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Testigo de un tiempo incierto, de Javier Solana

Testigo de un tiempo incierto, de Javier Solana

En su nuevo libro, Javier Solana traza un hilo temporal que nos permite entender cómo hemos llegado de la caía del Muro de Berlín a la invasión de Ucrania. El exministro socialista y exsecretario general de la OTAN ha sido testigo de excepción de algunos de los acontecimientos decisivos en la formación del mundo en que vivimos. De ahí que su visión sobre la geopolítica internacional sea de enorme interés.

En Zenda ofrecemos las primeras páginas de Testigo de un tiempo incierto (España), de Javier Solana.

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BREVE NOTA DEL AUTOR

El libro que tienes en tus manos no es una biografía de su autor. Tampoco un libro de historia. Ni, por supuesto, un libro de teoría política. Aspira a ser una narración sobre un periodo fundamental de nuestra historia: desde la caída del Muro de Berlín hasta la invasión rusa de Ucrania, como yo lo viví. Tuve el privilegio de participar en muchos de esos acontecimientos de diferentes maneras, pero de todos tengo forjado un recuerdo especial en mi memoria.

El libro se centra fundamentalmente en cuatro actores esenciales: Europa, Estados Unidos, Rusia y China. Por supuesto, estos no son los únicos. Hay otros actores emergentes, que, si bien no son los protagonistas, no pueden ser olvidados. Son y serán cruciales para entender nuestro mundo.

Son tiempos difíciles. No repetir errores y subrayar las mejores decisiones políticas que se han tomado en las últimas décadas es un deber de todos. Si contribuyo a ello, me daría por satisfecho.

Javier Solana

DE LA CIENCIA A LA POLÍTICA

Siempre quise ser físico. Y me preparé concienzudamente para llegar a serlo. Estudié en la Universidad Complutense de Madrid. Había profesores brillantes y otros banales, como era —en general— nuestra ciencia en aquellos años. En la universidad, tuve la suerte de encontrarme con un grupo de compañeros inteligentes con los que aprendí a debatir sobre ciencia como lo habrían hecho nuestros mayores. Hoy me gusta recordarles. Fue una etapa muy feliz de mi vida.

Hacía tiempo que la política había llegado a la universidad para quedarse. Reuniones, conferencias, manifestaciones y detenciones eran el pan de cada día. En mi último año de carrera, una supuesta reunión ilegal en la que participé —con mi buen amigo José María Maravall— me impidió acabarla el año que me correspondía. Fui sancionado y tuve que repetir el curso. Decidí aprovechar el año «perdido» y me fui a Londres, donde aprendí inglés y me gané algunas libras para vivir. Además, mantuve mi relación con la física a través de unos amigos que conocía del Imperial College, quienes me permitieron acceder a la biblioteca y me invitaron a participar en los seminarios que había para los estudiantes de máster. Fue un buen año para mi formación como físico y como persona, e incluso sentí algo de agradecimiento por el supuesto castigo que me llevó al Reino Unido.

Volví a casa con las ideas claras sobre lo que quería hacer: quería doctorarme en Ciencias Físicas en Estados Unidos. Muchos me aconsejaban que solicitara una beca Fulbright, que por entonces empezaban a ofrecerse en España. Así lo hice y, afortunadamente, me la concedieron. Sin duda, mi nivel de inglés tuvo algo que ver con ello. En Estados Unidos, mi ilusión era trabajar con Nicolás Cabrera, físico de prestigio reconocido, exiliado, quien, tras varios años en el Reino Unido, dirigía con éxito el Departamento de Física de la Universidad de Virginia. Nicolás Cabrera era hijo del profesor Blas Cabrera, uno de los mejores físicos —reconocido internacionalmente— de su generación, quien, desgraciadamente, murió en el exilio.

Cuando me fui a Estados Unidos, también me iba de España, pero no del todo. Don Nicolás —así le llamábamos todos— me recibió en Charlottesville (Estado de Virginia) como si me estuviera esperando desde hacía mucho tiempo. Con él mantuve una relación entrañable, primero en Virginia y después cuando regresamos juntos a España algunos años más tarde.

Llegué a Estados Unidos poco después del asesinato del presidente Kennedy, en 1963, y viví los asesinatos de Martin Luther King y Robert Kennedy, en 1968. Todo ello, con el dramático telón de fondo de la guerra de Vietnam, que conmocionó a la sociedad americana, y muy especialmente a los jóvenes que eran llamados a filas. Muchos de ellos murieron, mientras que otros se libraban de ser enviados a la guerra con «trampas». Otros, directamente, emigraron. Para un español como yo, que llegaba de un país en dictadura, la experiencia en Estados Unidos fue extraordinaria, inolvidable. Participé en la gran manifestación contra la guerra de Vietnam frente al Pentágono, en Washington, así como en las marchas de Nueva York y San Francisco. Era una situación única para mí, por lo que era casi imposible no sumarse a esa marea. Más de veinticinco años después de mi estancia en Estados Unidos, cuando hablábamos de mi posible candidatura al cargo de secretario general de la OTAN (Organización del Tratado del Atlántico Norte), el presidente Clinton me recordó cariñosamente aquellos días. Sonriendo, me dijo: «Conozco tu ficha [de la CIA]… y me gusta, recuerdo aquellos tiempos…».

Salvo notables excepciones, en las carreras de ciencias de las universidades españolas se enseñaba desde la erudición, mientras que en la academia americana, en general, se enseñaba desde la investigación y la curiosidad. Para mí fue una manera distinta de aprender. Hacían fáciles incluso las cosas más complejas. Te enseñaban a usar tus conocimientos, aunque incompletos, con respeto, pero sin miedo. Ese enfoque optimista de la enseñanza me produjo una gran satisfacción y me incorporé a ese modelo rápidamente.

Por entonces, la física de las bajas temperaturas cercanas al cero absoluto (-273 ºC) estaba en el candelero. A esas temperaturas surgían nuevos fenómenos que no parecían tener explicación dentro de la física clásica. Los estados de superconductividad y la superfluidez —es decir, la ausencia de resistencia eléctrica o viscosidad mecánica— dieron mucho que hablar y mucho que investigar. Las aplicaciones reales de dichos estados no eran evidentes. Sin embargo, quedaba fuera de toda duda que suponían un gran avance en el conocimiento de la materia condensada. Un experimento con helio superfluido me atrajo sobremanera. De su explicación salió mi primera publicación internacional y, con algo más de trabajo, pude hacer mi tesis doctoral: la interacción rotón-rotón en helio superfluido.

Había pasado algún tiempo desde mi llegada a Virginia. Un tiempo que también transcurría en España, incluido en la política. A finales de los años sesenta, el ministro de Educación Villar Palasí quiso dar un impulso a la educación universitaria mediante la creación de universidades autónomas en Madrid, Barcelona y el País Vasco, con mayores facilidades para la investigación y la contratación del profesorado. Seguimos con interés esa decisión. Cuanto más se hablaba de ello, más se implicaba don Nicolás, intelectual y sentimentalmente. En septiembre de 1970, don Luis Sánchez Agesta fue nombrado rector de la Universidad Autónoma de Madrid (UAM) y en octubre de 1971 empezaron a impartirse las clases en el Campus de Cantoblanco, que hoy, expandido, sigue siendo uno de los campus universitarios de más prestigio en España. Sorprendentemente, el rector quiso ponerse en contacto con don Nicolás. Hubo después varias conversaciones, a cada cual más positiva.

Ese mismo año, se incorporó a la UAM don Nicolás Cabrera como director del Departamento de Ciencias Físicas y yo como joven profesor. Para mí fue una decisión fácil: Madrid era mi destino natural. Para don Nicolás fue una decisión muy importante, gallarda, propia de una persona extraordinaria. Regresaba del exilio —con Franco vivo— a una institución nueva que debía poner en marcha. En el mundo de las ciencias físicas hubo un antes y un después de la estancia de don Nicolás con nosotros. Personalmente, el periodo que viví con él en Virginia, más el inesperado que compartimos en España, son de los mejores regalos que me ha dado la vida, y haber contribuido a su regreso a España me satisface enormemente.

A partir de ahí, la historia de nuestro país se aceleró. El 20 de noviembre de 1975 murió Franco. La legalización de los partidos políticos se hizo realidad, y el miércoles 15 de junio de 1977 se celebraron elecciones democráticas que, de facto, por presión política y social, acabaron siendo constituyentes. España comenzaba su andadura hacia la democracia, y organizar la vida política en la España democrática iba a requerir un gran esfuerzo colectivo. Fui consciente de que en algún momento tendría que elegir. No fue fácil abandonar la física, pero don Nicolás se quedaba en España. El momento político del país era único.

Mis relaciones con el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) venían desde mis años de estudiante universitario. Formaba parte de la dirección del partido y en las elecciones a las Cortes Constituyentes figuré como número dos de las listas por Madrid tras Felipe González. Cuando el PSOE ganó las elecciones generales de 1982, vivimos un momento de gran alegría, naturalmente. Los socialistas teníamos una tarea histórica por delante.

Durante el primer Gobierno de Felipe González encabecé el Ministerio de Cultura, y como ministro inauguré el Museo Reina Sofía y fui responsable de la limpieza de Las Meninas, asunto que se llevaba discutiendo durante años. En una conversación con Felipe González le hablé de ello y recibí un mensaje certero del presidente: «Haz lo que creas que debes hacer, pero no te olvides de que, si nos sale mal, caerá el Gobierno… para siempre». Afortunadamente, la operación salió de maravilla. También negocié con la familia Thyssen la llegada a España de la magnífica colección de pintura del barón Heini Thyssen, que se encontraba en Suiza y finalmente logramos que se quedara en nuestro país. Para todo ello, tuve a dos colaboradores extraordinarios, irrepetibles: Miguel Satrústegui y Juby Bustamante.

Durante esos años en el Ministerio de Cultura, y como encargado del deporte español, tomé parte en representación del Gobierno en la organización de los Juegos Olímpicos de Barcelona, que finalmente se celebraron en 1992. Tuve el placer de contar con un gran equipo encabezado por Javier Gómez Navarro, secretario de Estado para el Deporte y presidente del Consejo Superior de Deportes, quien hizo un magnífico trabajo para que los Juegos Olímpicos de Barcelona fueran un éxito, como finalmente ocurrió.

En 1988 me reencontré con la ciencia. Fui nombrado ministro de Educación y Ciencia. El ministerio tenía dos secretarías de Estado. Para la de Educación designé a Alfredo Pérez Rubalcaba, con quien aprobamos la Ley Orgánica de Ordenación General del Sistema Educativo de España (LOGSE), una ley que, entre otras cosas, amplió la enseñanza obligatoria hasta los dieciséis años. La otra secretaría era la de Universidades e Investigación, que ocupó Juan Manuel Rojo Alaminos, físico muy respetado del grupo de don Nicolás en la Universidad Autónoma de Madrid. El subsecretario de Educación y Ciencia, Enrique Guerrero, fue el hombre transversal, indispensable para el ministerio. Durante esos años no hice ciencia directamente, pero convertí en norma todo lo necesario para que en España se pudiera hacer más y mejor ciencia, siguiendo el espíritu de don Nicolás.

El 24 de julio de 1992 dejé de ser ministro de Educación cuando fui nombrado ministro de Asuntos Exteriores del Gobierno de España, dando comienzo a un recorrido en la política internacional que, a partir de 1995, me llevaría a ser secretario general de la OTAN y, en 1999, a la recién creada posición de alto representante para la Política Exterior y de Seguridad Común de la Unión Europea. Dejé la ciencia como actividad profesional, pero a lo largo del ejercicio de mis responsabilidades políticas traté de preservar el rigor del científico para afrontar la plasticidad de la política.

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Autor: Javier Solana. Título: Testigo de un tiempo incierto. Editorial: Espasa. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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