Todo lo que dices cuando dices que no pasa nada. Todo lo que callas, todo lo que quieres expresar y no te atreves, todos los miedos que se camuflan en otros miedos. Todos los silencios que hay en una medio verdad o, como escribió Vargas Llosa, toda la verdad de las mentiras. Admitámoslo: somos lo que hacemos y decimos, no lo que queremos hacer, ni lo que queríamos decir.
Los discos tenían cara A, donde se podía escuchar la canción de éxito, y luego una cara B que escondía la desechada. Tu siempre más cerca de las caras B que del hit. Como cuando decías que habías dormido bien y no habías pegado ojo en toda la noche. Como cuando querías abrazarla y siempre sobraba un brazo.
Nos conocimos a dos mil metros de altura, nunca volvimos a estar tan alto. Ella arriesgó cuando decidió aparcar su coche tan cerca del barranco, qué vista la suya cuando me pidió ayuda. Yo que no sabía ni cómo se abría el capó. Ahí estábamos los dos, al borde del abismo, literal. Y ahí nos quedamos: el coche sin arrancar y los dos al borde de nuestros vértigos, literal. “Las corrientes del tiempo nunca son iguales para dos personas, ni siquiera tratándose de amantes”, escribe Kawabata. Todas las historias de amor cuentan, al menos, dos historias. A veces tres, a veces incluso cuatro.
Ella siempre feliz cuando estaba lejos; ella siempre intrusa cuando estábamos cerca: la dificultad de acoplarse a los ritmos, los cuerpos, las logísticas y las expectativas, o la dificultad de entender a esa invitada que se presentaba siempre sin avisar: la realidad, que “se abre sola y no se deja cerrar”, como escribió Szymborska.
Que nos quieran como somos, no como nos imaginan, me dijo. No eres nadie hasta que te nombran: es mi padre, es mi jefe, es mi novio. Somos lo que contamos, aunque no sepamos hacerlo y la verdad se camufle en las rendijas de un post de Instagram o la clave de tu cuenta siga teniendo la fecha del cumpleaños de tu primer amor.
Tenemos tomates que saben a tomates, me dice la frutera. Nada tan real. No es tanto, pero lo es todo.
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