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Tu tumba con unas flores de tela

Tu tumba con unas flores de tela

La escena era ridícula. Un hijo buscando la tumba de su padre en una hilera de sepulcros cuidados, floreados, un día luminoso, entre calles numeradas, arriba y abajo, cada vez más perdido, más cabreado. Dos filas más abajo, Teresa, paciente, pensando si en realidad lo que ocurría es que, una vez más, el “es aquí, joder, no lo entiendo” obedecía a esa pajolera manía de fiarme tanto de mi memoria visual y renunciar a hacerlo de la numérica.

Pero no dijo nada. Hacía calor y mis calenturas trataba de enfriarlas con su sonrisa comprensiva, cariñosa. Ni atisbo de un “te lo dije, cariño, es mejor recordar la calle, el número”.

Me sentí ridículo, un mal hijo que no visitaba a su padre desde antes de verano. Pedí a Teresa que sujetara el ramo mientras trataba de secarme el sudor que inundaba todo mi cuerpo. Y seguí buscando. No sé si fueron diez o quince minutos, sí que se me hicieron eternos. Desbordado, balanceándome con mis andares oscilantes de esclerótico, con la cabeza gacha, fui leyendo las lápidas mientras trataba de borrar esa sensación de culpabilidad, atemperar el cabreo, enfriar el cuerpo y centrarme en pisar en firme en un suelo húmedo y blando.

Llamé a uno de mis hermanos, afortunadamente no me lo cogió. Seguí leyendo… “Tu familia que te quiere, te fuiste demasiado pronto, mamá te amará siempre, orgullosos de ti…”. Nada.

"No eran unas flores secas por el tiempo pasado desde la última visita, tampoco unas frescas porque, antes que yo, estuvieron mi madre o mis hermanos"

Es culpa mía, debí pedir que repasaran la lápida, pensé. Culpa mía, sí, joder. Volví sobre mis pasos una vez más, tratando de encontrar esa frase hermosa que mis hermanos y yo pedimos que grabaran en el granito en memoria de nuestro padre marino: “Que la mar te meza”. Musité como siempre que acudo al cementerio la «Salve Marinera», porque este hijo deudor de un padre excepcional no sabe, no quiere, o no puede, honrar su memoria de otra manera: “Salve, estrella de los mares, de los mares iris de eterna ventura, salve fénix de hermosura…”.

Debió de ser en pleno “De tu pueblo a los pesares tu clemencia dé consuelo…” cuando me di cuenta de que es cierto que la memoria visual falla cuando lo que ves no es lo que almacenas en la retina.

No eran unas flores secas por el tiempo pasado desde la última visita, tampoco unas frescas porque, antes que yo, estuvieron mi madre o mis hermanos. Es que en el macetero habían puesto unas flores de tela, blancas y azules, brillantes, luminosas, de efecto frondoso, seguro que elegantes, escogidas con mimo, hermosas quizá… pero de tela.

Teresa se agachó y con delicadeza dejó nuestros ramos a los lados de la lápida. Ella rezó, yo canté la «Salve». Le di las gracias por ser haber sido tan buen padre y, como siempre desde hace cuatro años, luché ahí plantado contra el llanto y la congoja, contra la rabia de no creer, de ser un ateo que no encuentra consuelo en la otra vida a las penurias de esta. Un hijo incrédulo que canta con su voz desafinada a un padre que sabe que no le puede escuchar; que besa la lápida y se repite para sus adentros, como madero al que asirse, que tuvo la fortuna de tener como padre al hombre más generoso y bueno que conoció jamás; que sigue yendo porque por más fotos que acumule en el móvil necesita saludar en posición de firmes al capitán de navío José María Pery, con la esperanza de pensar, de creer, que él siga mecido por las olas del mar de la otra vida, en la que seguro que será más feliz que en tierra.

"En ese ramo de tela vi mi vergüenza. Y sé que es una estupidez, pero me pareció como esas llamadas envueltas en pereza"

Pero ese día nada me consoló, ni las palabras de cariño de Teresa, ni “hasta ti nuestro clamor”. Porque las flores que adornan su tumba son de tela. No tengo dudas de que mi madre y mis hermanos pensaron que era mejor así que volver cada mes y encontrarse unas plantas secas, mustias o el lugar vacío porque los eficientes empleados de la funeraria han retirado las plantas yermas que acaban afeando el hermoso conjunto de ese cementerio siempre verde y colorido, como el de Arlington, que tanto gustaba a mi padre.

Son razones legítimas pero que no me consuelan, al revés, aquellos ramos fake me dejaron un poso de amargura, como si de alguna manera le estuviera diciendo a mi padre “por si tardamos mucho tiempo en venir, por si la vida que llevo no me deja tiempo para visitarte, por si no logro cuadrar la agenda, por si…”. Lo mismo que cuando vivías, Chava, sin pensar entonces que en algún momento te morirías y ahora, ante esas flores de tela, con la rabia que provoca la certeza que no supe aprovechar el regalo de tenerte, de disfrutar de tu conversación, tu risa, tu generosidad, tu sabiduría, tus consejos, la complicidad, el respaldo, el consuelo, de todo lo que significabas y aún significas.

En ese ramo de tela vi mi vergüenza. Y sé que es una estupidez, pero me pareció como esas llamadas envueltas en pereza, un “ya iré a verte, papá, ahora no puedo. ¿Los niños? Todo bien, en serio. ¡Te has vuelto a quedar dormido! No sé si es bueno que sigas yendo en metro. Vale, me paso, un día de estos quedamos y comemos”.

Todo eso en unas flores de tela.

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