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Solo la esperanza calma el dolor, de Simone Veil

Solo la esperanza calma el dolor, de Simone Veil

En mayo de 2006, cuando se plantó ante una cámara para contar los 18 meses que pasó en Auchwitz-Birkenau, Simone Veil dijo algo que debemos recordar: que solo con la esperanza de que la Shoah no se olvide o se banalice es posible calmar el dolor de quienes la padecieron.

En Zenda reproducimos un fragmento de Solo la esperanza calma el dolor (Lumen), de Simone Veil.

***

«Solidarias»

Enseguida conocí a Marceline en el campo, porque éramos de las más jóvenes; ella era algo menor que yo. También estaban Sonia y Laurette; Laurette, que era bailarina y bailaba para la jefa de las SS en el campo. Entonces éramos, no sé, al menos diez bastante más jóvenes que las demás. Hay una gran diferencia entre tener quince años y medio, dieciséis, y más de dieciocho. Las que tenían más de dieciocho hablaban de sus amoríos, de su vida que ya tenían hecha. Nosotras éramos las pequeñas, siempre yendo de aquí para allá, escuchándolo todo, buscando la manera de no trabajar… Es curioso, porque mi hermana, la que estuvo en Ravensbrück, me dijo que allá era un poco lo mismo. También había una gran diferencia entre las que tenían más o menos veinte años y las que ya tenían una vida más organizada, las mayores, que siempre encontraban insoportables a las jóvenes… Incluso la actitud de las mujeres de veinticinco años era curiosa; por ejemplo, oí a algunas decir: «Oh, sois jóvenes, no sabéis lo que es la vida. No sabéis lo que os perdéis». Había rivalidades de edad.

Marceline y yo nos hicimos buenas amigas enseguida, junto con otras dos o tres más. Pero en el campo estreché lazos especialmente con Marceline. Intentábamos eludir el trabajo, así que de vez en cuando nos ocultábamos en un rincón. Era más fácil durante la cuarentena que estando en los comandos a los que nos destinaron más adelante. Durante la cuarentena lo conseguimos dos o tres veces; esperábamos, nos escondíamos un momento cuando se iban los comandos y, una vez que se habían ido, todo iba sobre ruedas. Nos quedábamos y recorríamos el campo para intentar ver qué pasaba.

Así fue como nos encontramos con el bloque de las comunistas francesas, de las que ambas guardamos un recuerdo horrible. Como oímos hablar francés, nos alegramos mucho y nos dijimos: «Ah, hay un bloque de francesas»; no sabíamos quiénes eran. Así que nos acercamos. Habían llegado pronto, a finales de 1942 o a principios de 1943, ya no me acuerdo. Y habían empezado a trabajar en el campo en condiciones muy duras. Hubo una epidemia de tifus. Ese día nos acercamos y empezamos a hablar con ellas. Marceline tenía quince años, quince años y medio, yo apenas tenía diecisiete, y prácticamente nos trataron de judías asquerosas: nos dijeron: «la verdad es que, si os hubierais unido a la Resistencia, no estaríais así». Cosas realmente increíbles. Así que más tarde, cuando a Marceline y a mí nos hablaron de la solidaridad en los campos, incluso entre diferentes deportaciones, tengo que decir que… nos volvimos un poco escépticas. Es un recuerdo muy amargo para las dos. Si nos hubieran dicho: «Vale, bien, sois judías…». ¡Pero mostrar tal agresividad hacia nosotras!

Podríamos haberlo olvidado si, por otra parte, no hubiéramos escuchado aquel discurso según el cual había existido una solidaridad general. Recuerdo cuando se programó la serie Holocausto: yo era partidaria de que se difundiera, la había visto antes y me parecía muy interesante, aunque fuera un producto de Hollywood, independientemente de las imágenes y, sobre todo, de las reacciones de la burguesía judía alemana interrogada sobre una posible deportación. No se lo creían. Me recordó exactamente el discurso que había oído en Francia. El padre patriótico, «cómo yo, nosotros, los veteranos…», y exactamente las mismas frases en alemán o en francés. Históricamente, la serie era interesante, no se trataba solo de una imagen de Épinal. Es cierto que los dos episodios sobre la deportación eran muy malos, aunque mostraron cierto número de cosas a la gente que no había visto nada. Después, en el plató, oí decir a algunas personas que, afortunadamente, lo maravilloso del campo era la solidaridad entre todas las mujeres, y que las comunistas habían sido muy solidarias con las judías… Tengo que decir que eso se me quedó atragantado, porque no puedo dar ningún ejemplo. Ese día, así lo afirmé. Sentó mal en el plató.

Es interesante, la cuestión de la solidaridad, porque hubo, a la vez, más y menos de lo que se cuenta. Vivíamos todas hacinadas, ya lo sabemos. Pero, aparte de eso, estaba la familia, o, a menudo, la amiga a la que se había conocido en la prisión, en Drancy o trabajando, y entonces se entablaban pequeñas relaciones solidarias entre personas que lo compartían todo. Yo me fijaba especialmente en las pequeñas polacas o eslovacas que se hicieron jefas de bloque o kapos. A veces eran muy duras, porque llevaban en los guetos desde finales de 1939, habían perdido a toda su familia; en ciertos casos, habían fusilado a treinta o cuarenta personas delante de ellas… Así, sin más, fusiladas. Algunas ocupaban puestos de responsabilidad, llevaban allí mucho tiempo y se habían endurecido terriblemente. Yo me decía que lo único que les quedaba era la capacidad de compartir algo entre ellas. Darían la vida la una por la otra. Sin eso, ya no serían seres humanos, porque no tienen a nadie, nada. Cuando luchan, luchan por sí mismas, pero también por su amiga. Y a pesar de las circunstancias, ese tipo de solidaridad se dio muy a menudo, no solo entre amigas, sino también cuando se veía a alguien pasando grandes penalidades. Contrariamente a lo que se haya podido decir, la gente no cometió barbaridades, en absoluto.

El año pasado, con motivo de la conmemoración, yo estaba en el plató del programa de televisión de Giesbert y un estúpido empezó a decir: «Oh, ya sabemos, los deportados, cómo volvieron…». En fin. Así que le replico: «Pues ya que empieza, diga lo que piensa. ¿Cómo volvimos? ¿A quién matamos para poder volver? ¡Dígalo, no tenga miedo!». Él contesta: «Efectivamente, cabría hacerse esa pregunta». Y yo le respondo: «Ay, señor, es usted un poco idiota». Este intercambio se cortó, por desgracia. Lo lamenté mucho. (págs. 75-78).

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Autora: Simone Veil. Título: Solo la esperanza calma el dolor. Traducción: María Lidia Vázquez Jiménez. Editorial: Lumen. Venta: Todostuslibros.

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