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Tokyo Vice, de Jake Adelstein

Tokyo Vice, de Jake Adelstein

Jake Adelstein, álter ego de Roberto Saviano, mezcla en Tokyo Vice (Península) la investigación periodística y el relato de iniciación. Un fenómeno literario mundial que obligó a la familia del autor a vivir bajo protección policial. Adaptada por Michael Mann en una serie para HBO.

Zenda publica las primeras páginas.

***

Diez mil cigarrillos

—Haz que esa información desaparezca o te haremos desaparecer a ti. Y quizá a tu familia. Pero empezaremos con ellos, para que aprendas la lección antes de morir.

El sicario, bien vestido, hablaba muy despacio, como se les habla a los imbéciles o a los niños, o como los japoneses les hablan a veces a los extranjeros que no se enteran de nada.

No parecía que pudiera haber dudas sobre lo que me estaba proponiendo.

—Olvídate de este asunto y deja tu trabajo, y será como si nada hubiera pasado. Escribe el artículo y no habrá ningún lugar de este país en el que puedas esconderte de nosotros. ¿Lo has entendido?

No es aconsejable tener en contra a la Yamaguchi-gumi, la mayor organización criminal de Japón. Tiene más de cuarenta mil miembros, y eso es cabrear a mucha gente.

La mafia japonesa. Puedes llamarla yakuza, pero muchos de ellos prefieren llamarse a sí mismos gokudo, que significa literalmente «el camino final». La Yamaguchi-gumi ocupa la cúspide del vertedero gokudo. Y entre las muchas facciones que componen la Yamaguchi-gumi, la Goto-gumi, con más de nueve mil miembros, es la peor de todas. Cortan la cara a directores de cine, lanzan a personas de balcones de hotel, asaltan viviendas con excavadoras… Cosas así.

El hombre que se sentaba al otro lado de la mesa y que me ofrecía ese trato pertenecía a la Goto-gumi.

No utilizaba un tono amenazante. No me miraba con expresión desagradable ni entrecerraba los ojos. Salvo por el traje negro, ni siquiera parecía un yakuza. No le faltaba ningún dedo. No arrastraba las erres como los malos de las películas. Como mucho, recordaba a un camarero algo malhumorado, de los que sirven en los restaurantes de categoría.

Dejó que la ceniza de su cigarrillo cayera sobre la alfombra y luego lo apagó en el cenicero sin grandes aspavientos. Se encendió otro con un mechero Dunhill chapado en oro. Fumaba cigarros de la marca Hope. Cajetilla blanca, letras en mayúscula —los periodistas nos fijamos en ese tipo de cosas—, aunque aquellos no eran cigarrillos Hope normales. Eran más cortos y más gruesos. Con un porcentaje más elevado de nicotina; letales.

El yakuza había acudido a aquel encuentro con otro matón que no dijo absolutamente nada. El Hombre Silencioso era delgado y de piel oscura, con un rostro caballuno y un peinado largo y alborotado teñido de naranja al estilo chahatsu. Llevaba un traje negro idéntico al de su compañero.

Yo había ido acompañado de Chiaki Sekiguchi, un agente de policía raso que había formado parte de la unidad contra el crimen organizado de la prefectura de Saitama. Era un poco más alto que yo, su piel era casi tan oscura como la mía, le sobraban algunos kilos, tenía los ojos hundidos y llevaba el pelo como Elvis en la década de los cincuenta. A menudo lo confundían con un yakuza. Si hubiese escogido ese camino, estoy seguro de que habría sido un criminal muy respetado. Era un buen policía, un estupendo amigo —mi mentor, en muchos sentidos—, y había sido idea suya acompañarme. Lo miré de reojo. Levantó las cejas, inclinó la cabeza a un lado y se encogió de hombros. No iba a darme más consejos. No en aquel momento. Me había quedado solo.

—¿Te importa si me fumo un cigarrillo mientras lo pienso?

—Adelante —dijo él, más reservado que yo.

Saqué de la chaqueta de mi traje una cajetilla de Gudang Garam, una marca de cigarrillos indonesios de clavo de olor. Llevaban nicotina y alquitrán, y olían a incienso, lo que me llevó a pensar en la temporada que pasé en un monasterio zen durante mis años universitarios. Quizá debería haberme hecho monje budista. Era un poco tarde ya para eso.

Me puse uno en la boca y, mientras buscaba a tientas mi mechero, el sicario encendió su Dunhill hábilmente, me lo acercó y lo mantuvo allí hasta estar seguro de que el cigarrillo había prendido. Era muy servicial. Muy profesional.

Me quedé mirando el espeso humo que salía flotando del extremo del cigarrillo; las hojas de clavo se partían y crepitaban al arder cada vez que yo inhalaba. Me pareció que el mundo se había quedado en silencio y que aquel era el único sonido que se oía. Las hojas se partían, crepitaban, chispeaban. El clavo tiende a hacer eso. Deseé que las chispas no dejaran un agujero en mi traje o en el suyo; aunque, tras pensarlo un poco, me di cuenta de que en realidad me daba igual.

No sabía qué decir ni qué hacer. No tenía ni idea. El material que tenía no bastaba para escribir un artículo sobre el asunto. Joder, para mí aquello ni siquiera era un asunto. Aún. Él no lo sabía, pero yo sí. La información que tenía daba justo para estar metido en aquel desagradable cara a cara, pero para nada más. Quizá todo aquello tenía un lado bueno.

Quizá había llegado el momento de volver a casa. Sí, estaba cansado de trabajar 84 horas a la semana. Estaba cansado de llegar a casa a las dos de la madrugada y de salir de casa a las cinco. Estaba cansado de estar siempre cansado. Cansado de perseguir primicias.

Cansado de que la competencia me pisara las primicias. Cansado de enfrentarme a seis plazos de entrega al día: tres por la mañana, para la edición vespertina, y tres por la noche, para la edición matinal. Cansado de levantarme con resaca un día sí y otro no.

No me pareció que fuera de farol. Parecía muy sincero. Tal como lo veía él, el artículo que yo quería escribir acabaría con la vida de su jefe. No directamente, pero ese sería el resultado. Y su jefe era su oyabun, alguien que ejercía para él las funciones de un padre. Tadamasa Goto, el gánster más famoso de todo Japón. De modo que, por supuesto, le parecía que estaba justificado matarme.

Aun así, si yo cumplía con mi parte del trato, ¿cumplirían ellos con la suya? El verdadero problema era que yo no podía escribir el artículo. Aún no tenía toda la información. Aunque no podía dejar que lo supieran.

Lo único que yo sabía era que, en el verano de 2001, Tadamasa Goto había recibido un trasplante de hígado en la Unidad de Oncología Hepática Dumont- UCLA, de la Universidad de California, en Los Ángeles. Yo sabía, o creía que sabía, el nombre del doctor que había llevado a cabo el trasplante. Sabía, aproximadamente, lo que Goto había pagado para conseguir un hígado: cerca de un millón de dólares, según algunas fuentes; tres millones, según otras. Sabía que una parte del dinero destinado a pagar sus gastos hospitalarios había llegado a Estados Unidos a través de la sucursal en Tokio de un casino de Las Vegas. Lo que no sabía era cómo había podido entrar en Estados Unidos un tipo así. Debía de haber falsificado un pasaporte o sobornado a un político japonés o estadounidense. Algo olía mal ahí. Las autoridades del Servicio de Control de Inmigración y Aduanas, el FBI y la Administración de Control de Drogas lo vigilaban. Estaba en la lista negra. No tendría que haber podido entrar en Estados Unidos.

Estaba seguro de que había una gran historia detrás del viaje de Goto y de su operación. Por eso llevaba meses trabajando en ella. Sospechaba que alguien me había delatado mientras lo hacía.

Me di cuenta de que me temblaban las manos. El cigarrillo parecía haberse evaporado en mis dedos mientras pensaba.

Me encendí otro cigarrillo. Y me pregunté cómo coño había acabado allí.

No podía equivocarme. No habría un segundo encuentro. No podría imprimir más tarde una fe de erratas. Noté que me invadía la angustia, que se me cerraba el estómago, que me temblaba el párpado del ojo izquierdo.

Llevaba más de doce años en aquel trabajo y la perspectiva de dejarlo empezaba a apetecerme. Pero no así. ¿Cómo había llegado hasta allí? Era una buena pregunta. Era una pregunta mejor que la que me estaban haciendo en aquel momento.

Me perdí en mis pensamientos. Perdí la cuenta del número de cigarrillos que me había fumado.

«Haz que esa información desaparezca o te haremos desaparecer a ti», había dicho el sicario. Aquella había sido la propuesta.

No me quedaban cartas por jugar y tampoco cigarrillos.

Tragué saliva, exhalé, tragué más saliva y a continuación musité mi respuesta.

—Hecho —dije—. No escribiré… el reportaje… en el Yomiuri.

—Bien. —Parecía satisfecho de sí mismo—. Yo, en tu lugar, me iría de Japón. El viejo no está contento. Tienes mujer y dos hijos, ¿verdad? Tómate unas vacaciones. Tómate unas largas vacaciones. Quizá sea buena idea buscar otro trabajo.

Todos nos pusimos en pie. Las reverencias fueron mínimas; en realidad, más bien fueron inclinaciones de cabeza de tres centímetros hechas sin apartar la mirada, con los ojos muy abiertos, del interlocutor.

En cuanto el matón y su ayudante se marcharon, me volví hacia Sekiguchi. —¿Crees que he hecho lo que debía? —pregunté.

Me puso la mano en el hombro y me lo apretó un poco.

—Has hecho lo único que podías hacer. De modo que has hecho lo que debías. No hay ninguna noticia por la que valga la pena morir, ninguna noticia por la que valga la pena que muera tu familia. Los héroes no son más que personas que se han quedado sin opciones. A ti te quedaba una opción. Has escogido bien.

Me notaba aturdido.

Sekiguchi me condujo a la salida del hotel y nos metimos en un taxi. En Shinjuku encontramos una cafetería. Nos sentamos a una mesa apartada. Sekiguchi sacó sus cigarrillos y me ofreció uno, que a continuación encendió.

—Jake —empezó—, ya estabas pensando en dejar el periódico. Ahora podría ser el momento. No eres un cobarde por hacerlo. No te quedan más cartas por jugar. Los tipos de la Inagawa-kai y de la Sumiyoshi-kai son angelitos comparados con estos. Joder, no sé por qué lo del trasplante en Estados Unidos le preocupa tanto a Goto, pero debe de haber una razón, y de las gordas, que hace que no quiera que se sepa. Da igual la que sea, pero para él es importante. Déjalo estar.

Luego Sekiguchi me dio un golpecito en el hombro para asegurarse de que le estaba prestando atención.

—Déjalo estar —continuó mirándome a los ojos con intensidad afilada—, pero no renuncies a seguir investigando. Averigua a qué le tiene miedo ese cabrón. Necesitas saberlo porque la paz que has firmado con ese hombre no durará para siempre. Te lo garantizo. Esos tipos no olvidan. Necesitas saber qué es. Si no, seguirás viviendo con miedo el resto de tu vida. A veces hace falta retirarse para contratacar. No dejes de investigar. Espera. Espera un año, dos años si hace falta. Pero averigua la verdad. Eres periodista. Ese es tu trabajo. Es tu vocación. Es lo que te ha traído hasta aquí.

»Averigua qué es lo que no quiere que la gente descubra, qué es lo que no quiere que la gente sepa. Porque está asustado. Tanto como para ir a por ti como lo ha hecho. Cuando lo sepas, podrás jugar esa carta. Hazlo con cuidado. Y, después, tendrás la oportunidad de volver a hacer lo que quieras.

»Cuando me pusieron a regular el tráfico de nuevo por la trampa que me tendió alguien, uno de los míos, para que me degradaran, estuve a punto de dejar el cuerpo. Sentía la tentación de dejarlo cada día. No puedes imaginarte lo que es ser detective y que te obliguen a poner multas de tráfico porque un imbécil inmoral e inseguro no es capaz de ascender de ninguna otra manera. Pero yo tenía una familia. No era una decisión que me afectara solo a mí. De modo que esperé. Tuve que tragarme mi orgullo, un día tras otro. Pero el tiempo pasa y, al final, las cosas cambiaron, pude decir cómo veía yo las cosas y ahora vuelvo a hacer lo que se me da bien hacer. Y tú estás en el mismo barco, Jake. No tires la toalla.

Sekiguchi tenía razón, claro. Aquello no era el final.

Pero mejor no me adelanto.

Hubo un tiempo en el que no me dedicaba a tocarle las pelotas a la yakuza, en el que no era un experiodista harto de su trabajo, con insomnio crónico y que fumaba un cigarrillo tras otro. Hubo un tiempo en el que no conocía al detective Sekiguchi ni había oído el nombre de Tadamasa Goto, en el que ni siquiera sabía escribir un artículo decente sobre ladrones de bolsos en japonés, y la yakuza era algo de lo que solo había oído hablar en las películas.

Hubo un tiempo en el que estaba seguro de formar parte del bando correcto. Es como si hiciera mucho de eso.

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Autor: Jake Adelstein. Traductora: Ana Camallonga. Título: Tokyo Vice. Editorial: Península. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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