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Federico, el otro escritor de La Mancha

Interior del pub El garaje hermético, en Madrid. Fuente: minube.com

Federico acude todos los días a escribir a las once de la noche a un bar que tiene dentro el chasis de un Mercedes, donde dejaban fumar hasta hace un mes y la chavalería del barrio se jugaba las cervezas en el billar americano que estaba subido un peldaño por encima del resto del local, como si fuera un homenaje al azar o una minúscula entronización de los caprichos y las cabriolas del juego.

Federico, pongámonos de acuerdo en este nombre, regentó durante casi toda su vida una bodega que no llegué a conocer pero que estaba detrás del Auditorio y era lugar de preferencia entre los jóvenes músicos tras acabar los ensayos. Alguno, él mismo lo cuenta, le preguntó si quería ir a un concierto.

—No he ido nunca a uno de música clásica.

—Pues el domingo te estrenas.

El domingo no se sentó en platea, ni en la andanada: escuchó a sus clientes entre bambalinas y de pie. No se desmayó pero casi, así que al año y medio cumplió la promesa que esa mañana de abril se hizo a sí mismo mientras el humo de Debussy le envolvía la calva. ”Cuando eche el cierre al chiringuito me dedico a venir aquí siempre que toquen y sentado”. Y a escribir.

Con la certeza de la exactitud de un reloj de Berna se lustra los zapatos los días de rigor y cuando termina de cenar acude entre semana al local del sedán empotrado con un fajo de papeles recortados en el gabán y un bolígrafo de miniatura para dar rienda suelta a su imaginación que parece no tener fin.

—A mí el que realmente me pone es Borges.

Federico, en el pub.

Siempre se esconde en el mismo rincón, al final de la barra, allá donde nadie le ve, donde sólo mueve la mano y su perfil se confunde con los personajes de Moebius que un chaval del barrio pintó hace años en la pared que protege el billar.

Pide siempre lo mismo. Una cerveza fría y otra del tiempo. Mahou las dos. Nunca tres, ni una. Y fuma que te fuma entre una frase y otra hasta que no se le ocurre cómo seguir.

Federico, que era como le hemos bautizado, tiene un enfisema pulmonar que no sabe cuánto le dará de margen, ni él se lo pregunta. Federico escribe porque le gusta hasta rabiar. Federico no piensa en publicar, sólo en escribir una noche y otra. Y otra más.

—Escribo relatos, que es lo que me sale. Las novelas son muy complicadas.

Federico, cada vez más flaco y la voz más áspera, es de los de biblioteca municipal, paseo solitario por el parque, lentejas, vasito de tinto y fruta de temporada, y siesta sin medida. No tiene televisión ni falta que le hace. Vive solo y tiene el reloj más que nada como adorno.

Federico, ya lo habremos adivinado, es de costumbres escasas pero inalterables. Mientras espera que se enfríe la cerveza en su rincón, hojea el periódico del día que se ha comprado por la mañana y lo clausura completando buena parte del crucigrama. Parece que tuviera una paciencia infinita y en esta segunda vida de goces simples y gozos de franela, un mundo por delante sin límites.

Federico escribe sin prisa, pensando dos veces la frase que va a dibujar. Federico escribe sin parsimonia pero con la contundencia de un herrero. Federico tiene guardados sus cuentos en una carpeta azul oscuro de gomas que antes albergó facturas. Allí reposan las desventuras de sus personajes; y de madrugada, cuando él duerme, ellos (Asunción, Mateo, Jorge) salen silenciosos de las hojas manuscritas, toman cuerpo, estiran las piernas y revolotean por las habitaciones de una casa de aquellas de protección familiar.

A Federico no le gusta hablar de lo suyo, que lo suyo suyo es y no es cuestión de que se airee. Y no porque otro le vaya a copiar las ideas sino por vergüenza, corte o llámelo usted como le venga en gana. Tan suyo es que ni siquiera se ha presentado a ningún concurso literario. Para qué, él escribe para sí. Él es pura literatura sin saberlo. Él es un auténtico letraherido, un hombre que no tiene fortuna pero sí un caudal de fortunas hecho palabras. O para ser más exacto, 27 cuentos de lo que ve en el barrio, de lo que los rótulos de las tiendas le sugieren, del perfume de los colores de los toldos, de los comentarios de las mujeres que vienen de la compra y que caza al vuelo. Y de retazos sin hilvanar de su niñez en una aldea de La Mancha.

A Federico nunca lo invitarán, tal día como hoy, a la entrega del Cervantes a Alcalá de Henares. Y le hacen un favor pues tendría que alquilar un traje y además no le gusta la tuna.

"Federico, que era como le hemos bautizado, tiene un enfisema pulmonar que no sabe cuánto le dará de margen, ni él se lo pregunta"

Federico, ya imaginarán, no tiene ordenador pero sí arrugas y más muescas en la cara que un perro callejero. Pero eso sólo le importa por las mañanas, cuando se afeita. Lo único que le inquieta es que se cierre el pub donde escribe, recuérdenlo, todas las noches. Porque los municipales han visitado el local tres veces en los últimos dos meses y pidieron la documentación a los que estaban fumando.

—José no va a aguantar. Cada vez viene menos gente, tú mismo lo ves. No va a llegar al verano. Y si lo cierra, ¿dónde iré a escribir?

No supe qué contestar.

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