En verano le quise comprar una tablet a mi hija. Fuimos a una tienda muy conocida. Elegí para ella la tablet más barata que tenían. Se la pedí al dependiente.
Y tal vez cuatro años antes de la tablet, y dos años antes del nuevo ordenador, en la misma tienda, exactamente la misma, muy popular, fui con urgencia a comprarme un móvil, porque el que tenía, un Samsung A11 (el más barato) se me acababa de caer en el barrio de San Fermín, a cuya biblioteca había ido de visita, por curiosidad, y la pantalla se había resquebrajado fatalmente contra el suelo, así que, justo a la vuelta, entré en esta tienda tan conocida y elegí el móvil más barato que tenían, que era otro Samsung A11.
Cuando elegí el Samsung A11 nuevo, el dependiente me dijo que no sabía si le quedaban, y enseguida comprobó que no le quedaban, mirando registros en su ordenador. Me dio la opción de llevarme el que estaba expuesto, pero decidí comprarme el segundo Samsung más barato que había, un A25.
Cuando elegí el ordenador nuevo, un HP, el dependiente me dijo que no sabía si le quedaban; si le quedaban (¿se dirá “ejemplares”?) digamos ejemplares de ese ordenador, el más barato de la marca HP, así que lo consultó en sus archivos. No quedaban. Podía yo llevarme en todo caso el ordenador que estaba en el stand, o comprar uno más caro. Me llevé el ordenador que estaba en el stand, el que se conoce como “de muestra”.
Así que, este verano, cuando le pedí al dependiente la tablet más barata que tenían en la tienda, una Samsung A9, y me dijo que iba a mirar si le quedaban, me puse a gritar sin mayores preámbulos, como es lo propio de mi edad y de mi larga experiencia visitando esta firma minorista y comprando la tecnología más barata que exponen, mientras agarraba a mis hijos de la mano y me los llevaba hacia la salida. “¡Siempre decís lo mismo, estoy hasta los cojones!”, puede que le soltara. Y también, cuando me preguntó por segunda vez si quería que consultara si en su almacén quedaban existencias de la tablet más barata que vendían, le dije: “¡No lo mires, la compro en Amazon!” Y, en algún momento intermedio, seguramente exclamé: “Si no la tenéis (la tablet más barata), ¿para qué la vendéis?”.
Luego les expliqué a mis hijos el mundo tan miserable en el que vivimos.
Me pareció muy interesante la estrategia que descubrí, bien es verdad que tras tres timos consecutivos, en esta tienda de tecnología. Hay que apuntar que la promesa de la tablet para mi hija llevaba tiempo caducando y que, cuando fuimos por fin a comprar esa tablet, lo hicimos con una determinación comercial absoluta. Entramos en la tienda sabiendo que íbamos a comprar una tablet, éramos clientes ideales, pues no tardaríamos ni cinco minutos en gastar una apreciable cantidad de dinero. Diría que no había ninguna posibilidad de que saliéramos de esa tienda sin una tablet, y esto es importante.
Porque al elegir la tablet que sin duda compraríamos, en mi ánimo se instaló una enorme felicidad, y sentí incluso una descarga de tensión, pues estaba cumpliendo con la promesa largamente postergada que le había hecho a mi hija, la cual además estaba muy ilusionada con su futura tablet, que veía ya ante sus ojos.
Y ahí, en medio de ese ánimo regocijado, de esa psicología anticipatoria del comprador, es donde entra un genio del marketing, de las ventas o, en fin, de los negocios. Pues se dijo este hombre (seguramente un hombre), quién sabe si en Chicago o en París o en Londres, quién sabe si en el siglo XXI o incluso en el XX; se dijo: ¿y si ponemos como anzuelo un ordenador, una televisión, un móvil barato, y cuando alguien lo quiera comprar, decimos que no nos queda? ¿Cómo reaccionará el cliente? Si ya ha decidido comprar, salir de la tienda con las manos vacías le resultará amargo, por tanto ¿no comprará un producto similar, pero más caro; no gastará 250 euros cuando iba a gastarse 180, sólo por amortiguar su frustración?
Y también se dijo, el hijo de puta: ¿Y no podríamos de hecho redondear la jugada diciéndole que puede llevarse el cacharro de muestra, el que lleva ahí dos meses, el que han toqueteado doscientas personas, babeado dos o tres bebés, aporreado cuatro chavales y hasta lamido un caniche? ¿No es genial venderle a la gente como nuevo, aprovechando su pulsión de compra insatisfecha, cacharros que, de otra forma, tendríamos que tirar a la basura?
Es absolutamente genial, amigo, eso hay que reconocértelo.
También es absolutamente genial idear un engaño que funciona únicamente con los clientes más pobres.
Le conté a un amigo esta impresión mía (que todo estaba calculado y no era cierto que no tuvieran existencias de sus productos más baratos) y me confirmó, casi con rubor, que la televisión de su propia casa era una de esas; una televisión de muestra que se había llevado, a precio de tele sin desembalar, después de que le dijeran en la tienda que no tenían ninguna otra en el almacén. Por supuesto, era la televisión más barata de la tienda.
Durante unos minutos, mientras les repetía a mis hijos una y otra vez la terrible jugada que nos habían querido hacer en aquel comercio (vendernos basura a precio de producto nuevo), me dio por pensar si había sido injusto con el dependiente, pues le había gritado de aquella forma cuando, a fin de cuentas, todo sería un técnica impuesta desde arriba. Y enseguida me dije que no, que aquel dependiente era cómplice, pues se prestaba a hacer el teatrillo de mirar en su ordenador si quedaban existencias de la tablet más barata que vendían, cuando sabía que no quedaban. Sabía yo que no quedaban, y no trabajo en la tienda, no lo iba a saber él.
Así que ya en casa, todavía mareado por la trifulca (no me sale gratis perder los nervios, todo el día está uno de mal cuerpo), entré en Amazon y busqué exactamente esta tablet Samsung A9, y la compré en dos minutos y, doce horas después (ni siquiera 24 horas después), un repartidor de Amazon estaba llamando a mi puerta y me entregó un paquete y yo se lo di a mi hija para que lo abriera, y la niña brillaba de felicidad.
Todo lo cual significa que podéis decir de Amazon lo que queráis, cualquier cosa, menos que son unos tenderos cavernícolas.


Sr. Olmos, pasa lo mismo con todo, no sólo con la tecnología. Estamos en la sociedad del consumo masivo pero, cuando vas a buscar algo específico, no lo encuentras y tienden a colocarte cualquier otra cosa.
Hay macrocadenas de bricolage-decoración, etc. inmensas en las que parece que hay de todo. Como busques una arandela específica, un tapón concreto de fregadero, un elemento eléctrico particular incluso llevas la muestra para que la vean), nunca hay y tienes, según sus consejos, que comprar un fregadero entero (y que te lo coloquen), tienes que cambiar todo el sistema eléctrico o sustituir todo el conjunto del que la arandela es un mínimo componente. Tampoco puedes comprar un simple destornillador. Tienes que adquirir el conjunto de ochocientas herramientas cuyo noventa y nueve por ciento nunca usarás.
Sin embargo, para eso mismo, visitas un pequeño negocio familiar, en un minúsculo local, de los de toda la vida, y el dependiente observa fijamente la muestra que le llevas y va directamente a un lugar de la tienda y te encuentra lo que buscas. Para colmo, te cuesta un precio razonable. El problema es que están desapareciendo. ¡Malditas sean las macrocadenas!
Saludos.
Tampoco es que sea nuevo. Los
Comerciantes siempre han usado tretas para vender mas, o más bien, para ganar más.
Pero a fin de cuentas el cliente es el que tiene la libertad de salir sin comprar e ir a otro sitio. La competencia es la mejor defensa contra los caraduras
Toda la razón. No se puede decir de Amazon que sean unos tenderos cavernícolas, más bien todo lo contrario.
Pero convendrás conmigo, querido Alberto, en que lo que sí se puede decir es que los compradores de Amazon sí sois unos compradores cavernícolas. Tanto en el sentido literal como metafórico.
Un abrazo.
Alberto, este es el peor artículo que te he leído nunca. Una anécdota banal te sirve para un desahogo, sin más. ¿Donde quedó el irónico y divertido Olmos que tanto nos gustaba?. Un modesto consejo: no escribas cabreado. Saludos.