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Sobre papeleras y campanarios

Sobre papeleras y campanarios

Leí tus dos relatos y lo hice con interés, aunque tardara un poco. Ya no tengo tiempo para esa clase de cosas, pero tanto insististe que no quiero que lo tomes por indiferencia. Sólo ocurre que estoy mayor y el tiempo de que dispongo prefiero reservarlo, en plan egoísta, para asuntos que me importen mucho: mi trabajo y mis lecturas, por ejemplo. O escaparme un rato al Mediterráneo. Pero como digo, me pusiste difícil esquivarlo. Un lector es un amigo, y con un amigo se cumple. Así que aquí me tienes, cumpliendo, con la esperanza de que también sirva para alguien más. De que ese alguien comprenda y no me enfrente otra vez a estos dilemas.

Salvo un exceso de adjetivos, el primer relato me pareció bien y el segundo, aburrido e innecesario. Ya que pides mi opinión, te diré que el mayor peligro en la escritura temprana, gramática y ortografía aparte, es mezclar los estados de ánimo personales y lo limitado de una biografía juvenil –no limitada por falta de talento, sino por juvenil– con un proyecto literario serio. De ahí a la redacción escolar va poca diferencia. Fatiga la abundancia de jóvenes de ambos sexos para quienes escribir consiste en contar sus peripecias personales como si fueran el ombligo del mundo, ignorando que vida y literatura son mucho más largas, dilatadas y ricas, que hay tiempo para todo, y que el punto de vista cambia con los años, aunque a los veinte uno se crea al cabo de la literatura y la vida. El peligro, si no salen de ahí, es que esos incautos suelen terminar escribiendo lo mismo a los cincuenta; y eso ya sí es grave, porque en adelante, si llegan a publicar –y ahora publica todo el mundo– llenarán las mesas de novedades de aburrimiento y mediocridad.

Dicho lo anterior, puedo añadir que me interesa tu mala leche, y que hay momentos en tus relatos, incluso en el malo, que hacen creer que algún día tendrás mucho que decir. Lo que pasa es que lo que tengas que decir se construirá viviendo, leyendo y escribiendo mucho; esto último no para publicar, sino con destino a la papelera. Que es la mejor amiga del escritor que empieza, del que termina y, en general, de cualquier escritor en todo momento de su vida. Y si uno, papelera aparte, no ha leído y vivido lo suficiente, no sé qué diablos pretende contar. Saber que la vida es una puñetera mierda –lo que puede descubrirse fácilmente a los siete u ocho años de edad– no significa saber o intuir por qué es una puñetera mierda. Sólo cuando alguien está en esa segunda fase, la de saber o intuir, lo que teclea puede interesar a otros. Incluso conseguir que esos otros paguen por leerlo. Hasta entonces, la escritura es más útil para uno mismo que para los demás. Así que, vanidades aparte, y te lo digo en crudo para que te enteres, por ahora no hay ninguna utilidad pública en que publiquen tu rollito personal. De momento no importas un carajo, colega. Hay un tiempo para cada cosa.

Casi nunca doy consejos; pero ya que insistes, diré que tienes talento y sabes mirar. Por eso es probable que un día escribas algo que merezca la pena para otros, además de para ti mismo. Aunque si eso no ocurre, tampoco será grave. Escribir novelas, ensayos o lo que sea no es obligatorio en la vida. Puedes palmar sin hacerlo y no habrá pasado nada; ni en tu caso, ni en el mío. Que te conviertas en escritor de verdad depende de complejos factores: suerte, trabajo, pareja, hijos a los que hay que dar de comer. Cosas así. Pero hasta entonces, si de verdad quieres dedicarte al asunto, sólo cuenta el método que antes mencioné: vivir mucho, leer mucho, mirar alrededor y no sólo hacia ti mismo; educarte para el oficio como si estudiaras una asignatura difícil, que lo es, y apasionante, que también lo es. No tener prisa ni pedir consejo sino a los buenos libros que debes leer: un escritor es responsable de sus errores y sus aciertos, y debe detectarlos solo. Y recuerda que la novela que no se explica por sí misma y necesita cháchara adicional del autor, nunca es una buena novela.

Y un último consejo, puesto que los pides. Si quieres ser alguien viajado, leído y fértil, no te manosees la flor con los nacionalismos paletos y las murgas en vinagre. Una cosa es la tierra y la memoria, legítimas y necesarias, y otra limitar tu obra a lo que se ve desde el campanario de tu pueblo, excepto si lo que anhelas es que sólo te lean los de tu puto pueblo. El mundo de un buen novelista es amplio y rico, capaz de alimentar la obra durante toda su vida y hacerla evolucionar con él. De ahí mi último consejo: para un verdadero escritor, la única patria que merece la pena está en las páginas de los buenos libros. Es lo único que abriga del frío que hace afuera. 

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Publicado el 16 de junio de 2019 en XL Semanal.

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