En plena mudanza escribiste “Frágil” en algunas cajas, tú que lo eres para tantas cosas. Cajas que contenían no tanto los objetos delicados, sino aquello que no te atreviste a tirar. Lo frágil es lo que dura, escribió Cernuda.
Cuando cogía un libro, en lo primero que se fijaba era en la última página, en cambio yo siempre me decantaba por leer la primera. Así nos fue: ella adicta a los finales, yo a los inicios; entre ambos, todo un libro con sus intersticios, sus treguas y sus guerras. No todo fue naufragar, cantaba Aute. De aquellos naufragios a tirarnos ahora desde el trampolín, con nuestros miedos como chaleco salvavidas, calculando siempre la distancia adecuada. Le expliqué lo que era la kombucha, un be real, una red flag y le enseñé el TikTok que se mofa de los boomers cuando pedimos la cuenta. Pero también le recordé que el anagrama de Roma es Amor y hablamos del cuento de Zambra que dice “me gusta cómo eres, aunque no sepa cómo eres”. Y nos miramos: hay miradas que son un escrutinio, pero hay otras que son un armisticio.
Sabes que después de la euforia llega la episódica, escalonada y —¿definitiva?— confirmación de la realidad. Sabes, también, que la pregunta más difícil de responder es, precisamente, la más recurrente de las preguntas: ¿Cómo estás?
Nada más empezar la semana más lluviosa del año, te regaló un dibujo con un sol sonriente. Te dijo que si un día llamaba a la puerta de tu casa, sobre todo no la abrieras. Aquello no era una petición, aquello era un ruego o una súplica. Desde entonces pagarías por incumplir esas promesas que, como decía la canción de Iván Ferreiro, no valen nada. Recuerdas ahora cómo la cantasteis, abrazados y desgañitados, con todo el miedo y el deseo a flor de piel, cuando todo estaba empezando y vosotros ni siquiera sabíais lo que vendría después: “Prometo no llamarte más / y no inventar ni mentir. / Prometo no seguir viviendo así. / Prometo no pensar en ti. / Prometo dedicarme solamente a mí…”. Promesas que no valen nada, nada.
Que te llamara una noche desesperada por verte, decidiera llamar al fin a tu casa y rompiera de una vez su promesa: no hay nada que te suscitara mayor deseo que su claudicación.
Te habló de El amor en los tiempos del cólera mientras nos besamos delante de la horrorosa catedral de la Almudena rodeados de turistas que se hacían selfies. “No se puede dar lo que no se tiene y tampoco se puede romper lo que ya está roto”, le hubieras dicho días después cuando nos llenamos de barro en aquel parque. Ella queriendo poner el punto final, pero, al final, los dos siempre acabando por el principio: la electricidad. Le regalaste Éramos unos niños, de Patti Smith, porque eso es lo que erais. Te confesó que le hizo una foto a un acuario lleno de peces, que nunca te llegó a mandar. Si existe un cementerio virtual de los mensajes que se borran y otro que alberga todos aquellos que no nos atrevemos a enviar, tendríamos la memoria de nuestros teléfonos sobrepasada.
Comprasteis, cada uno por vuestro lado, dos entradas para el mismo concierto, sabiendo que muy probablemente no iríais juntos. Tu corazón, como decía la canción, estaba fatal de la cabeza. Os bebisteis un vino que se llamaba Corazón loco y sonreísteis al ver la etiqueta, sobre todo al terminaros la botella. Querríais haber cantado otra vez No puedo vivir sin ti, no hay manera, como en vuestra primera noche, pero no hubo manera. Te mandó una captura de una foto de Instagram que decía: “¿Por qué te da miedo que se vaya alguien que nunca está?”.
Una exnovia te envió una foto desde el Museo de las Relaciones Rotas en Zagreb y, mientras estás escribiendo desde el tren, ves en Instagram que Tinder ha comercializado unos camiones de basura donde desechar los recuerdos de tus ex. También recibes la publicidad de una aplicación que te ayuda a controlar los pensamientos, y aquí el algoritmo va bien encaminado: otra cosa no, pero en pensaros nunca fuisteis extraños. “Te quise más de lo que te imaginé”, escribió.
Te dijo que lo que pasa era siempre mejor que lo que podría haber pasado, pero tú solo pensabas en lo que podría haber pasado. Aprendiste hace tiempo que todo lo que deslumbra no tiene por qué alumbrar, aunque andes ahora cegado por la niebla. Recuerdas el axioma de Faulkner —“Entre la pena y la nada, acabo eligiendo la pena”— y el de Goethe: “Da más fuerza saberse amado que saberse fuerte”. Le atraían los parques de atracciones, pero tú ni siquiera tuviste el valor de reconocer que de pequeño temías a los columpios. Pero si te lo hubiera pedido te habrías montado en una montaña rusa —para montañas, las vuestras— y, así, gritar a todo pulmón todo lo que llevabais dentro, con vuestro vértigo y miedo encima. Te preguntas quién nos obliga a ser valientes, tú que sientes el síndrome del impostor cuando eres el centro de atención, cuando boxeas o, incluso, cuando preparas una barbacoa.
Todo lo vivido existe porque lo has escrito. Y si lo has escrito es porque no lo has perdido del todo, es algo que te llevas de todo esto: datos para Google, el Chat GPT y para tu memoria sentimental. Algo real en una realidad tan llena de nada. Un día agonizarás, pero los restos del naufragio, indemnes a la erosión del tiempo, permanecerán. Puede ser una fantasía tal vez, pero es real: queda escrita. Recuerdas ahora la pregunta retórica que Julian Barnes se formulaba, porque sabía, como tú, la respuesta: “¿Preferirías amar más y sufrir más o amar menos y sufrir menos?”.
Te repites como un mantra lo que Almudena Grandes le explicó a Juan Cruz sobre el amor: “Nunca en mi vida me he sentido tan fuerte, tan plena, tan capaz de poder con todo como cuando te enamoras, cuando pasas por ese estado de gracia extraordinario que hay que valorar mucho porque pasa pocas veces en la vida”. Subrayas la frase: “Hay que valorar mucho porque pasa pocas veces en la vida”. Es un regalo, te diría Almudena, un estado de gracia.
El amor es la espera, explicó Barthes. Es tiempo, es espacio. Aunque al final solo importe el principio, como escribió Luis Alberto de Cuenca. Porque al final lo que más añoras no son los besos ni el deseo ni la complicidad, ni siquiera que alguien, al fin, cuide de ti: al final lo que más añoras son las risas, y las prisas, de los principios.
Aunque sepas que todos los principios son únicos y los finales sean todos iguales. Aunque te enamores siempre muy rápido y te desenamores siempre muy despacio. Aunque suene en tu cabeza “Rugen las flores”, tu canción favorita de Mcenroe: “Y al despertar / tal vez la niebla / vuelva a dejar la puerta abierta”.
Porque tal vez la niebla vuelva a dejar la puerta abierta.


Faulkner nunca escribió “acabo eligiendo la pena”, sino “escogeré la pena” (o, más bien, el dolor): se parecen pero hay un matiz importante (y eso lo sabe muy bien cualquiera que haya leído la novela), aunque que se ve algunos autores y traductores de hoy no te están para muchos matices…