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Sofia Coppola y su personal heterodoxia

Sofia Coppola y su personal heterodoxia

Ignoro si ese protocolo, tácito, que no escrito, sobre la ocultación de cuanto concierne al suicidio, seguido hasta no hace mucho por los medios de comunicación autóctonos —en la idea de que de este modo se evitaba la proliferación de nuevos asesinos de sí mismos— también marcó la pauta en Estados Unidos. No debió de ser el caso, a raíz de la avidez con que las televisiones llaman a la puerta de las hermanas Lisbon, las adolescentes que protagonizan Las vírgenes suicidas (1999), el brillante primer largometraje con el que Sofia Coppola se dio a conocer en la cartelera internacional.

Seguro que Francis Ford Coppola —lejanos ya los días de Drácula de Bram Stoker (1992), su última obra maestra— se sintió muy orgulloso al ver que su hija —nacida en la Nueva York de 1972 y antigua actriz infantil en tantas de sus películas— había hecho honor al apellido familiar demostrando ser una gran cineasta. Nadie pudo acusar a la entonces nueva realizadora —y no creo que nadie lo haya hecho— de haber medrado mediante ese favoritismo que, por norma general, beneficia a los retoños de los notables que se descubren literatos o artistas.

"Sería negar la evidencia no admitir que últimamente el suicidio consecuencia del acoso escolar es objeto de un auténtico debate social"

Las vírgenes suicidas es una cinta bizarra, por lo infrecuentes que son las películas sobre suicidas púberes, aunque —junto a los accidentes de tráfico— estas muertes provocadas voluntariamente son uno de los apuntes más destacados en los índices de la mortandad entre los adolescentes de los países occidentales. A excepción de Estados Unidos, donde, por desgracia, es algo habitual que un francotirador espontáneo ponga en marcha una matanza en su instituto, en el resto de los países del Primer Mundo a los adolescentes no los matan de un modo significativo ni la violencia ni las enfermedades, ni el resto de los males que, en mayor o menor medida, sí impiden a estas nuevas generaciones del espectro demográfico alcanzar la edad adulta en otros lugares.

Ya sea por lo complejo del asunto —aquí no vale con echarle la culpa a la pornografía o al abuso de Internet—, ya por el silencio que se ha cernido desde antiguo sobre el tema, da la impresión de que no se sabe mucho a este respecto. Se dice que el suicida adolescente lo que busca, en realidad, es pedir ayuda, llamar la atención de sus padres. Pero ese día aciago en que decide acabar con todo, los padres llegan tarde a casa y no pueden llevarlo al hospital para que le laven el estómago o cerrar a tiempo la espita del gas.

"Pese a ser una película eminentemente femenina, está focalizada desde un punto de vista masculino"

Sería negar la evidencia no admitir que últimamente, el suicidio consecuencia del acoso escolar es objeto de un auténtico debate social. Pero en los años 70 —época en que la debutante Coppola localizó su ópera prima—, estas mezquindades de maltratar a los débiles se resolvían a puñetazos en el patio y no parecían preocuparle a nadie quienes no se sabían pegar. Pero ni entonces se imaginaba, ni creo que se haga ahora, que la chica más guapa de clase se pudiera suicidar. Esas son las hermanas Lisbon en la primera historia que Sofia Coppola nos contó. Ni argumental ni cinematográficamente hablando suelen hacerse obras maestras como aquel debut. Fue un auténtico viaje a un terreno desconocido porque, como comenta Cecilia (Hannah Hall) al psicólogo que la atiende después de cortarse las venas: “Nadie sabe lo que pasa en el cerebro de una niña de trece años”.

Las vírgenes suicidas, de Sofia Coppola (1999).

Bizarría y paradoja, esos fueron dos de los parámetros entre los que trabajó la antigua Mary Corleone de El Padrino III (Francis Ford Coppola, 1990). Bizarra porque no se hacen películas sobre vírgenes suicidas —parece haber una divergencia inexorable entre virginidad y suicidio—, ni se plantea que semejante drama pueda existir. Paradójica porque, pese a ser una película eminentemente femenina, está focalizada desde un punto de vista masculino: vemos a Lux Lisbon —Kirsten Dunst, la actriz fetiche de la realizadora— cómo se descubría, al mirarlas de reojo, disimulando, a aquellas que te prendaban en el bachillerato. Y lo hacemos, además, bajo una seductora melodía de Air, el dúo francés de música electrónica con el que la cineasta ha colaborado en numerosas ocasiones.

"El espectro de Cecilia comenzará a aparecérsele a su enamorado en las copas de los árboles. La joven sonríe con ese desdén que puede imaginarse a los muertos que desprecian la vida"

Sí señor, la historia de Las vírgenes suicidas nos la refieren los admiradores de las Lisbon, quienes atesoraron toda una colección de recuerdos de las muchachas cuando se desató el drama y sus cosas acabaron en la basura. Ambientada en una zona residencial del Detroit de los años 70, apenas se sabe que Cecilia (Hanna Hall), la pequeña de las Lisbon, ha intentado quitarse la vida, las televisiones comienzan a rondar el domicilio de las jóvenes en busca de alguna noticia. Al margen de aquel circo que supone para el vecindario, los admiradores de las vírgenes lo son tanto que incluso sostienen que la decadencia de Detroit —que al parecer obedeció al declive de su industria automovilística— sobrevino después de que sus adoradas se quitasen la vida. “Eran mujeres disfrazadas de chicas. Entendían el amor, incluso la muerte. Lo sabían todo sobre nosotros, y nosotros no sabíamos nada de ellas”, las recuerda uno de sus enamorados.

Ya cadáver tras su segundo intento de darse muerte, precipitándose al vacío desde la ventana de su habitación, yendo a quedar ensartada en una verja del jardín, el espectro de Cecilia comenzará a aparecérsele a su enamorado en las copas de los árboles. La joven sonríe con ese desdén que puede imaginarse a los muertos que desprecian la vida.

No abundan, desde luego, las películas con semejante tema. Son tan infrecuentes que, solo por el hecho de acometerlo, puede hablarse de una inquietud heterodoxa en Sofia Coppola. Insólita, inusual, insospechada… pero a la par tan acertada que, si en Hollywood hay un sincero interés por ese talento perdido, que tan alto hizo llegar a la pantalla estadounidense de antaño, esta realizadora hubiera debido tener las mismas facilidades para emplazar su cámara por primera vez aunque hubiese sido hija de un corredor de seguros de Milwaukee.

"A mi entender, ese planteamiento de la amistad entre dos personas que en el cine habitual debían haber sido amantes, fue a ratificar la heterodoxia de la joven Coppola"

Aún aplaudíamos, con todo el entusiasmo que se merece, el extraño romanticismo de la joven Coppola, cuando ella volvió a sorprendernos con otro asunto infrecuente. Tanto como una amistad, propiamente dicha, sin connotación sexual alguna, como la de Nelly y el señor Arnaud (Claude Sautet, 1995), sobre la que gravita Lost in Translation (2003). Bob Harris (Bill Murray), el tipo, por haber sido un actor de éxito —está en Tokio para protagonizar un spot publicitario—, bien podría ser uno de esos seductores otoñales de jovencitas que las camelan —o pretenden camelarlas— como si fueran idiotas. Y Charlotte (Scarlett Johanson) una de esas chicas que juegan a dejarse camelar.

Sin embargo, resultan ser dos compatriotas unidos por la lejanía de su país, que se lo pasan muy bien juntos sin que exista nada sexual entre ellos. A mi entender, ese planteamiento de la amistad entre dos personas que en el cine habitual debían haber sido amantes, fue a ratificar la heterodoxia de la joven Coppola.

Lost in Translation, de Sofia Coppola (2003).

Me parecieron muy injustas las airadas declaraciones que dedicó Alain Delon a la realizadora cuando ella le quiso contratar para interpretar a Luis XV en Maria Antonieta (2006). El rey del polar francés —y uno de los grandes actores de toda la historia del cine europeo— fue a dudar de la capacidad de nuestra cineasta para retratar a un personaje crucial en la historia de Francia. A raíz de aquellas desafortunadas consideraciones, la crítica se hizo eco de las palabras del actor y María Antonieta, desde entonces, pasa por ser una frivolidad que, a mí, desde luego, no me lo parece.

"Y después The Bling Ring, ese espléndido acercamiento a los hijos de la alegre colonia de desahogados de Hollywood"

Simplemente es una versión subjetiva de la soberana guillotinada, especialmente atenta a los caprichos de una reina —la misma que dijo que si el pueblo no tenía pan, que comiera tortas—, y dichos antojos —siempre satisfechos— debieron contar mucho en su reinado. En cualquier caso, la realizadora estadounidense estaba tan capacitada para realizar su propia Maria Antonieta como cualquiera de los historiadores que interpretan la historia de un país que no es el suyo al dictado de quien les paga. No puedo acabar de creerme que se denostase a una realizadora de la talla de Sofia Coppola porque retratase a esta reina a través de sus zapatos y sus pasteles. Seguro que fue por otra cosa.

María Antonieta, de Sofia Coppola (2006).

Y después The Bling Ring, ese espléndido acercamiento a los hijos de la alegre colonia de desahogados de Hollywood, que oscilan entre el culto a los famosos —a quienes no dudan en robar sus pertenencias y así obtener la fama ellos mismos— y la solidaridad: esa ONG que le gustaría fundar a Nikki (Emma Watson), cuando pague las cuentas pendientes con la justicia, resultado de sus robos en casa de Paris Hilton y demás notables.

La seducción (2017), ese remake de El seductor (1971), uno de los mejores títulos de Don Siegel, es la única película de Sofia Coppola que no me ha satisfecho e interesado como el resto de su obra. Carece de la angustia y el erotismo del original: una cinta de sexo y muerte. Pero ello no quita para que la joven Coppola —cuyo cine es totalmente ajeno al de su padre— me siga pareciendo toda una heterodoxa desde el punto de vista de la pantalla femenina que se estila en Hollywood. Su cine, por ejemplo, no tiene nada que ver con la propuesta de Kathryn Bigelow, que aunque también es mujer, se dedica a una pantalla de acción que bien podría estar facturada por cualquier hombre. Verbigracia, su antiguo marido, James Cameron. La mirada de Sofia Coppola es sincera, heterodoxa y me atreveré a decir, sin ánimo de molestar a nadie, femenina… personal. Rabiosamente personal. Al menos, yo no recuerdo ninguna otra como la suya.

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