Inicio > Actualidad > Entrevistas > Julio Llamazares: «La voracidad recaudatoria de la Iglesia mata la vida en las catedrales»

Julio Llamazares: «La voracidad recaudatoria de la Iglesia mata la vida en las catedrales»

Julio Llamazares: «La voracidad recaudatoria de la Iglesia mata la vida en las catedrales»

Llevado por ese espíritu con el que el viajero va “buscando la magia que el mundo ofrece a los que lo andan”, Julio Llamazares comenzó en 2001 a visitar las catedrales españolas, una a una, para tratar de captar la esencia de esos “sueños de piedra” que ha construido el hombre a lo largo del tiempo e impulsado también por el deseo de “conocer a fondo” el país en el que vive.  Ese viaje literario, no exento de “locura”, dio un primer fruto en 2008, en el libro Las rosas de piedra, centrado en las catedrales de la mitad norte de España, y culmina ahora, diez años más tarde, con Las rosas del sur, dedicado a las de la mitad sur, Baleares y Canarias.

Casi diecisiete años ha tardado Llamazares (Vegamián, Léon, 1955) en finalizar el que, sin duda, es el proyecto más ambicioso de su vida y que ha realizado con la misma “pasión y emoción” que late en todo lo que escribe.

De Galicia a Tenerife, de Barcelona a Cádiz, de Bilbao a Sevilla, este “trotamundos y poeta”, como le gusta definirse, ha recorrido más de veinte mil kilómetros, ha visitado 74 ciudades y ha plasmado sus impresiones en dos volúmenes que suman más de 1.200 páginas. Un empeño de proporciones “catedralicias”, cuyo origen esté quizá en la fascinación que sintió de niño cuando visitó por primera vez con su padre la catedral de León, “ese maravilloso caleidoscopio de vidrio”. A partir de ahí, nunca dejó de asombrarse ante esos “libros de piedra alzados en el cielo”, como los describía Fulcanelli, que reflejan “muy bien el espíritu y los cambios que ha experimentado la sociedad española a través de la historia”, afirma el escritor leonés en una entrevista con Zenda, a propósito de la publicación por Alfaguara de Las rosas del sur, una obra  “poliédrica” porque “es un libro de viajes, pero también tiene algo de ensayo sociológico, algo de crónica periodística y, sobre todo, tiene el afán de disfrutar de estos templos que son, posiblemente, los edificios más bellos que ha construido el ser humano, por los menos en Occidente” y que fueron concebidos “para soñar despiertos”.

"Las catedrales son sueños de locos, y el último ejemplo es el de ese hombre que lleva sesenta años haciendo una catedral él solo en Mejorada del Campo"

Llamazares no sabe a ciencia cierta “lo que hay detrás del empeño titánico” que ha supuesto recorrer España a través de sus catedrales, pero reconoce que “hay que estar un poco mal de la cabeza” para hacer algo así, aunque, añade, “para dedicarte a escribir tienes que estar también un poco mal de la cabeza, ya de entrada; debes estar en desacuerdo con el mundo”. Las rosas de piedra y Las rosas del sur “son producto de una locura”. No podría ser de otra forma porque “las catedrales son sueños de locos”, el último ejemplo es el de Justo Gallego, “ese hombre que lleva sesenta años haciendo una ‘catedral’ él solo en Mejorada del Campo”.

De esa misma locura, según la leyenda, hablaban los canónigos sevillanos en 1401 cuando quisieron construir una catedral “tan gigantesca que en la posteridad los tuvieran por locos”.

En sus viajes, el escritor se limita a contar lo que ve y lo que le pasa. No ha pretendido dar lecciones “ni de historia, ni de arte, ni, mucho menos, de espiritualidad”. Y aunque el principal motivo que lo ha llevado a visitar las catedrales es disfrutar de tanta belleza y de tantas obras maestras como hay en ellas, también critica a la Iglesia por cobrar la entrada a estos templos y haberlos convertido en museos dedicados a “la explotación turística”.

“La voracidad recaudatoria de la Iglesia mata la vida en las catedrales”, dice Llamazares, consciente de que sus críticas molestan, y mucho, a las autoridades eclesiásticas, pero él habla con “conocimiento de causa”: ha estado en 75 catedrales y sabe “cómo las manejan”.

Llamazares ha cultivado con maestría casi todos los registros literarios, desde la poesía, la novela o el relato corto hasta el artículo periodístico o los libros de viajes, género este último al que también pertenecen El río del olvido, Trás-os-Montes, Atlas de la España imaginaria y El viaje de Don Quijote.

El autor de La lluvia amarilla, Las lágrimas de San Lorenzo y Distintas formas de mirar el agua, entre otras novelas, responde las preguntas de Zenda en la sede de Alfaguara:

—¿De dónde has sacado las fuerzas para realizar un proyecto tan ambicioso como éste?

"He disfrutado tanto recorriendo España y visitando todas sus catedrales que no digo que lo volvería a hacer"

—Debo decir que lo empecé de forma inconsciente. He pasado por algunos momentos de desfallecimiento, aunque pocos, y he necesitado hacer pausas, por eso he tardado más en hacer el segundo tomo que el primero. El primero lo hice casi todo seguido, pero en el segundo, hice pausas para descansar o para escribir otros géneros literarios que me permitieran cambiar de registro y que me dieran un poco de aire. Pero he disfrutado tanto recorriendo España y visitando todas sus catedrales que no digo que lo volvería a hacer, pero, seguramente, cada vez que vaya a una ciudad, veré de nuevo la catedral.

—No sé si habrá alguien en España que haya hecho algo similar. En La Laguna, cuando le comentaste a un sacerdote que habías visitado todas las catedrales españolas, se quedó asombrado y te dijo que él sólo conocía una veintena.

—Se lo comenté por una razón. Era mi último viaje y era Viernes Santo, había mucho lío en la catedral. Leí que en esa catedral está el mayor y mejor museo de iconos ortodoxos que hay en España. Al parecer, un obispo de La Laguna empezó a reunirlos cuando estuvo en Oriente y luego completó la colección con aportaciones particulares. Quise ver el museo, pero ese día estaba cerrado. Yo nunca decía para qué visitaba las catedrales porque, al hacerlo, matas la espontaneidad del viaje, pero, en esa ocasión, un poco a la desesperada, le conté a un sacerdote que ese día terminaba un recorrido por las 75 catedrales de España, y el hombre me miraba con admiración y estupor. El sacerdote, que se llamaba Celso, era encantador y me demostró una generosidad enorme. Entró en la sacristía y me dio las llaves de la sala. Confió en mí y me dejó solo.

En general, la gente que yo me he encontrado en estos viajes no tiene término medio, o es muy huraña y desconfiada, o personas muy amables, como pasa en la vida. Porque, al final, las catedrales son la representación de la ciudad de Dios en la tierra y no dejan de ser un trasunto de la ciudad terrenal en la que están.

—Dices que las catedrales son “las cajas negras de la memoria de un país tan diverso como es España”, ¿qué reflejan esas cajas negras?

"Las catedrales son las cajas negras de la memoria de un país tan diverso como es España"

—Pues reflejan todo el espíritu de la sociedad que las construyó y que las ha mantenido y las sigue manteniendo en mejor o peor estado. Y el conjunto de las cajas negras muestra la gran caja negra de este país.

Deshojando esas rosas de piedra a las que alude el título, tú puedes conocer la idiosincrasia de los lugares en que están. Puedes seguir la historia del país y, también, la formación de las ciudades, como sucede en Madrid, que es una ciudad inventada, como su propia catedral, y que necesitaba tener una para homologarse con las otras capitales europeas. Se puede seguir también la fortuna o el infortunio de ciudades que fueron muy importantes y que ahora no son nada, esos lugares que tienen catedrales maravillosas como El Burgo de Osma, Solsona, Segorbe o Sigüenza…

Las catedrales te enseñan, además, cómo ha evolucionado el pensamiento filosófico y religioso de la sociedad. Ahora hay poco culto en ellas, reflejo de la desacralización de la sociedad. La gentrificación de la que se habla tanto -esa palabra horrorosa que se ha puesto de moda- afecta en primer lugar a las catedrales, porque se han convertido en museos, muchas veces sin vida, sin alma, entregados a la explotación turística.

—A lo largo del libro, criticas con frecuencia a la Iglesia por cobrar las entradas a las catedrales y afirmas que “el viajero está harto de pagar para poder ver lo que al fin y al cabo es suyo también”.

"Hay una voracidad recaudatoria que es un poco ofensiva y que, además, a ellos les ofende que lo digas. Yo lo hago porque tengo conocimiento de causa. Es que he estado en 75 catedrales y sé cómo las manejan"

—No me molesta pagar los cuatro o los seis euros que pidan, porque yo puedo hacerlo. Lo que no me gusta es que ni siquiera te permiten presentar un libro sobre catedrales en ellas. Hay un secuestro evidente.

El afán recaudatorio puede a veces también molestar. En la Mezquita de Córdoba te cobran once euros por entrar y, si sales al baño o a tomar un bocadillo y vuelves a entrar, te vuelven a cobrar. Hay una voracidad recaudatoria que es un poco ofensiva y que, además, a ellos les ofende que lo digas. Yo lo hago porque tengo conocimiento de causa. Es que he estado en 75 catedrales y sé cómo las manejan.

Lo que realmente me molesta de todo eso es que la voracidad recaudatoria de la Iglesia mata la vida en las catedrales. En el momento en que cierran las puertas y cobran por entrar, acceden sólo los turistas. Es decir, las catedrales se han cerrado a la vida de la ciudad. Los vecinos ya no las consideran suyas porque, cuando te cobran por entrar a un sitio, ya no lo sientes como algo tuyo.

"Yo no dedico dieciséis años de mi vida y 1.200 páginas para criticar a la Iglesia, sino para disfrutar de las catedrales y transmitir esa pasión a la gente"

Han matado la vida en las catedrales, no sólo religiosa, sino de contemplación, de disfrute. Yo, antes, cada vez que iba a León, visitaba la catedral. Ahora no lo hago, no por no pagar los euros que cueste, sino porque dentro sólo vas a encontrar un cascarón vacío, lleno de gente con audioguías, deambulando como autómatas. La vida que había antes en esos templos, con la gente que iba a rezar, los sacristanes, los que entraban y salían, eso se ha muerto. Y no hay con quién hablar, no hay vida, no hay emoción, no hay nada. Y eso es lo que me molesta. Y por decirlo te llaman anticlerical. Pero lo digo porque me duele, porque amo las catedrales. Evidentemente, yo no dedico dieciséis años de mi vida y 1.200 páginas para criticar a la Iglesia, sino para disfrutar de las catedrales y transmitir esa pasión a la gente.

—¿Qué habría que hacer para conservar las catedrales, ese patrimonio artístico tan maravilloso?

—Hay un debate pendiente en la sociedad española, que es cómo abordar el mantenimiento del patrimonio, no sólo el religioso sino el civil también. Y yo creo que tiene que ser una función del Estado. Es lógico que lo regenten las iglesias y los cabildos como hasta ahora, pero tiene que ser una función de todos, precisamente porque requiere mucha inversión.

"Es perentorio un debate sobre cómo mantener las catedrales sin convertirlas en museos"

Por eso creo que es perentorio un debate sobre cómo mantener esos edificios sin convertirlos en museos y sin matar su sentido original, que es lugar de acogida, de refugio, de culto; espacios culturales donde hay conciertos de música, donde hay actividades.

En algunos casos, cuando hay culto, habilitan una capilla lateral a una hora intempestiva para que la gente no pueda ver el templo con la disculpa de ir a misa. De hecho, a mí me ha ocurrido, y lo cuento en la Seo de Zaragoza, donde a una determinada hora cierran la catedral y, entonces, abren una puerta lateral, de la que casi ni avisan, para la misa, y te llevan por un lugar acordonado hasta una capilla, con todo el templo apagado para que no puedas verlo a la que pasas. Y en la puerta hay un vigilante que te pregunta: – “¿usted va a misa?” Y yo le dije: – “esa pregunta es anticonstitucional. Oiga, yo vengo a lo que me dé la gana”. Y me advirtió:  –“es que cerramos la puerta y no puede salir”. — “Pues tampoco eso está permitido. Yo puedo entrar a misa y a la mitad querer salir”, le dije yo.

—Criticas también “la regresión a la España eterna” que suponen algunas cosas que te vas encontrando, como, por ejemplo, la tumba del marqués de Villaverde, el yerno de Franco, en la catedral de la Almudena. O te llama poderosamente la atención la placa de mármol que, en la de Jaén, recuerda a los sacerdotes “asesinados en la ‘revolución marxista’. 1936-1939”.

"En las catedrales te encuentras sacerdotes muy abiertos y sacerdotes tridentinos, pero igual que en la sociedad civil"

—En Jaén no me pareció mal que hubiera una placa recordando a los sacerdotes asesinados, sino lo de “la revolución marxista” para referirse a la guerra civil española, y más después de que la llamada Ley de la Memoria Histórica obligue a quitar de los sitios públicos cualquier alusión partidista a ese enfrentamiento. Le pregunté por ello al sacristán y se enfadó mucho.

Pero, bueno, cuando pasas un día entero en una catedral ves muchas cosas y yo, con cualquier motivo, intento entablar conversación con la gente. Hay un reflejo del tiempo histórico y de lo que está ocurriendo en el país mientras viajo. Y yo lo cuento. Es literatura de viajes. Y una de las cosas que veo también es el estado de la Iglesia: te encuentras sacerdotes muy abiertos y sacerdotes tridentinos, pero igual que en la sociedad civil.

Me ha ocurrido de todo en las catedrales, como, por ejemplo, que la policía me haya pedido la documentación en la de Teruel, en mitad de una misa. ¿Sabes lo que pasa? Que cuando estás más de veinte minutos en una catedral ya te empiezan a mirar con sospecha. Y cuando sales al mediodía a comer y vuelves por la tarde, entonces se extrañan aún más y ya te preguntan, el sacristán u otro que ande por allí, porque piensan que puedes ser de la Administración o alguien que está mirando lo que va a intentar llevarse por la noche.

—En Córdoba te subleva que la Iglesia se haya empeñado en presentar aquello como Mezquita-Catedral, pero por lo menos en esta ciudad respetaron la mezquita, porque en otras las arrasaron para construir catedrales.

"Yo quería haber presentado este libro en la Mezquita de Córdoba, pero no ha habido manera"

—Yo quería haber presentado este libro en la Mezquita de Córdoba, pero no ha habido manera. Y quería hacerlo porque resume muy bien el sincretismo español, en un país que reniega de su pasado islámico, aunque es tan evidente en el lenguaje, en la gastronomía, en los monumentos. Entonces, la mayor parte de las catedrales del sur están hechas sobre mezquitas que tiraron para construir la catedral. Pero la de Córdoba es la única que se ha conservado y es una de las maravillas del mundo, con la impostación de una catedral cristiana, que podría ser bellísima, separada de la otra, pero que no deja de ser como si hubiera caído del cielo en mitad de la mezquita.

Según la tradición, cuando el obispo Alonso Manrique de Córdoba decide hacer una catedral dentro de la mezquita, hay una gran polémica incluso dentro de la propia iglesia cordobesa de la época. Al final gana la posición del obispo y éste, que era amigo del emperador Carlos V, le pide permiso y dinero para hacerlo. El emperador se lo concede, igual que hizo con el palacio de Carlos V en la Alhambra, que es el mismo caso… Y, según la leyenda, cuando Carlos V vio el resultado exclamó, arrepentido: “Habéis destruido lo que era único en el mundo y habéis puesto en su lugar lo que se puede ver en todas partes”.

"Japoneses ves en todas partes, pero musulmanes sólo he visto allí, en la mezquita de Córdoba"

—Te llamó la atención ver familias musulmanas visitando la mezquita de Córdoba. Y te preguntaste qué sentirían al estar en ese lugar del que “seguramente habrán oído hablar en sus países de procedencia como la gran mezquita perdida”.

—Sí, me llamó mucho la atención. Es en la única catedral en que he visto musulmanes. Japoneses ves en todas partes, pero musulmanes sólo he visto allí, en la mezquita de Córdoba, y al ver a esas familias me preguntaba qué pensarían ellos. Aunque eso te ocurre a la inversa en Santa Sofía, en Estambul. No es sólo algo que haya ocurrido de una religión a otra.

—A veces, en catedrales como las de Toledo, Sevilla o Mallorca experimentas el síndrome de Stendhal y sientes cierta “angustia ante tanta belleza”, igual que le pasó al escritor francés cuando visitó Florencia.

—Hay momentos y hay catedrales en que me he sentido así. La catedral de Sevilla es, por la cantidad de obras pictóricas que tiene, el tercer museo de pintura en España.

Pero, te voy a decir lo que más me ha costado en este libro, que no ha sido recorrer veinte mil kilómetros, documentarme, hablar con todo tipo de gente y rellenar varios cuadernos de notas. Lo más difícil ha sido, después de todo eso, eliminar la mayor parte de la información para que no se convirtiera en una guía de catedrales. Porque sólo con enumerar lo más importante de la catedral de Sevilla ya te llena un tomo. Conseguir mantener el equilibrio entre lo literario, lo informativo y lo ensayístico.

—Tú sientes especial predilección por la catedral de León desde que la visitaste de niño, pero ¿qué otras catedrales te emocionan también?

"Creo que desde el románico no hemos hecho más que retroceder. Para mí, es superior al gótico en cuanto a expresión de la belleza, conseguir emocionar con la mínima expresión"

—Siento debilidad por la de León, pero no por patriotismo, sino porque objetivamente es de una gran belleza. Es pura fantasía. Literariamente, las más grandiosas y monumentales son las que menos juego dan, porque te sobrecogen y te absorben de tal forma que casi te olvidas de lo que es la vida real alrededor. A veces, te da mucho más juego una pequeña catedral, como la de Huelva, donde te echan de allí porque al cura le gusta decir la misa solo, y eso te permite visitar la ciudad y conocer más de ella, que a lo mejor una gran catedral que te absorbe sólo con su contemplación y descripción.

Siento especial predilección por las pequeñitas catedrales románicas que sobrevivieron a la moda del gótico porque los obispos eran pobres, como sucede en Jaca, en Roda de Isábena , en parte de la de Tuy, en la Seo de Urgel o en las catedrales viejas de Salamanca o Plasencia.

Tengo predilección por el románico, y, como decía en el primer volumen, creo que desde el románico no hemos hecho más que retroceder. Es una opinión absolutamente insostenible, pero yo la mantengo. Para mí el románico es superior al gótico en cuanto a expresión de la belleza, conseguir emocionar con la mínima expresión.

—Las leyendas, supersticiones y reliquias están muy presentes en tu libro. Hablando de estas últimas, quizá se lleven la palma las de la catedral de Coria, donde guardan el mantel de la Última Cena, un trozo del lignum crucis, un hueso de san Juan Bautista, una ampolla con leche de la Virgen, una pluma del arcángel san Gabriel… “El viajero, estupefacto, las contempla una tras otra sin saber si sentirse objeto de una gran broma o caer rendido ante ellas implorando el perdón del cielo”, escribes.

—Y no solo eso. En Coria, donde está el museo más fantástico de las catedrales, hay también barro del que fue hecho Adán…. A mí, ese aspecto es uno de los que más me gusta al viajar, los elementos fantásticos, que tienen que ver con la literatura pura y dura, y el mundo de las catedrales está lleno de leyendas. No deja de ser narrativa popular trufada de imaginación.

—Cuando visitas la última catedral, la de la Laguna, sientes la melancolía propia del final de un viaje tan largo y citas una frase del mexicano José Vasconcelo: “Un libro, como un viaje, se empieza con inquietud y se termina con melancolía”.

"La literatura no deja de ser un esfuerzo inútil como la vida, y decía Ortega y Gasset que el esfuerzo inútil conduce a la melancolía"

—Cuando leí esa frase, tuve claro que sería la que cerraría el libro porque resume muy bien mi idea sobre cómo se emprende un viaje o un libro y cómo se termina. Pero pasa con todo en la vida. A medida que vas terminando algo, sobre todo un proyecto tan largo y tan trabajoso como este, te invaden sentimientos contradictorios.  Al final, la melancolía es ingrediente que está implícito en el viaje porque se sabe que se va a terminar. Y también está implícito en la literatura, porque la literatura no deja de ser un esfuerzo inútil como la vida, y decía Ortega y Gasset que el esfuerzo inútil conduce a la melancolía.

—¿Volverías a meterte en un proyecto de este calibre?

—No, ni por edad ni por fuerzas. Te cuento una anécdota para que me entiendas: en una ocasión entrevisté a un hombre que, durante la guerra, estuvo enterrado vivo en su casa, en una especie de fosa, durante diez años. El topo más topo que yo he conocido. Yo le pregunté que cómo había podido aguantar aquello. Y me dijo: – “Porque no sabía que iban a ser diez años. Si lo hubiera sabido el primer día que me encerré allí, me habría pegado un tiro”.

Yo no me hubiera pegado un tiro, pero a lo mejor lo hubiera pensado dos o tres veces antes de empezar estos viajes. Me podrán negar el valor literario de este proyecto, pero no me podrán negar la pasión, el esfuerzo y la perseverancia.

5/5 (2 Puntuaciones. Valora este artículo, por favor)
Notificar por email
Notificar de
guest

0 Comentarios
Feedbacks en línea
Ver todos los comentarios