunca.

Hobsbawm es igualmente cáustico con los sionistas que «pasan de puntillas sobre los últimos 1.800 años para volver a los últimos habitantes combatientes de Palestina». Las personas pueden identificarse como judías aunque no vivan en el mismo territorio, no hablen la misma lengua, no sigan los mismos rituales religiosos —o ninguno—, no tengan los mismos antecedentes históricos ni la misma cultura, etc. Para él, «ningún historiador serio de las naciones y el nacionalismo puede ser un nacionalista político comprometido». Y, por ejemplo, dudaba de que un sionista pudiera escribir «una historia de los judíos verdaderamente seria». Los nacionalistas creen que las naciones han existido desde tiempo inmemorial. El cometido de los historiadores consiste en refutar tales afirmaciones.

Los mejores historiadores siempre han sido conscientes de los peligros de la creación de mitos. Tucídides, en el primer capítulo de su Historia de la guerra del Peloponeso, escribió que, en una época tumultuosa, «las antiguas historias de hechos transmitidos por la tradición, pero escasamente confirmadas por la experiencia, de repente dejan de ser increíbles».

Hobsbawm también era perfectamente consciente del poder de la historia. Le gustaba mucho decir que hubo una época en la que pensaba, a modo de consuelo, que los historiadores, a diferencia de los arquitectos y los ingenieros civiles, no podían causar desastres. Con el tiempo, admitió que se había dado cuenta de que la historia, en manos de los nacionalistas, podía causar más muertes que los constructores incompetentes. De ahí la responsabilidad que recae sobre los historiadores, ya que, como solía escribir: «Los historiadores somos al nacionalismo lo que los cultivadores de amapolas son a los adictos a la heroína: proporcionamos la materia prima esencial para el mercado». O variantes de esta afirmación: «La historia es la materia prima de las ideologías nacionalistas, étnicas o fundamentalistas, de la misma manera que las amapolas son la materia prima de la adicción a la heroína».

A continuación, añadiría: «Las naciones sin un pasado son una contradicción en términos, porque el pasado legitima. Lo que hace a una nación es el pasado, lo que justifica a una nación contra las demás es el pasado, y los historiadores son las personas que lo producen. Por tanto, mi profesión, que siempre se ha mezclado con la política, se convierte en un componente esencial del nacionalismo. Más incluso que los etnógrafos, filólogos y otros proveedores de servicios étnicos y nacionales que, por lo general, también han sido movilizados».

Esto nunca le llevó a condenar el nacionalismo y el patriotismo como algo simplemente absurdo. Podemos comprobar el esfuerzo que realizó para comprender el fenómeno —a diferencia de muchos otros autores de izquierdas—, leyendo el texto que escribió durante la guerra de las Malvinas. En un artículo publicado en Marxism Today (en esta recopilación), aceptó que la reivindicación argentina de esas islas, que los llevó a invadirlas en 1982, era absurda, puesto que ningún argentino había vivido allí jamás. Asimismo señaló que el gobierno británico se ocupaba muy poco de esas islas y que, en realidad, la mayoría de los británicos nunca había oído hablar de las Malvinas hasta la invasión argentina. No obstante, cuando esta se produjo, muchos en el Reino Unido se sintieron verdaderamente indignados, mostraron su patriotismo, y cantaron «Rule Britannia» en vez del himno oficial, el no nacionalista y tambien no democrático «Dios salve a la reina», que implora a Dios que «disperse a sus enemigos» y no a nuestros enemigos, esperando que en su «largo reinado… defienda nuestras leyes», en vez de esperar que seamos nosotros los que las defendamos.

En aquella época, muchas personas de izquierdas estaban consternadas e incluso sorprendidas por semejante estallido de nacionalismo británico. No así Hobsbawm: «Cualquier persona de izquierdas que no sea consciente de este arraigado sentimiento y de que este no es una creación de los medios de comunicación… debería reconsiderar seriamente su capacidad para analizar la política». Y, como historiador, recordó a sus lectores que el patriotismo no es algo que se pueda ignorar, y que no debe dejarse en manos de la derecha. No estar de acuerdo con algo no nos da derecho a no intentar comprenderlo.

El punto de partida de Hobsbawm era la relativamente reciente construcción del nacionalismo y de la idea de nación. Lo consideraba (véase La era de la revolución) un fenómeno básicamente europeo. En el siglo xix había muy poco nacionalismo en América Latina, y el que existía era obra de las élites patricias, mientras que las masas católicas seguían pasivas, casi tanto como la población indígena. No podemos hablar de una conciencia colombiana o venezolana, al menos no en la primera mitad del siglo xix y probablemente no hasta el siglo XX. Sin embargo, Japón era una excepción: la restauración Meiji de 1868, cuyo objetivo era resistir al colonialismo europeo y construir una potencia japonesa, fue el síntoma de que el problema nacional había alcanzado al Lejano Oriente (La era del capital), aunque incluso allí era obra de las élites. En gran medida, el nacionalismo fuera de Europa fue una consecuencia del poder imperial europeo.

A finales del siglo XVIII hubo una especie de nacionalismo norteamericano, pero este tenía que ver con liberarse de Inglaterra y poco en común con su versión actual. La guerra civil se libró para preservar la unidad de la nación. Si la secesión del Sur hubiese tenido éxito, reflexiona Hobsbawm, probablemente hubiera dado lugar a «una orgullosa nación sureña».

En Europa, el nacionalismo fue el producto de las «revoluciones duales», la Revolución francesa y la Revolución Industrial británica. Algunos, como el historiador Elie Kedourie —que definió el nacionalismo como una religión política—, sugirieron que la invención del nacionalismo podía remontarse hasta algunos pensadores de la Ilustración alemana como Immanuel Kant y Johann Gottlieb Fichte como respuesta a la ocupación napoleónica del territorio alemán. El que alguien se identificase como «alemán» antes de la unificación de Alemania era, en el mejor de los casos, una identificación cultural y lingüística —aunque muchos hablaban diversos dialectos alemanes—. Así, los habitantes germanohablantes del Imperio austrohúngaro pudieron pensarse a sí mismos como «alemanes» y también como austríacos y católicos. La identidad alemana moderna se desarrolló en la época de Bismarck como consecuencia de las guerras contra los daneses (1864), los austríacos (1866), los franceses (1870), y la instauración del Reich alemán. Los «verdaderos» nacionalistas estaban consternados porque lo consideraban la solución de la Kleindeutschland (la pequeña Alemania), prefiriendo con mucho la Grossdeutschland (la gran Alemania), que hubiera incluido a todos los germanohablantes, incluyendo a los austríacos. Para demostrar lo reciente que es el nacionalismo alemán, Hobsbawm relató las ceremonias celebradas en las escuelas alemanas en 1895-1896 con motivo del 25.º aniversario de la unificación alemana. De manera bastante parecida, los ciudadanos estadounidenses, muchos de los cuales, a finales del siglo xix, no tenían una identidad nacional común, fueron «estadounidensizados» mediante un proceso similar que les inculcó una serie de rituales, como el 4 de Julio o el Día de Acción de Gracias, en los que se conmemoraba una América que les había precedido.

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Autor: Eric Hobsbawn. Traductora: Carme Castells. Título: Sobre el nacionalismo. Editorial: Crítica. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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