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Sueños de luna

De los milagros que los sueños de la luna regalaba 

(diálogo surrealista)

 

Lo sabían las luciérnagas y los mirlos, el limón y las cerezas de Laponia. Hasta el escorpión, incluso las almendras. Y puede que el alabastro cuando canta al salir el sol en marzo.

—¿Y dónde está el clavel que me prometiste?

—Un olivo me dijo al oído que mañana habrá aguacero.

—Pero yo he hablado con el parchís de lapislázuli y lo niega.

—La sombra de la tarde sugería niebla, no suele confundirse.

—Pues la sábana tendida a poniente estaba tranquila, lo que no deja de tener su aquel.

—¿Y si le preguntamos al enano de Lúzero? ¿No fue prestidigitador?

—No, no, hombre. Ese era el que al amanecer extendía una alfombra del reino del Perú para que los niños nacieran con la música prendida al ombligo.

—Yo me fiaría de la veleta de hojalata.

—Yo del cantueso: predijo el nacimiento del pez espada del aparador y es discreto.

—Puede ser.

—O no: ¿qué puedes perder, una primavera?

—Un rompeolas.

—Visto así…

—O un embarazo sin conocer gorrión.

—Mucho predices.

—Yo solo vaticino.

—¿Te has dado cuenta de que la hiedra de la pared oeste de la casona del fondo de la calle que da al mar suspira cuando llega la hora en que el cartero acude a recoger las cartas?

—Pues… no, cómo me iba a fijar.

—Escucha: ella aspira su llegada porque encima del cable de la luz que se cimbrea sobre la claraboya del sordomudo revolotea el polvo del suelo mezclado con briznas brillantes. Ocurre cuando las piedras blancas y grisáceas se colocan de perfil como si fueran dos ejércitos: de pirita y de pizarra. Entonces se hinchan como si fuera octubre. Y antes de que el reloj de la iglesia cante las seis aspiran las letras de todas las cartas.

—¿Sí?

—Sí. Y se llevan el espíritu de las declaraciones de amor, de las voces de los antepasados y las últimas voluntades de sus hermanos desaparecidos en cruentas guerras del siglo pasado.

—¿Y de eso hace mucho?

—Nadie lo sabe.

—Vaya.

—Eso me lo confesó en secreto el ángel custodio de la cueva del Ayer.

—¿La que está junto al molino del ciego?

—Esa.

—¿Pero te lo dijo el ángel o el enano?

—No veía bien y mis sentidos estaban perturbados.

—¿Por el sueño de la razón?

—Por la envidia.

—?

—Ya no duermo.

—Vaya.

—Ya.

—¿Y eso?

—Las mareas.

—Entiendo.

—No, no son las del océano sino las de mi sien.

—¿Cómo?

—Yo también tengo… poderes.

—¿Como cuáles?

—Veo lo que sueñas los días impares y sólo los que surgen de madrugada.

—¿Y si no sueño?

—Siempre lo haces.

—….

—Me lo enseñó Juan, el del faro.

—Pero ya murió.

—Eso creéis.

—Como para tener secretos contigo.

—Como para tenerlos conmigo mismo.

—Si tú lo dices…

—Yo no digo, presiento.

—¿Y qué presientes de mí?

—Limón y miel

—¿Y eso es bueno?

—Lejos de aquí podría ser

—¿Dónde?

—Lejos de ti.

—¿Tendría que viajar?

—Hacia tu silencio.

—¿Y dónde está?

—Llega antes del amanecer envuelto en confetis que caen como besos de rosas rojas. Y no siempre, claro.

—Duerme, déjate dormir por el veneno de la víbora amarilla sigilosa e insinuante que llora cuando cruzas el perfil del aire.

—O sea, “déjate llevar por las mareas del mar”. Volvemos al principio.

—O al final.

—Es lo mismo.

—¿Tú crees?

—Todo es un carrusel.

—¿De olores, de colores?

—De Navidad. Siempre es Navidad.

—No sé… La última lágrima de Rosalía, que dirán luego las crónicas, fue al Oriente a desposarse con el heredero del príncipe Osita, cayó sobre un cofre carmesí con aliento a marfil y sin embargo con destellos dorados.

—Esto lo insinuó ya el estilita Josué de Alejandría, pero de ello sólo hay habladurías y puede que no se encuentre testimonio alguno.

—¿Entonces?

—Sólo son conjeturas.

—¿Posibles?

—Probables.

—¿Qué diferencia hay?

—Es como el amor: puedes estar enamorado o creer estar enamorado.

—No acabo de entenderlo.

—Mira el envés de tu túnica.

—De azafrán y oro.

—Como el olvido.

—O como la esperanza.

—No seas arrogante.

—Pensé ser sabio.

—Allí, donde tú aspiras, sólo existe una sábana blanca sin final.

—¿Como el cielo?

—Como el dolor.

—¿Del costado?

—Del alma.

—¿Y cómo puede curarse?

—Con azucenas de añil.

—Jamás lo escuché.

—Ni yo hasta que oí el primer canto del ruiseñor una noche pálida.

—¿De nieve?

—Caían copos de coral.

—¿Cuándo? No he oído hablar de ese manto.

—Se evaporaban al tocar la hierba.

—¿Y no sería granizo?

—Eran sueños de la luna.

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